El pasado fin de semana, aprovechando una nueva visita a Bilbao, entré en el Guggenheim: aún no había visto la exposición sobre Takashi Murakami, pese a que en su momento fui incluso invitado a la inauguración. No esperaba demasiado de la muestra, ya que Murakami nunca me ha dicho gran cosa y por tanto jamás me ha dado por investigar sobre su muy publicitada y lucrativa imaginería manga-pop, concentrada en lo que se configura como un estilo propio llamado Superflat (se supone a tal denominación un toque de sarcasmo). Pero sí tenía la esperanza de descubrir algo valioso en un artista tan difundido, o cierta injusticia en mi nulo acercamiento a sus premisas.
Me cuesta encontrar las palabras que definan adecuadamente mi decepción. Me aburrí como una ostra entre los muros del Guggenheim, y pasé frente a los cuadros y esculturas de Murakami con una abulia dominical no muy distinta de la que se habría apoderado de mí visitando un centro comercial en lugar de un museo. Ni lo plano y evidente de sus mensajes, ni la supuesta ironía de sus colores saturados, ni el ligero ingenio de sus personajes humanoides me provocaron la menor reflexión, el menor impacto emocional o estético. Sus cuadros de gran formato, obvias piezas museísticas que deben de pretenderse herederas de El Bosco y Dalí, los encontré simplemente chillones y poco originales. Un poco más de interés suscitaron en mí los cortometrajes animados que narraban las escatológicas aventuras de unos personajes llamados Kaikai y Kiki, proyectados en enmoquetadas salas oscuras llenas de niños y padres que hablaban en voz alta como si estuvieran en el salón de su casa, frente al home cinema. Encima de todo, ración de plácida vulgaridad familiar al canto.
Nada me dijo tampoco el trabajo más comercial del autor japonés, sus "prints" para bolsos del patrocinador Louis Vuitton (sosamente expuestos tras vitrinas de cristal), sus alfombras, figuritas y gadgets. Así que salí de la exposición con la inequívoca sensación de haber visto algo perfectamente prescindible. Tengo la firme convicción de que el arte no tiene por qué responder a nada, sino más bien provocar que nos hagamos preguntas. Y una sola pregunta ocupaba mi mente: "Murakami, ¿y qué?".
Llegué a pensar que la culpa de todo esto era mía, por acudir a un museo después de la siesta, pero pronto pude comprobar que no era así: para mi sorpresa, la muestra del artista chino Cai Guo-Qiang, de la que no esperaba nada (es decir, muy poco menos que de la de Murakami) me encantó. Impresionante su efímera recreación del Patio de recaudación de la renta. Pero éste es sólo el punto fuerte de una exposición de adecuado montaje y tremenda fuerza plástica, que recomiendo encarecidamente.
1 comentario:
Que sí a todo. Es la Agatha Ruiz de la Prada japonés; con más fortuna, eso sí.
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