miércoles, 30 de diciembre de 2009

La Streep y el botox de Steve Martin


Admito que el caso de Meryl Streep es único, y que sólo eso tiene cierto mérito. A sus más de sesenta años, es una de las principales estrellas de cine del mundo, y no sólo por lo que se refiere a premios y prestigio: su reinado en la taquilla quizá sea, fríamente considerado, aún más indiscutible que el de una Julia Roberts. Por otra parte, todo el mundo parece adorarla: desde la señora de provincias hasta el más moderno de los jovencitos urbanos. En estas circunstancias, no me queda más remedio que asumir mi rareza: debí quedarme a finales de los años 80, cuando Streep era considerada una pesada casi con la misma unanimidad con que hoy se la venera. Pero no puedo evitar que a mí me siga cayendo un poco gorda. No me impresiona su exhibicionista aplicación interpretativa, la encuentro demasiado transparentemente técnica para resultar una comediante desenvuelta, y en el drama (que hasta hace poco era su especialidad) tiende a la afectación.

El caso es que durante la segunda mitad del año pasado la Streep triunfó con dos estrenos. El primero de ellos, “Julie & Julia”, no lo vi. El segundo, “No es tan sencillo”, lo he padecido hace poco. Comedia rutinaria, burda, demagógica y escasamente divertida, me resultó particularmente fastidiosa por tres motivos. Uno, su enésimo recurso a la gastronomía como elemento decorativo y superficial (¿qué les pasa al público y a los guionistas americanos? ¡Es la comida, eso que parecen acabar de descubrir!), empieza a aburrir. Dos, su realización plana y remilgada, totalmente ineficaz para una comedia, que requiere ritmo y, contrariamente a lo que muchos creen, un particular brío estilístico. Tres, que sus actores están bastante mal. Si Alec Baldwin al menos se salva con ciertos momentos en que se adueña de la escena, la Streep me pareció insoportable, y aún peor parado sale Steve Martin, actor al que siempre he estimado mucho, y que aquí aparece como embalsamado.

Podría pensarse que esto no se debe únicamente a los salvajes efectos del botox sobre el rostro del actor.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Cosecha de 2009


Para que después no me acusen querer mal al cine español, de sentir animadversión gratuita (de gratuita nada, en todo caso: ¡que he pagado religiosamente mis siete euros y pico de entrada para aburrirme como una ostra viendo “Agora”!) hacia la cinematografía nacional, lo diré alto y claro: de todas las películas que se han estrenado este año en nuestro país, la que más me ha gustado era española. ¿Hace falta que diga cuál es? Bueno, pues por si acaso lo diré.

Los abrazos rotos” es para mí, con diferencia, la mejor cinta de 2009. La he visto dos veces, y aún repetiría encantado antes de que llegue el 31 de diciembre. De una riqueza conceptual y una creatividad formal asombrosas, no negaré que también encuentro en ella baches y descompensaciones. “Los abrazos rotos” no es una película perfecta; es algo mucho mejor, una gran obra generosa y sincera, una cinta única que sólo un genio podría ejecutar de la forma en que se nos presenta en su configuración final.

Del mismo modo podría describir las otras dos películas que compartirían mi podio cinematográfico del año. “Tetro” de Coppola y “Malditos bastardos” de Tarantino son, cada una a su manera, empresas megalómanas y autoconscientes, llenas de excesos y carencias, pero también dos muestras puras de la genialidad y el hálito creativo de sus autores, lo que basta a mis ojos para hacerlas apasionantes.

La cosecha de este año ha sido soberbia. Me basta este trío de ases para afirmarlo con rotundidad. Si cada temporada se estrenaran tres películas como éstas, podrían llevarse tranquilamente todos los “El lector”, todos los “Revolutionary Road”, todos los “Agora” del mundo, todos esos guiones tersos y relucientes, correctamente interpretados y filmados con monería y gazmoñosa aplicación, y guardarlos en el baúl más recóndito del desván, bien preservados entre bolitas de alcanfor, porque ése es en realidad el lugar más apropiado para ellos. La sala de cine quedaría así para Almodóvar, para Coppola, para Tarantino, y para otro medio centenar de autores que, afortunadamente, aún pululan por el medio cinematográfico.

