lunes, 23 de febrero de 2009

Carnaval y moda en Madrid





Sinfonía en rojo y amarillo. Poco que ver entre una imagen y otra, aparte del cromatismo


Carnaval y moda. A menudo resultan indistinguibles, según las crónicas sobre el pasado viernes en la pasarela Cibeles (Madrid Fashion Week): el artículo de Eugenia de la Torriente para El País (extraordinaria periodista de moda: la que mejor y con más sensatez escribe sobre este tema en España, a años luz del resto) no dejaba títere con cabeza. En fin, yo tenía otras ocupaciones, así que no vi estos desfiles en directo. Y de la pasarela ya hablaré más adelante.



Vamos por partes, pues. La parte del carnaval la ponía básicamente la fiesta de disfraces del Círculo de Bellas Artes, clásico madrileño donde los haya, este año bajo el lema “La bolsa o la vida”. Estuve a punto de no asistir, pero a última hora me dio pena romper la tradición (aunque en mi caso sea bastante reciente), y compré al fin mi entrada a mediados de la semana pasada. De manera que el sábado por la noche me puse un disfraz elegante y misterioso (como me gustaría pensar que soy yo) y acudí a la puerta del Círculo. Llegué bastante tarde, pasadas las dos de la mañana, que suele ser el momento de máximo esplendor de la fiesta. A medida que subía las escaleras de mármol del edificio, me extrañó no encontrarme con la habitual corriente humana de doble dirección, el paseíllo en el que todo el mundo se observa, hace la ficha y evalúa sus opciones de seducción. En lugar de eso, unos pocos grupos de gente que subía o bajaba. Aquello ofrecía un aspecto algo desangelado. No es que me encanten las aglomeraciones, más bien al contrario, pero cuando se va a la fiesta de carnaval del Círculo uno espera encontrar un cierto ambientillo festivo que está indisociablemente ligado a la relativa multitud.


Casi todo el mundo se había concentrado en la sala de baile de la cuarta planta, donde las imágenes que se proyectaban sobre grandes pantallas blancas complementaban el trabajo de los DJs. Todo el resto de salones habilitados para la fiesta estaban casi vacíos, incluida la gran pista del piso inferior, donde unos pocos bailaban desganadamente. Lo pasé bien a pesar de todo, gracias más que nada a los amigos que me acompañaban. El ganador del concurso de disfraces, justamente, fue un tipo que se había vestido de gigantesca etiqueta de Zara. Muy ad hoc. Me temo que si de algún modo será recordada esta edición (de llegar a serlo) será como “la fiesta de la crisis”. Un poco inquietante, todo.



Como los peores momentos de la pasarela Cibeles parecían haber pasado ya, al día siguiente pude disfrutar de una jornada de moda pura, no contaminada por lo carnavalesco. Fue, una vez más, el momento de Miriam Ocariz. Alguien me había soplado que esta vez iba a presenciar una colección más sobria y posibilista que otras anteriores: una vez más, mandan los tiempos de crisis. Y sí es cierto que no había mucho espacio para la extravagancia en el último trabajo de Ocariz. Sin embargo, por algún motivo este desfile es el que más me ha emocionado desde el primero suyo que presencié en vivo, hace un par de años. Creo que esto se debe a que la depuración de líneas en muchas de las prendas, el juego conceptual de los colores planos, resaltaba más que nunca el evidente amor por el trabajo bien hecho de la diseñadora. Y que unas prendas de ropa sean capaces de sugerir sentimientos (amor, en este caso) siempre tiene algo de milagroso, y por tanto de emocionante. De todos modos, no se renunciaba al guiño y al ingenio: impresionante la creatividad que permite seguir ideando soluciones nuevas para los lazos una colección tras otra, sin resultar nunca banal (un lazo-polisón, que debería ser el colmo de lo superfluo, aquí no lo era en absoluto, sino que por algún motivo parecía lleno de sentido). El rojo sangre y el amarillo mostaza, juntos o combinados con negro o blanco, estaban llenos de vida y de furia. Abrigos extraordinariamente bien patronados, vestidos de noche con estampados a base de fotografías de perlas, y una soberbia batería de complementos confeccionados para la diseñadora por Farrutx. Aplaudí entusiasmado al final. Había dormido más bien poco la noche anterior, pero aquello había bastado para cargarme las pilas.


Por la noche, cena y copa en inmejorable compañía. Llegué a casa destrozado, así que renuncié de inmediato a mi ingenuo plan de tragarme la retransmisión de los Oscar. No llegué despierto ni a la entrega del primer premio, el que como todo el mundo sabe ya se llevó Penélope Cruz. Decir que era merecido es poco. Con su trabajo en “Vicky Christina Barcelona” consigue algo que creo recordar que es la única vez que he visto en un cine comercial, y es que los espectadores saluden con constantes exclamaciones de incredulidad y deleite cada una de las frases y apariciones de un intérprete. Aquel día en los Renoir Princesa de Madrid, juro que se creó en la sala un clima que por lo general sólo es posible (aunque sumamente raro) en el mejor teatro cómico, cuando un actor superdotado logra eso que se llama meterse al público en el bolsillo, haciendo que coma de su mano. Sobre el resto de los premios de interpretación tengo más pegas: las de Winslet y Penn me parecen dos interpretaciones típicas de lo que suele consagrarse la academia americana (aunque a mí no me impresionaron en absoluto), mientras que la de Heath Ledger directamente la encontré insufrible. Pero en fin, se supone que cada uno sabe qué criterio lo guía a la hora de decidir a quién concede sus premios, así que no me siento particularmente implicado en todo esto. Ni siquiera me ofende mucho que la principal ganadora de este año (auténtico aluvión de eunucos dorados) haya sido una cosita abominable que convierte en espectáculo (feo) la miseria y el horror auténticos. Lo mejor de todo: las extrañísimas presentaciones de los protagonistas nominados a cargo de ganadores de ediciones anteriores. Casi todos estaban muy rígidos, o bien como drogados: Marion Cotillard hablaba sobre Kate Winslet como si alguien le hubiera echado unos polvos de dudosa procedencia en el dry martini del aperitivo. ¿Y qué decir de Sophia Loren, piel embalsamada, brazo en jarras, cantando las excelencias de Meryl Streep? Eso sí que es un show en sí mismo. Sólo que demasiado real para que también nos parezca carnavalesco.

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