jueves, 1 de enero de 2009

La France (I)

Bollería fina: Croissants au beurre, pains aux raisins, pains au chocolat...


Como indicaba hace un par de días, doy la bienvenida al año nuevo desde la magnífica ciudad francesa de Burdeos. Imagino que no hace falta ser muy observador para darse cuenta de que soy muy francófilo: sólo el título de este blog ya resulta bastante revelador. Sé que esto está muy mal visto, no sólo en España (aunque aquí especialmente), sino en un montón de países más. Pero me da igual: cada uno tiene sus perversiones y yo estoy encantado con la mía, cuyos orígenes y desarrollo procederé a explicar en las próximas líneas.


Hasta su jubilación, mi padre desempeñó un puesto de cierta responsabilidad en una multinacional francesa. A consecuencia de ello, cuando yo era niño, él solía pasar varios días al mes en París, y nos contaba aventuras que a mí me parecían bastante suculentas, como aquélla en la que conseguía a golpe de billetazo que el acomodador del Folies Bergère (¿o del Crazy Horse?) lo situara, a él y a todo su grupo, en una mesita privilegiada de las primeras filas. En aquella época, imaginarme a mi padre sobornando a un tío para que lo colocara en primera línea de playa en un espectáculo de pilinguis emplumadas que (como todo el mundo sabía) enseñaban las tetas, me parecía lo más. En Bilbao, en cuanto a show business, mi padre a lo máximo que llegaba era a llevarnos a mi hermano y a mí a los reestrenos de Walt Disney en el ya desaparecido cine Trueba. Francia debía de ser un sitio muy guay, si provocaba en él semejante comportamiento de magnate en un saloon del Oeste. Mis sospechas fueron confirmándose cuando empezamos a realizar excursiones familiares a Biarritz un par de veces al año: a la vuelta, llevábamos las manos y los bolsillos llenos de los juguetes más exóticos que podíamos imaginar, juguetes que en España no existían, de los que mi favorito era una pasta de olor penetrante y sospechoso (seguro que era mortalmente tóxica, y que la prohibirían poco después) con la que se podían hinchar unas pompas gigantescas, parecidas a los globos de chicle, pero mucho más voluminosas y duraderas.

Un verano, ya con quince años, me compré el primer número de los Cahiers du Cinéma desde la época de Buñuel cuya portada estaba dedicada en exclusiva a un director español (adivinad cuál). Me parecía que aquella revista histórica debía tenerla sin discusión, y que yo no conociera el idioma constituía un detalle por completo irrelevante. Así que la conseguí en uno de los pocos kioscos de mi ciudad natal que vendían prensa extranjera, para leerla con la ayuda de un diccionario. Como siempre he sido muy impaciente, no pude evitar sentirme algo frustrado por la lentitud y las constantes interrupciones del proceso. Entonces decidí que aquello no volvería a ocurrir, porque iba a aprender francés justo a la vuelta de las vacaciones.


Bueno, salvando las primeras aproximaciones infantiles, aquel número de los Cahiers du Cinéma inició mi historia de amor con Francia. Tres años más tarde hablaba un francés bastante decente, los Cahiers los compraba sin falta cada mes, me había tragado casi todo Truffaut y mucho Renoir, había leído varias veces Madame Bovary, y estaba a punto de ser deslumbrado por los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” de Proust, aún hoy mi obra literaria favorita de todos los tiempos. Ya estaba rabiosamente enamorado del país que comienza en los Pirineos, y eso que apenas había estado en él: algunas visitas breves a Las Landas, o al país vasco-francés, y eso era todo. Todo el mundo se pitorreaba de mí. Los que iban de entendidos aseguraban que los franceses en general podían tener un pase, pero que, eso sí, en París la gente era una ordinaria y una borde. “Si le preguntas a alguien que encuentres por la calle por una dirección, no te harán ni caso”, afirmaban. En realidad, eso es lo que con toda probabilidad le habría ocurrido a un extranjero que en el Bilbao pre-Guggenheim hubiera tenido la pretensión de obtener cualquier información de un ciudadano local.


Ocurrió que, para continuar la tradición familiar, yo mismo tuve que viajar a París por motivos laborales en mis años como consultor (ya he prometido alguna vez que hablaré de esa época, y lo haré). Y aquello me reafirmó en mi pasión. Lo bueno comenzaba ya con el desayuno. ¡Qué maravilla, levantarme por la mañana con la expectativa de comerme uno de aquellos croissants! Pobres españoles, que se llevan a la boca un seco y pringoso pedazo de hojaldre y creen que lo que mastican es un croissant… Yo desayunaba cada día un par de piezas de bollería camino del trabajo (los pains au chocolat, o los chaussons aux pommes tampoco están nada mal), y sólo con eso era feliz. En el cliente -una caja de ahorros con una clientela de perfil patrimonial medio-alto- eran bastante amables conmigo, aunque todo el mundo tenía aquel espíritu, aquella energía un poco displicente e irónica que me fascinaba: ¡había que ser como ellos a toda costa! Me pareció que me respetaban, y casi nunca hubo problemas de comunicación entre nosotros, a pesar de que al principio mi francés no me parecía lo bastante bueno como para liderar reuniones con contenidos técnicos referidos a finanzas, riesgo de crédito y regulación normativa. Sobre todo, lo que comprobé era que si yo me dirigía a un peatón cualquiera para preguntarle cómo llegar a tal o cuál sitio, con mi evidente acento epañol, me respondían con toda normalidad. Entraba en una tienda, y lo primero que oía era un cantarín “bonjour”. Había cientos de brasseries donde se podía comer maravillosamente: confit de pato, y ensaladas de todo tipo, y ostras a tutiplén, y raya con vinagreta de frambuesas, y gigot d’agneau, y el plato de lentejas más delicioso que he probado jamás. Una cartelera cinematográfica de auténtica envidia, unas fabulosas terrazas que en el crudo invierno seguían funcionando gracias al uso de calefactores, y la soberbia arquitectura de algunos barrios hacían el resto. Desde entonces, he vuelto a París al menos una vez al año. Allí vive un gran amigo mío, una persona extraordinaria por la que siento un especial cariño, y tengo también otros amables conocidos, que llegado el caso han sido los anfitriones más generosos y acogedores del mundo. En tal sentido, debo señalar que este mismo año que está terminando lo inauguré en París, en la casa de un matrimonio franco-japonés, con una extraordinaria comida de Año Nuevo, comida que comenzó con unos simples rábanos y alcaparras crudos y terminó con (abundante) armagnac, y el conjunto de la cual resultó de una sofisticación totalmente carente de pretensiones que me dejó pasmado.


Tengo también la suerte de que otros amigos (éstos españoles) poseen una casita con jardín en la región de Béarn, a la que me han invitado varias veces. En esas ocasiones, durante todo el tiempo que transcurre desde que puedo divisar la frontera francesa hasta que tomo conciencia de que va siendo hora de regresar a casa, me siento como borracho de paz y armonía. Hay drogas que me hacen menos efecto que la expectativa de pasar un fin de semana en el sur de Francia. Este último verano había sido la última vez que he podido visitar mi país favorito, y de eso hacía ya demasiado tiempo. Se imponía el regreso aprovechando las vacaciones navideñas, de eso no había ninguna duda.


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