NOTA: Otras buenas películas que se han estrenado este año que termina: “Singularidades de una muchacha rubia”, de Manoel de Oliveira; “La clase”, de Laurent Cantet; “Un cuento de Navidad”, de Arnaud Desplechin; “Gran Torino”, de Clint Eastwood; “Si la cosa funciona”, de Woody Allen, y "Still Walking", de Hirozaku Kore-Eda. También nombraré aquí el “Anticristo” de Lars Von Trier, película que encuentro globalmente fallida pero tan valiente, honesta y bien filmada que no puede pasarse por alto.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Nostalgia vanguardista


Texto sobre el último trabajo de Mabi Revuelta que publiqué el pasado mes:

Mabi Revuelta presenta estos días en Bilbo un ambicioso proyecto que se materializa en una exposición, un ballet y una performance. Pródigo en referencias, “Abeceda” resulta sin embargo muy representativo sobre las inquietudes estéticas y conceptuales de la artista bilbaína.

Nostalgia vanguardista

En 1926 se publicaba en Praga la primera edición de un libro titulado “Abeceda” (“Alfabeto”). Ilustrado con veinticinco imágenes en blanco y negro elaboradas bajo la técnica del fotomontaje, incluía sendas poesías dedicadas a cada una de las letras del alfabeto latino. El autor de los textos era el poeta Vítĕstlav Nezval (1900-1958), joven autor influido por las vanguardias artísticas que comenzaban a extenderse por Europa y América. La edición y el diseño del volumen correspondía a su compañero Karel Teige, artista polifacético y dinamizador artístico que colaboró decisivamente en la difusión en Checoslovaquia de la obra de los surrealistas y constructivistas. Nezval y Teige, entre otros, habían fundado años antes un colectivo llamado Devĕtsil, que trasladaba a la realidad checa la imparable corriente de los nuevos aires artísticos. Uno de los productos más relevantes del movimiento fue el poetismo, cuyo manifiesto inaugural (1924) reivindicaba un arte gozoso, erótico y exuberante que restituyera la vitalidad perdida a un mundo que aún se recuperaba de los efectos de la Gran Guerra. La revista DeD (Revue Devĕtsilu), su principal foro de expresión, se hacía eco de las inquietudes de sus miembros, que abarcaban ámbitos como la pintura, la escultura, la poesía o el cine. De manera específica respecto a otras iniciativas similares, Devĕtsil se dedicó además a investigar las posibilidades de engendrar nuevas formas de caligrafía.

Es precisamente de esta inquietud de donde nació el proyecto “Abeceda” original, en el que fue decisiva la colaboración de la bailarina Milca Mayerova, que se encargó de idear una coreografía para cada letra y también colaboró en la edición del libro. El ballet de Mayerova, al mismo tiempo estático y vigoroso, por completo coherente con las semillas surrealistas y futuristas que habían germinado para dar lugar al poetismo, se aliaba con los cuartetos de Nezval para proporcionar una aproximación inédita a algo que hasta entonces se daba por hecho, un ámbito en teoría tan restringido y codificado como la tipografía.

La voluntad de dinamitar los cimientos de lo establecido no era nueva: hace unas semanas nos referíamos en estas páginas a “Un perro andaluz”, el monumento surrealista dirigido por Luis Buñuel, cuya primera secuencia ofrecía precisamente la imagen de una cuchilla que cortaba un ojo, para pasmo y horror del público que lo presenció por primera vez en 1929. Había en esta escena una llamada a gritos, la exigencia de una nueva mirada sobre el arte, y también sobre la vida y el mundo, a la que el grupo de los surrealistas se adhirió con entusiasmo. En esta misma sintonía, Devĕtsil dirigió parte de sus esfuerzos a idear un sistema caligráfico inédito, bajo la pretensión de reinventar la unidad mínima mediante la que se articula el lenguaje escrito, fundiendo para ello poesía, danza, fotografía y collage. Si sus objetivos quizá pecaban por exceso, resulta al mismo tiempo imposible no admirar la grandeza del empeño.

