Por si no ha quedado claro hasta ahora: al igual que el resto de la gente, yo también tengo mis obsesiones. Una de las que me han acompañado desde la primera adolescencia (creo haberlo mencionado ya con anterioridad) es la de Buñuel, el hombre y su obra. Nunca me canso de ver sus películas, ni de hablar sobre ellas. Considero que se trata en todo caso de un tema inagotable, por mucho que él mismo, durante toda su vida, se encargara de boicotear de manera sistemática todo esfuerzo analítico de los críticos y demás expertos oficialmente autorizados. Por otra parte, como ya indiqué en una entrada anterior, soy de la opinión de que nada se ha escrito sobre él que tenga la profundidad y la belleza de su propia autobiografía, titulada “Mi último suspiro”, así que me abstendré de empeñarme en una disección exhaustiva sobre su complejo cine, poético y áspero a partes iguales.
Quisiera, sin embargo, dedicar unas líneas a algo bastante más superficial. Me gustaría realizar un ejercicio poco frecuente, consistente en recordar la extraordinaria elegancia estética de una de sus obras, una de las más conocidas y económicamente rentables de todas las que dirigió. Hablo de la francesa “Belle de Jour” (1967). Basada en una escandalosa novelita del mismo título escrita por Joseph Kessel, esta película contaba la historia de una joven burguesa que, como consecuencia de un trauma infantil, era incapaz de mantener relaciones sexuales con un marido cortés y apuesto pero se entregaba con gusto a una actividad clandestina como puta en un burdel doméstico, liándose además con un desaliñado criminal de poca monta. La historia en sí no era gran cosa, y su morbo ha sido casi completamente neutralizado por el paso del tiempo. A cambio, se mantienen intactas otras virtudes como la implacable línea narrativa, la perfección de la puesta en escena o el excelente trabajo de los actores, en especial Catherine Deneuve, inmejorable protagonista, así como Michel Piccoli, Geneviève Page y Pierre Clementi, respectivamente el cínico voyeur Husson, la dueña del burdel y el amante hampón.
Para cualquiera que haya visto esta película (y casi todas sus mejores obras, en realidad), ha de resultar incomprensible que se haya acusado a menudo a Buñuel de chapucero en lo puramente visual. Cosa distinta es su aversión a la belleza vacía y gratuita, a una simple exhibición decorativa a la que jamás cedió. No tengo reparo en afirmar que, bajo mi criterio, “Belle de Jour” es la película visualmente más refinada y elegante que se ha hecho nunca, y eso incluye a verdaderos maestros como Ophüls, Visconti, Oliveira o Demy. Desde la primera secuencia -un carruaje que recorre un parque otoñal- uno se siente admirado por la discreta sofisticación de sus imágenes, obra del magnífico director de fotografía Sacha Vierny, que había trabajado en algunas de las grandes películas de Alain Resnais (otro experto en la materia) y que más tarde sería responsable del abigarrado look pictórico que haría famoso a Peter Greenaway. El trabajo de iluminación resulta especialmente poderoso en los interiores, donde captura a la perfección el lujo infaliblemente francés del hogar de los protagonistas o el acogedor, ordenado ambiente de la casa de citas. La escena de la mansión del necrófilo, en la que Deneuve aparece desnuda y envuelta en un largo velo negro, es otro de los momentos cumbre. La cámara se mueve con seguridad y sutileza en todos estos ambientes, retratándolos con precisión ajena a toda voluntad demostrativa. El montaje responde también a esta implacable ley de la eficiencia: máxima expresividad a costa del mínimo empleo de recursos. Por todo ello, y habiendo renunciado al uso de la música en sus películas, Buñuel utiliza el movimiento de los actores dentro del plano para construir el ritmo interno de cada secuencia, a veces con efectos casi hipnóticos. Jean Sorel (que interpreta al sufrido esposo) muestra maneras de irresistible golden boy, Michel Piccoli se mueve con la elegancia amenazadora de un felino, y el envaramiento de Pierre Clementi aporta un lustre de patética dignidad a su personaje, mientras que los gestos de Catherine Deneuve remiten tanto a la pobre niñita perdida como a la dama de elevada posición.
En este sentido, y acorde con la conocida alergia anti-psicológica de Buñuel, el complicado personaje de Séverine Sérizy (Catherine Deneuve) está construido de fuera hacia adentro, resultando fundamental en ello la labor de vestuario, maquillaje y peluquería. Al mismo tiempo atemporal e inequívocamente vinculada a su época, la imagen de Séverine se parece a lo que podría concebir alguien que, dotado de un acusadísimo gusto estético, pretendiera hoy en día reproducir la esencia del estilo femenino burgués de los años sesenta del pasado siglo. La indumentaria era obra nada menos que de Yves Saint-Laurent: memorable. Un traje de chaqueta burdeos, un abrigo negro de charol a juego con un bonete del mismo color, un camisero beige, un severo vestido cóctel con grandes puños y cuellos blancos, son algunos de los hitos en este ámbito, que definen al personaje y el momento que atraviesa en cada caso con mucha más originalidad y exactitud de lo que podrían soñar todos los esforzados caracterizadores del Hollywood actual. Y jamás he podido borrar de mi mente aquel plano en el que los pies de Pierre Clementi, con sus calcetines agujereados, se instalan sobre los de Catherine Deneuve, que visten unos suntuosos zapatos de grandes hebillas plateadas. Años después de mi primer encuentro con esta imagen supe que aquellos zapatos habían sido creados para la ocasión por el gran Roger Vivier, y que aún hoy en día constituyen un icono de la moda, codiciadísimos por toda fashion victim que se precie. Hace unos meses, tuve la oportunidad de verlos en vivo en su versión masculina en un excéntrico homenaje rendido por Saint-Laurent, cuando nos los presentó a mis acompañantes y a mí Frank, encargado de la tienda del modisto francés en Faubourg Saint Honoré, como uno de los tesoros de la colección. Algo tan exquisito como difícil de asumir en un pie masculino, dicho sea de paso.
No es el calzado de Vivier el único de los objetos que causan una rara fascinación de entre todos los que aparece en la película. El fetichismo, bastante habitual en la obra buñueliana, toma aquí la forma de unas raídas botas que Clementi apoya en su espalda, una silla de ruedas abandonada en plena calle, unas copas en las que se vierte aguardiente de cerezas, una maleta forrada en moaré mostaza y ocupada por el inquietante instrumental para el rito masoquista, un gran ramo de lirios funerarios, unos delicados cascabeles sostenidos con la punta de los dedos, y el más conocido de todos, una cajita que zumba y cuyo contenido provoca reacciones contrapuestas, pero que el espectador jamás llega a ver.
Como he indicado al principio, ésta es una manera decididamente epidérmica de enfocar una aproximación a “Belle de Jour”, película bastante rica en contenido y calidad expresiva. Sin embargo, no creo que se trate de un análisis banal: toda esta elegancia de lo puramente visual desplegada secuencia tras secuencia no ocupa jamás el primer plano en la percepción del espectador, pues Buñuel se guardó siempre de que la belleza de sus imágenes resultara evidente y construída. Revisar “Belle de Jour” constituye un placer que puede disfrutarse desde cualquiera de sus múltiples facetas: una vez exprimidas todas las que la convierten en una gran película, no es mala opción entretenerse con las que hacen de ella, además, un objeto bello y cautivador.
1 comentario:
Cuando te hice el anterior comentario, no había leído esto...el libro en cuestión, también hace enfásis en Belle de Jour. Cuestiones del azar diría Buñuel. Saludos
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