martes, 4 de noviembre de 2008

El retorno del retorno

Ben Whishaw en "Retorno a Brideshead". Poor Sebastian Flyte!






Finalmente, caí. A pesar del tráiler, no pude resistir la tentación de ver la nueva adaptación de “Retorno a Brideshead”, quizá por el puro morbo de comprobar de primera mano la magnitud del desastre que se anunciaba. Bueno, la verdad es que no fue para tanto: como se suele decir, en peores garitas he hecho guardia.

“Brideshead Revisited” es el título original de una novela escrita por el autor británico Evelyn Waugh, especialista en corrosivos relatos satíricos como “Los seres queridos” o “Noticia bomba”, y que con esta saga sobre familia, religión y clases sociales alcanzó un merecido prestigio como escritor “serio”. Según sus propias declaraciones, lo que pretendía con “Brideshead” era exponer la influencia de la gracia divina en un grupo de personajes, y al leer el libro en efecto se advierte que la religión (católica) constituye el núcleo central alrededor del cual giran otros elementos -sentimental, social, histórico- que conforman un todo complejo y fascinante. Escrita en un lenguaje rico y evocador que retrata con todo lujo de detalles a los personajes y su sofisticado ambiente, mientras sugiere más que nombra la naturaleza de sus conflictos íntimos, la novela es una absoluta obra maestra. Y una de mis lecturas de referencia, añado.

En los primeros años 80, la televisión británica financió y exhibió una teleserie de 11 episodios basada en el libro de Waugh, con un magnífico reparto que incluía nombres como Jeremy Irons, Anthony Andrews, Claire Bloom, John Guielgud, Lawrence Olivier o Stéphane Audran. Académica ilustración de la fuente original que no profundizaba en ninguna de sus múltiples facetas, la serie conoció un enorme éxito en todo el mundo, gracias sobre todo a sus indiscutibles valores de producción (principalmente, vestuario, decorados y música) y al folletinesco tratamiento de la trama. Al parecer, cuando se estrenó en España generó una auténtica conmoción, aunque entonces yo era demasiado pequeño para tener conocimiento de todo esto. En realidad, no llegué a verla hasta hace un par de años, en Londres. Yo estaba trabajando en la capital británica, donde la serie se reponía todos los lunes por la noche. No me perdí un capítulo: resultaba tan bonita de contemplar que esto me compensaba por la ocasional irritación ante la plana epidermis a la que había quedado reducida la novela original.

La referencia a la recordada serie de Granada TV antes de entrar en esta nueva versión que acaba de estrenarse en cines es pertinente sobre todo por la extraña fidelidad que a ella ha guardado el director Julian Jarrold, fidelidad superior en cierto modo que a la novela original. Incluso ha rodado en la misma propiedad que en los 80 ya se hizo pasar por la mansión Brideshead, y algunos de los personajes (en especial Julia Flyte y Lady Marchmain, así como el flemático, distante padre de Charles Ryder) aparecen maquillados, peinados y vestidos para parecer réplicas exactas de sus televisivos precedentes. Los actores, por cierto, están magníficos casi sin excepción, destacando Matthew Goode, Ben Whishaw, Michael Gambon y, en un pequeño y bello papel, Greta Schacchi. Lamento no poder decir lo mismo de Emma Thompson, actriz cuya principal virtud, la naturalidad, resulta completamente anulada por el transparente esfuerzo de recrear un personaje cuya rigidez y fanatismo terminan contaminando al propio desempeño interpretativo. Las costuras de la actuación resultan demasiado visibles, y en consecuencia el personaje aparece lastrado, más teórico que humano.

Por otra parte, y aunque se aprecia la voluntad de otorgar mayor peso a la parte espiritual del relato, la complejidad con que la novela trataba la cuestión del catolicismo y su irresistible influjo sobre los personajes vuelve a perderse en el camino. Aquí todo pivota sobre el algoritmo pecado-culpa-autodestrucción, tríada desde luego familiar para todo el que haya crecido en entornos católicos, pero que simplifica palmariamente el intrincado armazón que desarrollara Evelyn Waugh. A cambio, los guionistas inventan nuevas secuencias cuya función es irritantemente explicativa, reforzando el aspecto sentimental y atreviéndose a delimitar lo que en el texto original resultaba más bien ambiguo. Hay una renuncia imperdonable al misterio, un misterio esencial para la trama y por completo coherente con su religioso trasfondo. Esta carencia, junto con el recurso una vez más al academicismo visual más estricto, derivado de una nula inventiva estilística, termina por dinamitar el interés por lo que sucede en la pantalla.

Por lo demás, volvemos a encontrar las esperables excelencias en la fotografía, vestuario y diseño de producción. Están puestas al servicio de una empresa fallida, pero casi logran compensarnos por ello.

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