En cierto modo, lo que ocho décadas más tarde lleva a cabo Mabi Revuelta presenta similares logros y limitaciones. Su propuesta se estructura en tres pilares. En primer lugar, está la exposición que presenta la galería Vanguardia, de Bilbo, donde el espectador puede acceder a los principales productos materiales de su labor: unas instantáneas con esqueletos blancos sobre fondo negro que se disponen para formar en caligrafía perfectamente legible la palabra ABECEDA, otra fotografía de mayor formato que representa una sola de estas letras -la A- y en la que intervienen además dos mujeres vestidas de negro, un misterioso esqueleto a tamaño natural encaramado sobre unos zancos de reminiscencias niponas con un hermoso corazón negro pendiendo de su cuello, la ficha que describe parte de una coreografía, un vídeo documentando con pulcritud el proceso de confección del esqueleto. Después, tenemos la coreografía ideada por la propia Revuelta, que fue ejecutada en el teatro Arriaga en la sesión inaugural del festival de teatro y danza contemporánea BAD, y en el que se descubrían además otras referencias manejadas por su autora, como el Teatro Negro de Praga o el “Triadisches Ballett” de Oskar Schlemmer. Por último, una performance basada en dicha coreografía enlazaba los dos puntales anteriores. El resultado corre el riesgo de generar cierto desconcierto en el espectador que no posea información suficiente sobre el contexto histórico del proyecto, pero quizá sea éste el momento de reivindicar el desconcierto como uno de los efectos más legítimos y estimables a los que puede aspirar el arte.

Existen al menos tres razones para admirar este nuevo “Abeceda” de Mabi Revuelta. La primera es el escrupuloso esmero con que todo se ha materializado, esmero que resulta particularmente notorio cuando se contempla el esqueleto exhibido en Vanguardia y el vídeo (cuya estética televisiva rozaría la simpleza, pero que sin embargo resulta extrañamente hipnótico) que muestra su elaboración. La segunda es el riesgo asumido por la bilbaína, que sólo puede proceder del inconformismo y la inquietud por explorar nuevos ámbitos y canales expresivos (recordemos la reciente “A day at the races”, también de Revuelta, y también revisada el año pasado en estas páginas: rigurosamente otro mundo). Y la tercera sería una aproximación más que respetuosa a las vanguardias de principios del siglo XX, plena de genuina añoranza por un universo cuyas posibilidades se demuestran lejos de haberse agotado cada vez que alguien con la sensibilidad y el coraje de Mabi Revuelta se empeña en revisitarlas.

martes, 22 de diciembre de 2009

La singularidad de Oliveira


A quien va por ahí diciendo que Manoel de Oliveira (101 años le contemplan) es un director aburrido, sobrevalorado, que está gagá y no tiene nada que decir pero que lo dice incesantemente –y son muchos los que esto sostienen- ni me molestaría en contestarles. El propio Oliveira se encarga de hacerlo, gracias a películas como “Singularidades de una muchacha rubia”, preciosa obra ahora en cartel y que en su poco más de una hora de metraje condensa mucho más talento, vitalidad y espíritu creativo que toda la carrera de la mayoría de los directores en activo.

