Dos películas en cartel estos días tratan de diferente manera la figura del héroe y su simétrico, el antihéroe.
Unos meses después de la primera parte del díptico, “Che: el argentino” se ha estrenado en España “Che: Guerrilla”, de Steven Soderbergh. Según se nos dice, las dos obras estaban concebidas como una sola, y únicamente se exhiben por separado por necesidades de distribución. La verdad es que no me convence demasiado el argumento, ya que estructuralmente, en tono, estilo narrativo y visual, las dos películas son muy distintas pese a narrar hechos sucesivos en el tiempo. Incluso habría entre las dos una considerable brecha temporal, la que transcurre entre un Che y una Aleida que acaban de conocerse compartiendo fusiles y escaramuzas en la revolución cubana, y la misma pareja ya casada y con una nutrida prole.
Hace unos meses hablaba ya de “Che: el argentino”, para decir, en resumen, que me parecía una película bien dirigida pero lastrada por un guión pesado, convencional y algo tramposo. Considero que “Che: Guerrilla” es una película mucho más interesante que la anterior: vuelvo a encontrarla igual de bien puesta en escena, pero, abandonadas las fastidiosas, pedestres coartadas narrativas, se consigue un trabajo más abstracto, rico y visualmente original. Por otra parte, no creo descubrir nada nuevo cuando digo que, en igualdad del resto de condiciones, la historia de un fracaso es siempre más apasionante que la de un triunfo, porque es más sencillo identificarse con un héroe y una causa fracasada que con sus equivalentes con éxito, incluso aunque ese éxito se consiga de chiripa. Por todo ello, y por su mayor radicalidad narrativa y visual, “Che: Guerrilla” me pareció, individualmente considerada, una buena película. Mención especial para la agreste naturaleza boliviana filmada un poco al estilo Tarkovski, particularmente en la escena acuática que antecede a un sangriento ataque a traición. Benicio del Toro, de nuevo insuperable en el papel protagonista, logra una extraña riqueza de matices entre la hipnótica suavidad de sus maneras y la poderosa convicción (o la patológica monomanía, según se prefiera) que guía su voluntad. Del resto del reparto, poco se puede decir: reducida al mínimo (menos mal) la intervención de un Fidel Castro de Muchachada Nuí, los personajes secundarios son apenas peones intercambiables en la partida: quizá se retenga un poco a una Franka Potente con un acento argentino tan perfecto que resulta altamente probable que esté doblada, y unos correctos Joaquim de Almeida y Jorge Perugorría. Jordi Mollà y Oscar Jaenada recitan unas escasísimas líneas de diálogo para demostrar que el coach de acento se lo ha currado. El pobre Rubén Ochandiano (excelente actor, por cierto), ni eso.
Por otro lado, tenemos “El luchador”, de Darren Aronofsky. Volvemos a ver representada la historia de un fracaso, aunque aquí el antiheroísmo es representado de manera más evidente. No falta uno sólo de los tópicos del perfil: vida familiar destrozada, organismo en decadencia, palizas en el cuadrilátero, última oportunidad amorosa encarnada en una pilingui de buen corazón, último combate en el que se depositan todas las esperanzas y que puede implicar también el último aliento. Todo está bastante visto. No interesan mucho los resortes dramáticos, a cargo de los personajes de Evan Rachel Wood y Marisa Tomei (maravillosa, como siempre; por desgracia, su papel es irrelevante). El guión, borracho de épica del perdedor, me resultó tan repelente y empalagoso como una canción de Joaquín Sabina. Pero el director, de cuyas anteriores películas ninguna me había gustado, realiza un ejercicio de contención bastante plausible a la hora de ponerlo en escena y consigue, contra toda lógica, una buena película. Es más, por momentos una película fascinante. La fascinación, claro, procede de la figura de Mickey Rourke-The Ram, el actor y el personaje, que se funden prodigiosamente de manera que somos incapaces de separar uno y otro. Hablando de tópicos, si me dieran un euro por cada una de las veces que en el año un crítico (o alguien que dice serlo) escribe que en la película X el actor Y “no interpreta” su personaje, sino que “se convierte en él” o que directamente “lo es”, sería rico. Y ésta casi nunca deja de parecerme una afirmación ridícula además de tópica. ¿Se debería entonces creer en la reencarnación, encontrar respetable el trabajo de los mediums, etcétera, etcétera? Una sandez, vamos.
Pero esta vez, y sin que sirva de precedente, el tópico podría pronunciarse con toda tranquilidad, pero no porque Rourke haya sido víctima de acto de posesión espiritual alguno, ni que haya intervenido reencarnación de ninguna clase, sino porque se nos sitúa ante un híbrido de persona y personaje que es un coloso, un mutante, y por ello un espectáculo irrepetible. El auténtico y único motivo de que encuentre memorable esta película es su lado documental sobre un fenómeno de la naturaleza, un ser sin par formado a base de la explosiva combinación entre una dotación neuronal probablemente limitada, magníficas cualidades interpretativas, abuso de sustancias dudosas, problemas de estabilidad emocional, demasiados golpes en el ring y cirugía estética indiscriminada. Todo el ceremonial de construcción del icono para el público que aparece brevemente en la cinta de Aronofsky (compra y aplicación de anabolizantes, sesión de peluquería, rayos UVA) posee un extraordinario magnetismo. Tanto como cada expresión, cada gesto, cada palabra que sale de la boca artificialmente hinchada de Rourke. Sin él, estaríamos ante una peliculita vulgar y previsible: el Rourke-The Ram que nos presenta Aronofsky la eleva desde la nada hasta el todo, y eso es un trabajo de titán.
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