Una vez estrenada comercialmente “Los abrazos rotos”, han comenzado a publicarse las críticas de rigor. En su mayor parte, las valoraciones son frías aunque respetuosas: a excepción, claro está, del ensañamiento de Carlos Boyero en “El País”, al que sólo le ha faltado llegar al insulto personal. Nada nuevo considerando la proverbial superficialidad de fondo y forma en los escritos de Boyero: lo contrario, la rendida alabanza, me habría extrañado enormemente. Pero, sobre todo, me habría inquietado: nada puedo compartir en cuanto a gustos estéticos con una persona que considera por ejemplo que el cine del farsante González Iñárritu está preñado de verdad y desgarro, o que la última ganadora del Oscar a la mejor película consigue “dotar de autenticidad al costumbrismo” (¡!).
Dejando aparte este caso, se están diciendo muchas cosas de la película de Almodóvar. Casi todos han alabado la interpretación de Penélope Cruz, uno de los méritos más evidentes e indiscutibles de la cinta. La actriz compone un retrato lleno de veracidad sobre un tipo humano que sabemos real, y que (imposible sustraerse a la curiosidad malsana) me han movido a preguntarme sobre los referentes que el director y la actriz debieron de manejar para insuflar aliento y convertir en persona al personaje del guión. En el otro lado de la balanza, se argumenta que la película es irregular, que combina los grandes momentos con los tiempos muertos, que no se alcanza la buscada redondez de la trama, que algunos personajes están insuficientemente desarrollados, o que algún monólogo resulta demasiado explicativo.
Entiendo y respeto estas acusaciones, y puedo admitir la pertinencia de alguna de ellas (lo admito: la escena rodada en Chicote tampoco es santo de mi devoción), pero sucede que en mi opinión todos estos fallos, de producirse, se vuelven irrelevantes en el conjunto de la obra en que se integran. Si nos decidimos a desempolvar el microscopio y aplicarlo sobre cualquier trabajo cinematográfico, veremos que todas las grandes películas están llenas de errores y descompensaciones. Esto ocurre porque los grandes directores siempre asumen riesgos: los más grandes se lanzan al vacío prácticamente en cada plano, y es imposible que todos y cada uno esos saltos al vacío terminen con un chapuzón en una piscina de aguas cristalinas. Sin duda esto le ocurre a Almodóvar, que lleva arriesgándose desde que dirigió sus primeras películas, pero que desde hace ya un par de décadas posee un estatus demasiado encumbrado como para que ese riesgo no le pase factura entre detractores, fans y críticos. Los demás, los que nos limitamos a disfrutar del gran cine, nunca podremos agradecer lo suficiente al director manchego que siga forzando una y otra vez el alcance de sus posibilidades, y poniendo sus recursos al límite con cada nueva entrega.
Algunos han salido de ver “Los abrazos rotos” con una larga lista de gazapos que estaban deseando publicar en los medios que les pagan el sueldo. Yo lo único que deseaba era ver la película de nuevo.
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