En mayor medida incluso que otras películas objetivamente más importantes, entendido esto como dotadas de mayor ambición y resonancia artística (desde “Francisca” hasta “El Valle Abraham”, desde “El pasado y el presente” hasta “La divina comedia”), la última cinta de Oliveira prueba hasta qué punto nos encontramos ante un genio. Nadie podía haber dirigido “Singularidades de una chica rubia” en su lugar; es decir, nadie podía haberlo hecho sin naufragar estrepitosamente. La operación llevada a cabo consiste en ambientar en el tiempo presente (cosa que sabemos por el vestuario de los actores, por los decorados y la intervención de modernos trenes en la trama) una historia de amor escrita en el siglo XIX por el literato portugués Eça de Queiroz, sin apenas cambios. Así, Oliveira revive un mundo en el que los jóvenes piden a las madres de sus amadas permiso para casarse con éstas, en el que esos mismos jóvenes besan la mano de sus venerables tíos a modo de saludo, en el que es posible hacer una fortuna rápida embarcándose a Cabo Verde, y la comunicación entre habitantes de países distantes se realiza por correo postal. Insisto en que dudo mucho que ninguna otra persona salvo Oliveira fuera capaz de contar esto y, lejos de caer en el ridículo, seducir al espectador de manera ininterrumpida. Esto se consigue gracias al estilo inimitable del director, un estilo que nadie tiene ya, que por momentos parece alimentado por los logros de un Dreyer, de un Ophüls, de un Visconti, pero que pertenece a Oliveira y a nadie más.

La poesía lograda mediante la aplicación de este estilo a todo un rosario de anacronismos alcanza su máxima expresión con un plano sublime: cuando el protagonista (Ricardo Trêpa, apuesto nieto del director) besa a su enamorada (Catarina Wallenstein) en el portal de su casa, la cámara no muestra cómo ambos juntan sus labios, sino el modo en que ella dobla, púdica y arrobada, una pierna hacia atrás: un gesto que ya nadie hace, pero que aún está clavado en nuestro imaginario, y que adoramos como un vestigio sutil y encantador de un tiempo pasado.

Nadie más que Oliveira podía haber filmado este plano: menos mal que el director portugués ha decidido seguir vivo y bien activo.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Amos y criados


El director norteamericano Joseph Losey, que desarrolló la mayor parte de su carrera en Europa, lo fue todo en los años 60 y 70, para caer en desgracia inmediatamente después. La primera película suya que vi, “El mensajero” (1970), me gustó bastante: claro que entonces yo tenía unos trece años, y estaba por primera vez en Inglaterra, y todo lo que descubrí en aquel viaje me maravilló por razones obvias. Mucho más tarde me enfrenté a otras obras del mismo director (recuerdo haberme aburrido en particular con “Eva”), y comprendí bastante mejor lo denostado que sería Losey por parte de la comunidad cinéfila a partir de cierto momento.

El otro día acudí con curiosidad a la Filmoteca para ver “El sirviente” (1963), quizá la película más prestigiosa de Losey: un acierto. Estupendamente escrita (por Harold Pinter) e interpretada (por Dirk Bogarde, James Fox, Wendy Craig y Sarah Miles), la cinta presenta una malévola y apasionante reflexión social, sexual y psicológica, pero sobre todo está muy bien puesta en escena por su director.

El argumente es el siguiente: un joven acomodado y algo frívolo (Fox), que mantiene una relación estable con una altiva chica de su entorno (Craig), adquiere un bonito inmueble en un barrio residencial de Londres y contrata a un sirviente (Bogarde, maravilloso en cada plano de la cinta) para que se ocupe de las tareas domésticas. La novia del protagonista siente una instantánea e inexplicable hostilidad hacia el empleado, que a su vez introduce en la casa como doncella a su propia amante (Miles) haciéndola pasar por su hermana, y alentando que ésta y su patrón comiencen también una relación sexual. Pero esto -que ya es bastante- no supone más que el principio de la historia, que evoluciona hacia terrenos tan vidriosos como narrativamente atractivos.

