
jueves, 26 de febrero de 2009
Más sobre los Oscars

lunes, 23 de febrero de 2009
Carnaval y moda en Madrid

Carnaval y moda. A menudo resultan indistinguibles, según las crónicas sobre el pasado viernes en la pasarela Cibeles (Madrid Fashion Week): el artículo de Eugenia de la Torriente para El País (extraordinaria periodista de moda: la que mejor y con más sensatez escribe sobre este tema en España, a años luz del resto) no dejaba títere con cabeza. En fin, yo tenía otras ocupaciones, así que no vi estos desfiles en directo. Y de la pasarela ya hablaré más adelante.
Como los peores momentos de la pasarela Cibeles parecían haber pasado ya, al día siguiente pude disfrutar de una jornada de moda pura, no contaminada por lo carnavalesco. Fue, una vez más, el momento de Miriam Ocariz. Alguien me había soplado que esta vez iba a presenciar una colección más sobria y posibilista que otras anteriores: una vez más, mandan los tiempos de crisis. Y sí es cierto que no había mucho espacio para la extravagancia en el último trabajo de Ocariz. Sin embargo, por algún motivo este desfile es el que más me ha emocionado desde el primero suyo que presencié en vivo, hace un par de años. Creo que esto se debe a que la depuración de líneas en muchas de las prendas, el juego conceptual de los colores planos, resaltaba más que nunca el evidente amor por el trabajo bien hecho de la diseñadora. Y que unas prendas de ropa sean capaces de sugerir sentimientos (amor, en este caso) siempre tiene algo de milagroso, y por tanto de emocionante. De todos modos, no se renunciaba al guiño y al ingenio: impresionante la creatividad que permite seguir ideando soluciones nuevas para los lazos una colección tras otra, sin resultar nunca banal (un lazo-polisón, que debería ser el colmo de lo superfluo, aquí no lo era en absoluto, sino que por algún motivo parecía lleno de sentido). El rojo sangre y el amarillo mostaza, juntos o combinados con negro o blanco, estaban llenos de vida y de furia. Abrigos extraordinariamente bien patronados, vestidos de noche con estampados a base de fotografías de perlas, y una soberbia batería de complementos confeccionados para la diseñadora por Farrutx. Aplaudí entusiasmado al final. Había dormido más bien poco la noche anterior, pero aquello había bastado para cargarme las pilas.
domingo, 22 de febrero de 2009
The Reader
Repasemos: “Billy Elliot” (“¡Quiero bailaaaar!”) me produjo el mismo aburrimiento irritado que me generan casi todas las comedias británicas de los últimos tiempos. Blanda, cursilona, falsamente social, me provocó tras verla la sensación de haber perdido el tiempo. En cuanto a “Las horas”, encuentro a esta película pegas bastante más serias. De una pedantería y una pomposidad insufribles (pomposidad que, todo hay que decirlo, sólo reproducía fielmente la que ya contenía su fuente original, una novela de Michael Cunningham), y con un dudoso trasfondo sobre mujeres culpables y mártires, ofrecía a sus estelares protagonistas la oportunidad de hacer el numerito interpretativo con estupendos réditos: sin ir más lejos, la Kidman recogió un Oscar que en realidad había sido concedido a la nariz postiza que se había implantado para la ocasión.
En “The Reader” vuelve a estar presente la pedantería formal, desde luego, aunque da la impresión de haberse controlado un poco, o quizá es sólo que se ve en parte redimida por el verdadero interés de la historia, que no llega a aniquilarse del todo. Por lo demás, todo resulta terriblemente demostrativo. Como ocurría en “Las horas”, la sobreutilización de la banda sonora llega hasta extremos casi de parodia. En este sentido, aprovecho para contar que una de las consecuencias de los problemas de producción que ha habido con la película (motivados, según parece, por la extraordinaria prisa que tenían los productores por terminarla y presentarla a los Oscars 2008) ha consistido en el despido del compositor originalmente contratado, Alberto Iglesias, y su sustitución en los últimos días del proceso creativo (y en los títulos de crédito) por un jovencito de 27 años discípulo de Philip Glass, llamado Nico Muhly. La música posee en realidad el característico e inconfundible sello de los últimos trabajos de Iglesias, y resulta algo invasiva y de una impecable frialdad. El modo en que es utilizada es sólo una de las consecuencias de la fatal tendencia al subrayado de Daldry, cuya nula sutileza le impide ser un buen director. Otro ejemplo: el modo en que se explica cómo el joven protagonista, durante un momento crucial del proceso judicial, comprende una información que el espectador medianamente avispado ya dedujo hace tiempo. El recurso a la repetición de ciertos planos vistos con anterioridad, y ahora insertados pesadamente en la acción a modo de flashbacks, resulta de una vulgaridad ligeramente ingenua. Otro más: la primera comida familiar después de que el chico pierda su virginidad, que incide con sonrojante machaconería en transmitir una idea ya de por sí bastante trivial.
