miércoles, 17 de diciembre de 2008

La televisión y Eva Arguiñano

Eva crea tendencia con su gorro fucsia y sus frutas. El estilo Carmen Miranda llega a Euskadi

Ya lo comenté en mi anterior entrada en este blog: aunque sea un tópico como una catedral decirlo, hace tiempo que no veo demasiado la televisión. La mayor parte de la programación me parece tan fea y tan prescindible que lo máximo que me provoca es una irritación ligera y persistente, como un sarpullido en las meninges. No siempre fue así, desde luego, pero no voy a realizar ahora un manido ejercicio nostálgico sobre la tele de mi adolescencia: imagino que en realidad era tan estúpida y tan fea como ahora, y que soy yo quien ha cambiado. De todas maneras, si me veo forzado a echar la vista atrás para posarla en mis tiempos de adicto a la ficción catódica, me doy cuenta de que mi pasión televisiva terminó justo después de Twin Peaks, cuyos primeros capítulos no sólo me parecen de lo más extraordinario que ha salido de la imaginación de David Lynch (lo que ya es mucho decir), sino también la mejor serie de televisión de todos los tiempos. Al menos, de todas las que yo conozco. Del impacto que en su momento supuso para mí esa obra maestra me gustaría hablar en alguna entrada futura.

Hoy en día no me interesan especialmente las series norteamericanas por las que todo el mundo parece haberse vuelto loco. Cuando he intentado seguirlas, ocasionalmente he podido reconocer algo de talento narrativo en sus guionistas, pero esa dirección funcional, basada en un juego cronometrado de plano-contraplano me excluye inmediatamente. Y en el momento en que pasamos a la estética de vídeoclip con cancioncilla sentimental de fondo, ya me pongo enfermo. Por mucho que me aseguren lo contrario, no encuentro nada memorable en series tan veneradas como Sexo en Nueva York (qué estúpido me parece todo, qué ramplón y obvio el trabajo de los estilistas), House (una pura y reiterativa fórmula) o CSI (mortal aburrimiento). De Los Soprano y Mad men me hablan maravillas, pero admito que ni siquiera les he dado la oportunidad. Ni el cine de verdad, puedo verlo apenas en televisión: tengo en casa varios packs de DVDs de grandes directores que llevan meses sin abrir. Entre la Filmoteca Española y el salón de mi casa, para qué señalar qué es lo que prefiero.

Todo eso, claro, por no mencionar los insufribles reality shows, los programas de cotilleo y esos formatos de humor que no me hacen ni puñetera gracia. Incluso el Gran Wyoming se ha contagiado definitivamente de la mediocridad general, hasta convertirse en un personaje artificioso y previsible.

Entre toda la morralla y la vulgaridad televisiva, hay un personaje (una persona, vaya) que me apasiona. Se trata de Eva Arguiñano. De vez en cuando veo su programa de coaching culinario en La Sexta los domingos por la mañana, y juro que ante ella me quedo como hipnotizado: Louise Brooks o Jeanne Moreau entre fogones no me producirían un efecto distinto. Me gusta su voz un poco algodonosa, su sonrisa de quien no necesita especialmente agradar, su infinita paciencia, sus vasquismos, la ironía que despliega de vez en cuando, como de manera casual. En sus miradas, o en los elocuentes silencios frente a alguna de las preguntas que le dirige un invitado que pretende convertir el programa en su show particular. Sobria y serena, al contrario que su estelar hermano, de una inteligencia natural y poco llamativa, enseña a sus invitados (que en realidad somos todos los espectadores) a cocinar recetas bastante sencillas y a emplatar el resultado siguiendo los estrictos patrones -un poco demasiado explotados ya- que acuñó la nueva cocina vasca. Francamente, el contenido del programa me parece lo de menos. Lo que de verdad merece la pena es la propia Eva Arguiñano, sonriendo encantada de la vida bajo su absurdo gorro de chef fucsia.

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