lunes, 24 de enero de 2011

Haunted


Crítica de arte que publiqué el mes pasado:

Ya vista previamente en Nueva York, la exposición Haunted lleva al Guggenheim de Bilbao su reflexión sobre la función de ciertos medios artísticos para captar y revivir el pasado, proceso que además se retroalimenta. La muestra no carece de interés por mucho que sus cimientos conceptuales resulten discutibles.

Embrujados

“Haunted” es un término que en idioma inglés se aplica para referirse tanto a una persona que se encuentra obsesionada por una idea fija (y, generalmente, angustiosa) como a los dominios embrujados (“a haunted house” sería lo que suele traducirse como “una casa encantada”). El término sugiere, pues, la posesión de una entidad corpórea por parte de otra inmaterial, a menudo proveniente del pasado.

El adjetivo sirve también para titular la última muestra presentada por el museo Guggenheim de Bilbo, que ya pudo verse hace unos meses dentro de su hermano mayor neoyorquino. En esta “Haunted” se hace referencia al teórico factor característico de ciertas disciplinas artísticas (la fotografía, el vídeo y la performance), que además se cuentan entre las de más reciente aparición, consistente en su capacidad para registrar o invocar el pasado, haciendo frente al propio paso el tiempo. Al respecto, quizá habría mucho que hablar: no negaremos tal atributo a estas formas de expresión, pero cabe preguntarse si en el fondo no se trata de un rasgo común a cualquier tipología de arte. No olvidemos que, desde la Antigüedad, los propósitos funerarios y conmemorativos han sido inherentes a la creación artística, y que la obsesión por restituir una cierta forma de materialidad a quienes se han ido para siempre ha reivindicado su peso fundamental entre las motivaciones del arte. Y, por fin, que –remontándonos aún más lejos en el tiempo- una de las interpretaciones del arte rupestre paleolítico ya incide en su componente mágico, de canal intermedio entre la realidad inmediata y el mundo de las ideas o los recuerdos. A partir de aquí, no sería aventurado afirmar que toda la historia del arte ha pivotado sobre las pretensiones básicas de congelar el instante y operar como médium.

En cualquier caso, la muestra que nos ocupa se centra en el muy específico ámbito de la fotografía, el vídeo y la performance –aunque también comparece algún cuadro y alguna escultura- del último medio siglo. Cabe señalar además que la mayor parte de las piezas exhibidas pertenecen a la colección Guggenheim. Por otro lado, pese al plausible esfuerzo por aportar una clasificación temática que sistematice y estructure la selección canalizando el discurso central, el efecto conjunto resulta curiosamente disperso, pese a la sensación cíclica que se pretende transmitir. Así, el espectador es recibido por uno de los característicos combines de Rauschenberg, en el que se hace referencia al recientemente fallecido Merce Cunningham. El coreógrafo aparece de nuevo al final del recorrido en la pieza de Tacita Dean “Stillness”, instalación de vídeo cuyas seis pantallas con sus respectivos proyectores se apropian de una sala completa, creando un predecible y obediente efecto de clímax, cargado de connotaciones de memento mori. El trabajo de Dean opera como payoff de la exposición, que de todos modos no ahorra momentos más interesantes (y, sobre todo, más sutiles). Así, de Christian Boltanski se incluye un pequeño mausoleo representativo de su solemne trabajo sobre la pérdida, el archivo y la memoria ligado al dramático pasado reciente del pueblo judío. Los conceptos de archivo y apropiación proporcionan, en este sentido, algunos de los encuentros más agradables de la exposición, como el que tiene lugar con un Andy Warhol presente con varias piezas. En particular, su Orange Disaster #5 proporciona al apartado una idea interesante, según la cual la repetición de la imagen traumática serviría para exorcizar el horror que ésta produce, del mismo modo que la terapia de exposición sirve como tratamiento contra las fobias. El trauma ante lo indeciblemente espantoso –por supuesto, ligado a la familia, caldo de cultivo de toda neurosis- está presente en otra de las secciones más interesantes de la muestra, gracias a las piezas de Karl Haendel y a la narrativa falsamente periodística de Tracey Moffatt, y sobre todo al vídeo de Gillian Wearing, en la que la violencia presenta una desasosegante ambigüedad.

En otro orden de cosas, las fotografías de gran formato de Jeff Wall ofrecen su enfoque sobre la desolación cotidiana con tintes neorrealistas, mientras en el extremo opuesto las poéticas imágenes de Sally Mann recrean un entorno fantasmal levemente afectado. Entre ambos polos se situaría el trabajo fotográfico de Gregory Crewdson, imágenes sumamente estilizadas que inoculan un componente de surrealismo en el vulgar entorno de la clase media norteamericana, materializando así los demonios inherentes a ella. En referencia más literal al título de la exposición, se explora también la capacidad de los espacios arquitectónicos para atesorar una destilación del tiempo pasado (James Casebere) o directamente para servir como reliquias del mismo (Bernd y Hilla Becher). Asimismo, las piezas de Marina Abramoviç y Ana Mendieta aportan a este contexto la (limitada) reflexión sobre la naturaleza efímera de la performance, y la función auxiliar de la fotografía y el vídeo como medio para su documentación.

Por fin, la nostalgia irrumpe con la escultura “Blazing Saddles” de Rachel Harrison, en la que el lejano oeste es revisitado a través del filtro pop de la catódica Lucille Ball de los años 60 (I love Lucy): convencional, pero efectivo. Esa podría ser, en realidad, la consigna seguida en toda la exposición.

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