En cuanto a la interpretación, resulta unánimemente buena, salvo por lo que respecta a un marciano Bruno Ganz. Habiendo elegido en su mayor parte actores germanohablantes para integrar el reparto, el director obliga asimismo a Kate Winslet a pronunciar sus líneas con un ligero acento alemán. Absurda elección, por cierto: personalmente, puedo tragar con la convención de que unos personajes que se supone alemanes hablen entre sí en inglés, como lleva haciéndose en Hollywood toda la vida, a condición de que se expresen con un acento lo más neutro posible. Más aún cuando, por ejemplo, el nombre del protagonista (Michael) es en todo momento pronunciado a la inglesa (Máicol) en lugar de a la alemana (Míjel), y los títulos de los libros aparecen en sus cantos escritos en inglés. En fin, gracias al mencionado acento y a varias capas de maquillaje para las secuencias finales, Winslet acaba de conseguir un Oscar que la certifica como Sucesora Oficial De La Streep.
“The Reader” no me ofendió. Diría incluso que en algunas ocasiones, sobre todo en su primera mitad, llegó a interesarme más de lo que había previsto. Ahora bien, no sentí ninguna vinculación emocional con ella, ni siquiera en su mejor secuencia de diálogo, que es la que se concede a una espléndida Lena Olin. Ella es también, por cierto, la mejor intérprete de la cinta.
jueves, 19 de febrero de 2009
Arte en Madrid

Mi primer contacto con la feria tuvo lugar el jueves por la tarde. Rápido repaso (unas tres horas) por las galerías y artistas españoles. Tenía deberes que hacer: al día siguiente debía guiar por los stands a un grupo de veinte coleccionistas parisinos en expedición cultural a Madrid. Al parecer estaban particularmente interesados en el joven arte español. Y, como me gusta llevar a cabo las misiones que me encomiendan con el mayor nivel de calidad posible, me preparé el recorrido a conciencia. Al día siguiente, nada más salir del trabajo y sin haber comido más que un bocadillo, salí de nuevo pitando para Ifema y me reuní con el grupo a la entrada de la sala VIP.
Podría decir que resultó complicadísimo hacer de guía para estas personas, que me volvieron loco con sus caprichos y exigencias, y quedaría como un mártir de la causa (artística). Pero también estaría mintiendo. Los veinte coleccionistas franceses, la mayor parte de mediana edad, no podían ser más receptivos, amables y educados. Se mostraron interesados por todo lo que les fui mostrando, especialmente por las fotos de Miguel Angel Gaüeca (les intrigaron sus últimas fotos, espléndidas), Eduardo Sourrouille (se apresuraron a pedir precios) y Alberto García-Alix (“Ah, voilà la movida. Mais c'est ça, l’Espagne!”), realizaron preguntas de lo más oportunas, y en general me siguieron obedientemente de stand en stand por los pasillos de la feria. Otras piezas que me habían gustado y que les mostré: varios de los tesoros de la galería Espacio Mínimo, los grabados de Jon Mikel Euba en Soledad Lorenzo, Cristina Iglesias y Juan Muñoz en Pepe Cobo, Pierre Gonnord en Juana de Aizpuru o Neil Hamon en Fúcares. Isabelle y Éric, responsables y organizadores del evento, estaban presentes para orientar al grupo y facilitarme las cosas, que como digo ya eran sencillas de todos modos. Terminada la visita, me despedí del grupo y seguí viendo obras por aquí y por allá. Maravillosas las piezas de Louise Bourgeois, por cierto.
