Bastante tarde, he ido a ver “Il Divo”, la película dirigida por Paolo Sorrentino sobre Giulio Andreotti, siniestro personaje que ocupó el centro de la política italiana durante prácticamente medio siglo. La película triunfó en el pasado festival de Cannes, donde obtuvo buenas críticas mayoritarias y el Premio del Jurado, y después logró para su protagonista, Toni Servillo, el galardón al mejor actor en la pasada edición de los premios europeos de cine. Es cierto que al menos este Divo se aparta de la habitual corriente blanda y rutinaria del cine italiano actual, y que es posible detectar algunos gramos de nervio en el trabajo de su director, pero en mi opinión sus discretas virtudes no bastan para salvarla de sí misma.
Desde su propia concepción estilística, la auténtica pretensión de la película parece consistir en que el espectador se ponga nervioso. Su tono de farsa algo tremendista (Valle-Inclán meets Dario Fo) puede resultar apropiado para el tema que se trata, una vez hemos convenido que la política italiana es la vergüenza de la Europa supuestamente desarrollada. Pero la traslación cinematográfica de este punto de partida resulta casi siempre chillón y enfático, con abundancia de secuencias manidas, entre las que destaca un montaje paralelo entre la acción de un asesinato y la de una carrera de caballos a la que asiste el protagonista. Éste, caracterizado como una especie de Nosferatu de boca apretada y manos retraídas, es sólo el más extremo de los personajes que forman parte de lo que acaba convirtiéndose en una sucesión de sketches del guiñol televisivo. La puesta en escena, ampulosa y cercana a la histeria, parece soñar con Kubrick y Fellini pero queda mucho más cerca de Ken Russell. Los entornos palaciegos en los que se desenvuelven los personajes son visualmente explotados con aplicación, reservándose particular atención a las lámparas de araña que cuelgan de techos altísimos. Finalmente, persiste de todo esto una clara sensación de agotamiento.
La película consigue sus mejores momentos cuando abandona la caricatura para acercarse vagamente a la humanidad de sus retorcidos personajes. Especialmente, en las secuencias íntimas del matrimonio Andreotti, como aquélla en la que ambos se toman de la mano mientras contemplan la retransmisión televisiva de un concierto de Renato Zero, que canta su cursi “I migliori anni della nostra vita”. El instante produce escalofríos, remarcado por las líneas de diálogo inmediatamente anteriores. Mejor aún: la auténtica magia se genera cuando, en conversación telefónica con su esposa, Andreotti solicita de pronto a ésta, aviesamente, que pronuncie varias palabras que ponen de relieve el gangoso acento de ella, común en algunas zonas del norte de Italia. La perversión que se sugiere en esta brevísima fracción de una secuencia nos enfrenta, por primera y única vez en la película, a un ser humano en lugar de a un clown, y precisamente por eso se genera una tensión que debería haberse mantenido durante todo el resto de esta película un poco demasiado cínica, un poco demasiado estridente para lograr la auténtica inquietud del espectador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario