Hoy en día no me interesan especialmente las series norteamericanas por las que todo el mundo parece haberse vuelto loco. Cuando he intentado seguirlas, ocasionalmente he podido reconocer algo de talento narrativo en sus guionistas, pero esa dirección funcional, basada en un juego cronometrado de plano-contraplano me excluye inmediatamente. Y en el momento en que pasamos a la estética de vídeoclip con cancioncilla sentimental de fondo, ya me pongo enfermo. Por mucho que me aseguren lo contrario, no encuentro nada memorable en series tan veneradas como Sexo en Nueva York (qué estúpido me parece todo, qué ramplón y obvio el trabajo de los estilistas), House (una pura y reiterativa fórmula) o CSI (mortal aburrimiento). De Los Soprano y Mad men me hablan maravillas, pero admito que ni siquiera les he dado la oportunidad. Ni el cine de verdad, puedo verlo apenas en televisión: tengo en casa varios packs de DVDs de grandes directores que llevan meses sin abrir. Entre la Filmoteca Española y el salón de mi casa, para qué señalar qué es lo que prefiero.
Todo eso, claro, por no mencionar los insufribles reality shows, los programas de cotilleo y esos formatos de humor que no me hacen ni puñetera gracia. Incluso el Gran Wyoming se ha contagiado definitivamente de la mediocridad general, hasta convertirse en un personaje artificioso y previsible.
Entre toda la morralla y la vulgaridad televisiva, hay un personaje (una persona, vaya) que me apasiona. Se trata de Eva Arguiñano. De vez en cuando veo su programa de coaching culinario en La Sexta los domingos por la mañana, y juro que ante ella me quedo como hipnotizado: Louise Brooks o Jeanne Moreau entre fogones no me producirían un efecto distinto. Me gusta su voz un poco algodonosa, su sonrisa de quien no necesita especialmente agradar, su infinita paciencia, sus vasquismos, la ironía que despliega de vez en cuando, como de manera casual. En sus miradas, o en los elocuentes silencios frente a alguna de las preguntas que le dirige un invitado que pretende convertir el programa en su show particular. Sobria y serena, al contrario que su estelar hermano, de una inteligencia natural y poco llamativa, enseña a sus invitados (que en realidad somos todos los espectadores) a cocinar recetas bastante sencillas y a emplatar el resultado siguiendo los estrictos patrones -un poco demasiado explotados ya- que acuñó la nueva cocina vasca. Francamente, el contenido del programa me parece lo de menos. Lo que de verdad merece la pena es la propia Eva Arguiñano, sonriendo encantada de la vida bajo su absurdo gorro de chef fucsia.
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