El fin de semana decidí que ya estaba bien de feria por este año. Sin embargo no había ajustado mis cuentas con el arte, y me quedaban deberes pendientes. Así que el mediodía del sábado lo dediqué a visitar la exposición de Aitor Saraiba en La Fresh Gallery. Como ya expliqué en un texto de la semana pasada, acudí a la inauguración de la expo, pero me resultó imposible ver nada debido a la masiva afluencia de público. Esta vez sólo estaban por allí el propio artista y uno de los propietarios de la galería, así que pude disfrutar con tranquilidad del sencillo y agradable trabajo de Saraiba. Después fui al Reina Sofía para ver (a buenas horas) la exposición de García-Alix, que me gustó bastante, aunque sin entusiasmos. Siempre en el MNCARS, la expo de Zoe Leonard (sobre la que también he escrito anteriormente) volvió a parecerme muy interesante. Y me alegré de descubrir a Deimantas Narkevičius, artista lituano al que no conocía en absoluto y cuyos vídeos encontré de un raro nervio poético.
En fin, eso es todo por lo que se refiere al arte. Sobre las fiestas, el Cock y demás no menciono nada, porque no es el lugar apropiado, y además como he afirmado ya en ocasiones anteriores, creo firmemente que siempre se debe dejar un espacio para el misterio.
lunes, 16 de febrero de 2009
Una cuestión de moral (y 2)


Rivette es uno de los directores de la nouvelle vague francesa, que en el momento cumbre del movimiento no disfrutó del reconocimiento internacional y de la difusión de Truffaut, Godard o Chabrol. Sin embargo, sus películas, que combinaban un absoluto rigor estético con cierta fantasía y excentricidad conceptual, son apasionantes: “Paris nous appartient”, “Céline et Julie vont en bateau”, “Duelle”… En épocas más recientes, Rivette fue el autor de la magistral “La bella mentirosa” (una de mis películas favoritas de los años 90), “¡Vete a saber!” o “La duquesa de Langeais”, su último (y estupendo) estreno. Mucho antes de todo eso, Rivette fue crítico en la revista “Cahiers du Cinéma”, donde expresaba sus opiniones algo intransigentes, basadas en un firme concepto de lo que el cine debía y no debía ser, y sobre todo de lo que debía permitirse a sí mismo.
Continuemos: por otro lado estaba Gillo Pontecorvo, prometedor cineasta italiano en los 60 que quedó en eso, una promesa, por mucho que le fuera otorgada el León de Oro de Venecia en 1966 con “La batalla de Argel”. Después no hizo nada digno de mención, como no sea la lamentable “Queimada” con Marlon Brando, y una improbable crónica del asesinato de Carrero Blanco por ETA en “Operación Ogro”, donde uno de los terroristas era José Sacristán. Antes aún que eso, en 1959, había dirigido una peliculita llamada “Kapò”, ambientada en un campo de concentración nazi. “Kapò” fue mayoritariamente considerada una película de denuncia de los crímenes nazis, y como tal fue alabada, y ganó premios, y estuvo incluso nominada al Oscar como mejor película extranjera, pero provocó las iras de Jacques Rivette que, en su faceta como crítico cinematográfico, escribió para los Cahiers un artículo que tituló nada menos que “De la abyección”. En él, se acusaba a Pontecorvo de ser despreciable, moralmente repulsivo… cuando se suponía que lo único que había ejecutado era el enésimo canto contra el horror de los campos de exterminio alemanes. El agudo ojo de Rivette se había posado en un plano concreto, un plano cuya concepción le había bastado para reprobar duramente la catadura del director. En aquel plano, una de las reclusas, interpretada por Emmanuelle Riva, se suicidaba agarrándose desesperadamente a la valla electrificada del campo: la cámara ejecutaba entonces un brevísimo, discreto movimiento de travelling (para los no iniciados, en un travelling la cámara se desliza a lo largo de unos raíles instalados en el suelo), de manera que el cadáver quedaba artísticamente colocado en la composición final del plano. He aquí lo que escribió Rivette: “Observen en Kapo el plano en que Emmanuelle Riva se suicida arrojándose sobre los alambres de púa electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia adelante para encuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio”. ¡Guau! ¿No sería maravilloso encontrarnos algo así, escrito en alguna de las revistas o suplementos culturales de hoy en día? Me temo que tendremos que conformarnos con seguir soñando.
