jueves, 27 de mayo de 2010

Io sono l'amore


Para hablar de “Io sono l’amore”, de Luca Guadagnino, no resucitaré la vieja discusión sobre el fondo y la forma. Más que nada porque pienso que –sobre todo, en los grandes autores- la forma muchas veces constituye todo el fondo que uno necesita. Así que no creo que el problema de esta película sea que en realidad nos cuente una especie de culebrón familiar de ricos al estilo “Dinastía”, ni que su trasfondo sea aproximadamente tan leve y superficial como el de la mencionada serie televisiva de los 80. Esto, que es completamente cierto, no me parece en sí nada malo. Lo que por el contrario encuentro bastante chirriante en la película es su naturaleza de reproducción, su manierismo formal que se inspira en la ampulosidad de Visconti y en el dinamismo de Ophüls con resultados que no van mucho más allá –en los mejores casos- de la imitación aplicada. Hay también un homenaje bastante superficial a Hitchcock, con una persecución urbana que incluye insistentes planos sobre un moño con forma de caracol. Todo resulta un poco pedestre, aunque hay que admitir que casi siempre se ve con agrado, porque la iluminación, el vestuario y los decorados están elaborados o elegidos con un formidable buen gusto. Por desgracia, hay en la película momentos que nada de esto puede redimir, secuencias en los que la tendencia al subrayado y la pomposidad que muestra Guadagnino se desbocan sin remedio, como cuando Tilda Swinton poco menos que orgasmea mientras se come unos carabineros, cuando se sube a los tejados del Duomo en plan “voy a reflexionar un poco”, las escenas de sexo con insertos de polinización de flores, o el tramo final completito. Me temo que ni Ophüls, ni Visconti, ni Hitchcock de habrían permitido semejante tosquedad fanfárrica: nos encontramos más bien en el terreno de la producción norteamericana de qualité, cruzada con el europudding televisivo, terrenos ambos bastante poco estimulantes. En cuanto a todo lo que tiene que ver con el personaje de Alba Rohrwacher –la hija de la familia, que ¡caro Dio!, resulta ser lesbiana y se corta el pelo para dejarlo bien clarito-, personalmente lo encuentro de auténtica vergüenza ajena.

Podría deducirse de todo lo anterior que “Io sono l’amore” es un espanto que conviene evitar. Y no es así. Como he dicho, hay en ella demasiados toques de buen gusto como para que su contemplación no merezca la pena en algún sentido. Está también Tilda Swinton, estupenda a pesar de que al principio de la película sus diálogos en italiano suenen extraños, impersonales: pronto el oído se acostumbra, y la humanidad del personaje y la actriz emergen por encima de este detalle. A ella le corresponde, además, la mejor secuencia de la película, un momento maravilloso en la que se contempla en el espejo del baño durante y después del uso del retrete. Esta breve escena, junto con los planos iniciales de un Milán nevado (¡qué bien aparece retratada la ciudad lombarda!) ya valen por el precio de la entrada.

Por lo demás, se intuye a veces que el director prentende tímidamente lanzar algunas impresiones sobre la institución familiar y sus resortes, el deseo ilusorio de mantener una tradición que está basada en mentiras, la necesidad de autoafirmación, el poder redentor del amor, e incluso el futuro de la sociedad occidental en un mundo globalizado, pero el lado folletinesco de la historia acaba devorándolo todo, y hace falta un esfuerzo demasiado intenso para apreciar todas estas sugerencias.

En este sentido, es curioso que “Io sono l’amore” coincida en nuestras carteleras con otras tres interesantes películas que de un modo u otro tratan sobre el papel represor y omnipotente de la familia, como son “La isla interior”, de Sabroso y Ayaso, “Canino”, de Giorgos Lanthimos, y “Two Lovers”, de James Gray, sobre las que ya he hablado en este blog. Esto demuestra que la cuestión está llena de posibilidades, o al menos que seguirá fascinándonos mientras exista la institución familiar. Sin abandonar este tema, me permito recomendar un par de películas que a mí me apasionan: “La reina Margot”, de Patrice Chéreau y “Rocco y sus hermanos”, de Luchino Visconti. Ambas bastante cercanas a la sensibilidad de Guadagnino, sospecho.

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