miércoles, 24 de septiembre de 2008
Woody goes to Barcelona
Aunque hace tiempo, quizá desde “Maridos y mujeres”, que Woody Allen no se encuentra en su mejor forma, cualquiera de sus películas recientes vale más que la filmografía completa de la mayor parte de los directores. En ocasiones, como ocurría con “Todos dicen I love you”, “Balas sobre Broadway” o “Match Point”, sigue arreglándoselas para proporcionarnos un par de horas seguidas de felicidad y emoción de primer rango. Por lo que a mí respecta, no fue éste el caso de “Vicky Christina Barcelona”, o al menos no siempre. Aún seducido por el tono melancólico de la película, por su vistosa luminosidad (el gran Javier Aguirresarobe trabajando contra su registro habitual), por el simpático empleo de los tópicos españoles y por el talento narrativo de Allen, nunca llegué a apasionarme por esta historia sobre dos jovencitas que comparten incertidumbre emocional, una de las cuales casi siempre cree saber lo que quiere mientras que la otra comprende que no tiene ni idea. Las trayectorias de estas chicas, enfrentadas a distintas peripecias y sinsabores sentimentales, parten desde posiciones en teoría opuestas para converger hacia una misma insatisfacción, a la que parecen abocadas por su propia naturaleza. El estudio de caracteres es lo de menos, ya que ambos personajes funcionan más como ideas abstractas o recursos narrativos que como seres humanos, a lo cual no pongo ninguna objeción. Más bien al contrario: pocas apuestas pueden resultarme más simpáticas hoy en día que una actualización de las estructuras de la comedia sentimental americana de los 50, que es de lo que al final va todo esto. Las referencias a Rohmer que se han invocado repetidamente tampoco me parecen nada descabelladas, aunque a mí el auténtico Rohmer me conmueve más que un Woody Allen rohmeriano. Tengo la impresión de que donde radica el núcleo de mi parcial insatisfacción es en una puesta en escena ligeramente más perezosa de lo que Allen nos tiene acostumbrados, debido quizá a un exceso de confianza en los encantos propios del escenario escogido, desde la escalibada que invariablemente llena los platos hasta la arquitectura de Gaudí.
De todos modos, las principales virtudes del director norteamericano están bien presentes para quienes solemos disfrutarlas: espléndidos diálogos, buen gusto visual con cierta tendencia a aplanar los espacios para comprimirlos en el marco de una postal, creciente sensualidad que ha procurado algunos de los mejores momentos de sus últimas películas, impecable dirección de actores. Javier Bardem está espléndido, como las deliciosas Rebecca Hall y Scarlett Johansson. De entre las dos, las virtudes de la primera resultan quizá más evidentes debido a la mayor complejidad que aparenta su personaje por vivir instalado en una dolorosa contradicción, y es cierto que la recién llegada Hall proporciona cierta carne a su arquetipo de neoyorquina ansiosa por controlar las situaciones, pero no lo es menos que Johansson despliega su encanto ronco con naturalidad y eficacia.
Pero, como ya se ha dicho hasta la saciedad, la película pertenece por encima de todo a Penélope Cruz. Tras haberlo oído tantas veces, he de admitir que comparecí en el cine albergando la secreta esperanza de encontrarme con un petardo mojado, y por una vez la insatisfacción de un deseo no me causó frustración, sino todo lo contrario. Qué delicia comprobar cómo uno no ha perdido todavía la capacidad de asombro, qué reconfortante sensación la de disfrutar, en comunión con toda una sala de cine repleta, de los imaginativos trucos que ejecuta Cruz aparentando mayor facilidad del mundo. Los escasos minutos en los que aparece en pantalla le bastan para robar el show y dejar al público embobado. Me costaría describir con precisión la naturaleza del arte que domina en su encarnación de una pintora absolutamente desquiciada llamada María Helena (ahí es nada), pero me recordó muy vivamente a lo que hacía otra actriz única como Victoria Abril cuando de verdad era grande, cuando no se había dejado contaminar por un exceso de autoconsciente intensidad y nos regalaba trabajos tan originales y portentosos como los que desempañaba en “¡Átame!” o “El Lute”. Hace falta mucho talento, y una capacidad de observación fuera de lo común, para llevar a buen puerto lo que hace Penélope Cruz de la mano de Woody Allen.
Acerca de esto último, desde que vi la película conservo una duda fundamental. Las delirantes réplicas en castellano del personaje de María Helena, de una comicidad enajenada y castiza, que hacen botar en sus butacas al público como no dando crédito a lo que ven y oyen, dudosamente pueden haber sido escritas por un guionista americano que, como Woody Allen, nunca haya vivido realmente en España. Cabe pensar que se ha dispuesto de un excelente equipo de asesores, desde luego, pero me resulta mucho más agradable contemplar otra posibilidad. Si la chocante naturalidad de las líneas recitadas por Cruz se deben también a la cabecita de la actriz, en serio pienso que deberían reconocérsele derechos de autoría sobre el guión, y aún premiarla de algún modo por este desempeño.
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