Una cuestión de moral
jueves, 12 de febrero de 2009
Saraiba en La Fresh
martes, 10 de febrero de 2009
Un altar para el misterio
Hay muchas cosas en ella que me gustan: la estructura narrativa, que remite a la mencionada novela picaresca, pero también a “El manuscrito encontrado en Zaragoza”, hermosa novela de Jan Potocki. La elegancia con que está rodada, elegancia nada exhibicionista que genera una irresistible apariencia de ligereza. Su sentido del humor, cercano al dadaísmo. Su asombrosa erudición, que en ocasiones adquiere un espíritu didáctico en absoluto irritante. Y, sobre todo, su enorme creatividad, y la libertad que irradia. Contiene hallazgos extraordinarios que operan como joyitas incrustadas en el armazón general, representadas casi siempre por detalles nimios: después de una secuencia imaginada en la que fusilan al Papa (instante cuya escenificación hoy no impacta tanto como debió de hacerlo hace cuarenta años), uno de los asistentes al festival católico al aire libre afirma haber escuchado un ruido como de disparo. A su lado, alguien reconoce que estaba imaginando cómo el Santo Padre era fusilado. Es decir, que la ensoñación traspasa sus propios contornos para contaminar la realidad a través del sonido. Idea excéntrica y prodigiosa que el espectador, sin embargo, acepta como algo natural en el contexto en que se produce.
En otro momento se pronuncia una de las líneas de diálogo más geniales del cine de Buñuel, frase que sin duda procede del pensamiento mismo del director. Cito de memoria y podría por tanto equivocarme, pero es algo así como “Mi odio por la ciencia y la tecnología me acabarán llevando a esa absurda creencia en Dios”. Esta frase portentosa contiene de algún modo la verdadera idea central no sólo de esta película, sino de todo el cine de Buñuel, y quizá sea la verdadera razón de mi absoluta adoración por él. Se trata del respeto ante todo, y por encima de cualquier otro valor, al Misterio.
El misterio de la religión es constantemente cuestionado a lo largo de la película a través de las preguntas que suscitan dogmas tan inexplicables como la Santísima Trinidad, la virginidad de María, la doble naturaleza humana y divina de Cristo o la relación entre Dios y el mal del mundo. Todas las polémicas al respecto acaban resolviéndose mediante afirmaciones del estilo de la clásica “los caminos del Señor son inescrutables”. Ya está, a partir de ahí no hay nada más que añadir. Es inútil cualquier discusión: inútil, pero sobre todo inconveniente. En uno de los momentos más divertidos de la película, un razonamiento particularmente absurdo formulado a partir de dogmas reales del cristianismo es saludado por los personajes con un “sí, sí, eso es muy convincente”, sin rastro de ironía. En eso consiste la fe, a fin de cuentas, en creer algo a pies juntillas, por inadmisible que pudiera resultar para la razón. Desde luego, Buñuel se burla abiertamente de esta ausencia de sentido crítico de los creyentes, pero también admira lo que de verdad hay de admirable en todo ello, que es el Misterio. El Misterio es esencial en la vida, y aún más en el arte: ya sea en el cine, como en el resto de la actividad creativa humana. Cualquier acto que persiga deliberadamente su destrucción es, para mí, el despropósito más imperdonable que puede cometer alguien que se llama a sí mismo artista; sin embargo, aseguro que se comete muy a menudo por razones tan peregrinas y engañosas como la pretensión de hacer más “transparente” el mensaje transmitido o la historia contada espectador. Con ello, lo que se consigue es, por supuesto, infravalorar a este espectador al que en el fondo se desprecia un poco, y aniquilar cualquier rastro de poesía que pudiera haber existido en la obra.
Buñuel amaba y respetaba a su público porque amaba y respetaba el Misterio, y viceversa. Y “La vía láctea” es una obra maestra luminosa y conmovedora que ilustra a la perfección esta verdad.
domingo, 8 de febrero de 2009
Diario de una camarera

La película se basa en la novela del mismo título de Octave Mirbeau, que ya había sido adaptada previamente en Hollywood por otro gran director, Jean Renoir. Esta vez, Buñuel decidió trasladar la acción original desde finales del XIX hasta los años veinte-treinta del pasado siglo, operación que después repetiría con la “Tristana” de Benito Pérez Galdós. Buñuel había conocido bien esta época sumamente convulsa en lo político, que permitía reforzar los elementos sociales de la trama mediante la rasposa referencia al fascismo y el antisemitismo que comenzaba a instalarse con fuerza entre las clases bajas francesas. La lucha de clases se retrata de forma bastante despiadada, lo que incluye una burguesía decadente, reprimida y babosa, un lacayo corroído por el virus del fanatismo más primario y una figura central, la criada a la que hace mención al título, que aspira finalmente a integrarse en la clase social a la que está sirviendo. Todo ello con una absoluta perfección de la puesta en escena, de una precisión y una economía de medios admirable. No me refiero a que la película resulte visualmente pobre o que existan deficiencias en decorados o vestuario. Más bien al contrario: después de haber sufrido en México unas limitaciones de producción que imposibilitaban reproducir con fidelidad aceptable el lujo burgués, Buñuel se empleó a fondo en Francia a la hora de vestir los salones de los grandes pisos y casas de campo de las clases pudientes a las que retrataba, fenómeno del que éste es un caso modélico. Lo que quiero decir es que el trabajo de dirección no posee ninguna voluntad de énfasis, que cada plano contiene exactamente la información que debe, y la sucesión de todos ellos, aliada con el magnífico guión escrito junto a Jean-Claude Carrière, resulta narrativamente perfecta. Por lo demás, la dirección de actores responde también a estas premisas: no sólo por lo que respecta a Jeanne Moreau (qué delicia, verla moverse dentro de cuadro, cuánta expresividad en sus primeros planos, en sus miradas llenas de sorna, en su juego del ratón y el gato frente a los cuatro hombres que la codician), sino también en el resto de protagonistas. Destacan Michel Piccoli, Françoise Lugagne, Georges Géret y la maravillosa Muni. Entre todos conforman uno de los mejores repartos de la filmografía buñueliana.
Hace tiempo me referí a “Belle de Jour” como la película más sofisticada visualmente de la historia del cine. Pues bien, considero que “Diario de una camarera” no está muy lejos en tanto que mero regalo visual, dejando aparte sus otras virtudes. Cada detalle del vestuario, cada elemento de los decorados, cada mínimo movimiento de cámara resultan de una soberbia elegancia.
Qué gusto, enamorarse del cine de Buñuel cada vez que uno ve una de sus películas. Dos días después volví al Círculo para ver "La vía láctea". Pero esto ya lo contaré en el próximo texto.
viernes, 6 de febrero de 2009
Il Divo

Desde su propia concepción estilística, la auténtica pretensión de la película parece consistir en que el espectador se ponga nervioso. Su tono de farsa algo tremendista (Valle-Inclán meets Dario Fo) puede resultar apropiado para el tema que se trata, una vez hemos convenido que la política italiana es la vergüenza de la Europa supuestamente desarrollada. Pero la traslación cinematográfica de este punto de partida resulta casi siempre chillón y enfático, con abundancia de secuencias manidas, entre las que destaca un montaje paralelo entre la acción de un asesinato y la de una carrera de caballos a la que asiste el protagonista. Éste, caracterizado como una especie de Nosferatu de boca apretada y manos retraídas, es sólo el más extremo de los personajes que forman parte de lo que acaba convirtiéndose en una sucesión de sketches del guiñol televisivo. La puesta en escena, ampulosa y cercana a la histeria, parece soñar con Kubrick y Fellini pero queda mucho más cerca de Ken Russell. Los entornos palaciegos en los que se desenvuelven los personajes son visualmente explotados con aplicación, reservándose particular atención a las lámparas de araña que cuelgan de techos altísimos. Finalmente, persiste de todo esto una clara sensación de agotamiento.
La película consigue sus mejores momentos cuando abandona la caricatura para acercarse vagamente a la humanidad de sus retorcidos personajes. Especialmente, en las secuencias íntimas del matrimonio Andreotti, como aquélla en la que ambos se toman de la mano mientras contemplan la retransmisión televisiva de un concierto de Renato Zero, que canta su cursi “I migliori anni della nostra vita”. El instante produce escalofríos, remarcado por las líneas de diálogo inmediatamente anteriores. Mejor aún: la auténtica magia se genera cuando, en conversación telefónica con su esposa, Andreotti solicita de pronto a ésta, aviesamente, que pronuncie varias palabras que ponen de relieve el gangoso acento de ella, común en algunas zonas del norte de Italia. La perversión que se sugiere en esta brevísima fracción de una secuencia nos enfrenta, por primera y única vez en la película, a un ser humano en lugar de a un clown, y precisamente por eso se genera una tensión que debería haberse mantenido durante todo el resto de esta película un poco demasiado cínica, un poco demasiado estridente para lograr la auténtica inquietud del espectador.
martes, 3 de febrero de 2009
Me retracto

Un fin de semana
Sobre todo, las he aprovechado en profundidad. Las tres capitales vascas y varias localidades francesas, me ha dado tiempo de visitar. Hagamos un rápido resumen: el miércoles llegué a Bilbao, donde visité a mi familia. La familia bien, gracias. El jueves fui a Vitoria, pues el artista Eduardo Sourrouille ofrecía una visita guiada por su exposición “Villa Edur” en el Museo Artium a una treintena de personas. Estupenda comida en la cafetería del museo, un paseo y unas compras por la tranquila (algunos la describirían más bien como “mortuoria”) capital alavesa, y después la visita, que resultó apasionante. Como soy muy inquisitivo hice bastantes preguntas que el artista respondió con diligencia (sospecho que también, a veces, con una vaga sensación de fastidio: “ya está otra vez este pesado”), por lo que quedé más que satisfecho. Lo cierto es que la visita resultó muy sugestiva para todo el mundo, a juzgar por el interés con que los asistentes seguían las explicaciones que se les ofrecían, y por cómo observaban las piezas expuestas. Un lujo, vamos. Por la noche, vuelta a Bilbao para unos aperitivos y una cena casera.
El viernes me impuse la obligación de resarcir a Eduardo de la avalancha de preguntas del día anterior, así que lo acompañé a San Sebastián, mientras que a su vez un sol esplendente nos acompañaba a ambos en el viaje. Sin la habitual grisura que se adueña del País Vasco en esta época del año, la ciudad relucía y era un placer pasear por ella, a pesar de que sus implacables horarios comerciales (los comercios cierran a la una del mediodía) nos imponían cierta premura. La visita a Auzmendi era obligada: salimos de la tienda con unas cuantas bolsas, tras haber aprovechado a conciencia las últimas rebajas de la temporada. En un momento dado, Eduardo hizo algo sumamente representativo de su carácter: al pasar frente a un contenedor de basura, sus ojos tropezaron con un gran bolso de mano de cuero marrón que alguien había tirado. Sin más aspavientos, hizo un hueco entre los zapatos italianos y las camisas de algodón egipcio que acababa de comprarse, y recogió el hallazgo como una adquisición más de la mañana de compras. Después consideró que en realidad la bolsa no le convencía demasiado, que estaba muy gastada y además lo que parecía cuero no era más que una imitación algo burda en polipiel, así que, como quien regresa a El Corte Inglés para devolver un artículo recién adquirido y recuperar su importe, la depositó en el siguiente contenedor que nos encontramos. Me alegra comprobar que mi capacidad de asombro y fascinación por todo lo que hace este hombre jamás llega a agotarse.
Después de una soberbia comida en el restaurante Okendo (calabacines rellenos, merluza en papillote y tarta de queso casera) nos pusimos rumbo a Biarritz, donde continuaron las compras (para mí, sólo los últimos Cahiers du Cinéma) y nos encontramos con Ignacio Goitia y Oscar Achútegui. ¡Francia, por fin! Como me ocurre siempre, cruzar la frontera me llenó de sosiego y optimismo de manera automática (ver mis entradas a este blog sobre Francia). Tras las compras, tomamos un aperitivo en el Hôtel du Palais, cuyo lujoso salón de té incluye vistas al mar: las olas saltaban ante nuestros ojos como si las contempláramos desde la escotilla de un transatlántico. A media tarde volvimos a los coches para poner rumbo a Salies-de-Béarn, donde Ignacio y Oscar nos recibían una vez más en su casa, una propiedad con jardín que cada vez alberga más lámparas, y más mesitas, y más candelabros, y más bandejas de porcelana, es decir, cada vez se parece más a sus propietarios. Tras la cena en un restaurante del pueblo, con estricto horario francés, nos retiramos prudentemente con la intención de madrugar el sábado y continuar con la actividad.
Al día siguiente, desayuno con croissants y chaussons aux pommes cortesía de Ignacio. El desayuno es por fuerza uno de los mejores momentos del día en Francia, siempre que uno se deje llevar por las impresionantes especialidades de la bollería nacional. La mañana del sábado estaba bañada en una luz rosada, pálida e irreal, completamente distinta del intenso resplandor dorado que caracteriza las horas siguientes al amanecer en Madrid. Mientras viajábamos en coche hacia Pau (con escala en las naves de Emaús: a mi madre le dará algo al saber que pasé un buen par de horas rodeado de ropa de segunda o tercera mano, muebles desvencijados, pequeños electrodomésticos usados y otros depósitos de ácaros) tenía la impresión de atravesar algo así como la ensoñación resultante de una fumada de opio. Estoy seguro de que bizqueaba, y todo.
Pau es una ciudad pequeña, moderadamente mona y realmente sin gran interés, aunque resulta agradable para una visita breve. Tras las fotos de rigor ante el castillo de Enrique IV de Navarra, comimos en un pequeño restaurante: ensalada, faux-filet con tallarines, y crème brulée. Después tomamos café e infusiones en un excéntrico local cuya terraza estaba formada por unas cuantas sillas plegables de playa y mesas bajas de plástico repintadas, y con un interior forrado de papel pintado con motivos vegetales, tipo Diana Vreeland. Un paseo, más compras y regreso a Salies de Béarn, esta vez para cenar, en casa, un riquísimo bacalao al horno con patatas que cocinaron Ignacio y Oscar. Como los dos se atribuían la ejecución del plato, lo prudente es decir que el mérito correspondía a ambos. La tertulia posterior estuvo amenizada por las canciones de Barbara, de la que Ignacio es fan rendido. Su concierto en Pantin, celebrado en 1981, me generó un pequeño malestar que persistió mucho después que el DVD hubiera sido guardado nuevamente en su caja. Entre las aclamaciones y los aullidos de un público en éxtasis, la cantante mostraba al interpretar sus temas una hiperemotividad algo teatral que contrastaba con su voz cada vez más ronca, marcada por la fase inicial de su decadencia. Ignacio aprecia una particular belleza en este ejercicio. Estoy seguro de que tal belleza existe, pero a mí me causa desazón y me pone definitivamente nervioso.
El domingo dimos un paseo por los alrededores del pueblo, tipo campiña inglesa, y después nos metimos entre pecho y espalda una descomunal alubiada, a la que no le faltaba la morcilla de rigor: francesa, eso sí. Breve siesta, preparar maletas, cerrar la casa y volver a la carretera, de nuevo rumbo a Biarritz. Allí estaba pasando el fin de semana nuestro amigo Dominique, de Burdeos. Nos recibió en su casa con una merienda de té y pastelillos variados, entre los que destacaba posiblemente la mejor tarta de chocolate (densa, untuosa, de vivísimo sabor a cacao) que he probado nunca, y el dulce típico bordelés, el cannelé, crujiente en su capa exterior y jugoso por dentro. Tras despedirnos de Domi, regresamos a Bilbao con un tiempo de perros. Antes de iniciar la vuelta a Madrid, la intensa lluvia dio por terminado el fin de semana.
Sol, arte, compras, Francia, merluza, bacalao, alubias rojas, croissants, cannelés, buena música, buenas conversaciones, buenas lecturas, la mejor compañía del mundo. Imposible imaginar un fin de semana mejor. Me basta como motivación vital pensar que otros similares podrían llegar en un futuro.