Losey toca en esta película un tema apasionante, que en mi opinión sólo Buñuel ha abordado con tanta riqueza y logro artístico (en “Diario de una camarera” y también, más tangencialmente, en “El ángel exterminador”, entre otras), como es la relación que se establece entre amos y criados. Relación en la que intervienen elementos como la identificación, la envidia, la atracción, la repulsión o el rencor, que transitan en doble sentido y crean un complejo sistema de fuerzas. Jean Genet también contó algo de esto en su obra “Las criadas”, aunque aquí el enfoque era más visceral, más tremendista y también más abstracto.

Conozco alguna que otra persona que ha dedicado parte de su carrera profesional a servir a lo que podríamos llamar las clases privilegiadas, y me sorprende el mimetismo que han logrado con ese estrato a cuyas órdenes se han puesto de manera voluntaria: los empleadores jamás los aceptarán como sus iguales, pero de algún modo estas personas se sienten pertenecientes a la clase que les paga el salario, hasta el punto de adoptar todos sus tics y a menudo superar su desprecio (y su pánico) hacia la clase trabajadora a la que en realidad pertenecen.

El enfoque con que Losey trata todo esto no es en absoluto panfletario. Aunque su estilo no destacara precisamente por la sutileza (incluso en esta película hay pruebas de ello, como la enfática y redundante escena de seducción de Sarah Miles a James Fox), pero tampoco era un patán con ínfulas sociales al estilo de, pongamos por caso, Juan Antonio Bardem (por nombrar un director de su época) o Alejandro G. Inárritu (por mencionar uno actual). “El sirviente” presenta aceptables dosis de misterio, humor y poesía, y por ello se acerca más en sus mejores momentos al mencionado Buñuel que a los otros dos directores. Por otra parte, a quien la historia de dependencia y degradación entre Dirk Bogarde y Edward Fox no le interese en absoluto (raro será este espécimen, de todos modos), podrá regalarse la vista con los estupendos decorados y vestuario de la película, que no sólo son de un gusto exquisito, sino que sobre todo cumplen hasta extremos pocas veces igualados su función de representar las coordenadas sociales y psicológicas de los personajes.

Todo un descubrimiento, esta “El sirviente”.

martes, 15 de diciembre de 2009

El paraíso o nada


Hace meses escribí una entrada sobre mis placeres culpables. En el tintero me dejé uno que ya entonces cultivaba, y que aún mantengo. Agarraos: se trata de “Sin tetas no hay paraíso”, la serie de Tele5 basada en un original colombiano, sobre narcotráfico, policías y prostitución.

Al principio, lo que me fascinaba de la serie eran sus excesos visuales. La realización era tan plana y mediocre como en cualquier otro producto televisivo de su calaña, pero el barroquismo de los decorados y el vestuario (¡esos vestidos de fiesta cortitos a razón de tres por capítulo y actriz! ¡cuánto trabajo para el showroom!), las imágenes recurrentes de billetes de quinientos euros, las joyas y cochazos, los escotes y piscinas mostrados sin pudor ni tacañería, tenían algo de hipnótico. La serie explotaba de manera bastante astuta la fascinación que produce el oropel, la horterada sin tapujos, en la línea de, pongamos por caso, “Scarface” de Brian DePalma. Todo esto se ha rebajado un poco con el tiempo, pero para entonces yo me había dejado enganchar por unos personajes y tramas cada vez más enloquecidos. A pesar de que la mayor parte de los actores y actrices del reparto son pésimos (o, en el mejor de los casos, sólo correctos), hay que alabar la labor de casting, sobre todo en lo que respecta a las chicas: las protagonistas son chicas de barrio ambiciosas, incultas y superficiales, y quienes les dan vida responden con absoluta fidelidad a esa imagen. Aplaudo con particular entusiasmo a las maravillosamente ordinarias Thaïs Blume y Xenia Tostado, en la piel de dos pilinguis que se convierten respectivamente en ex actriz porno esposa de futbolista (¡bravo por los guionistas!) y ex cocainómana pasante en un bufete de abogados. Las protas-protas me gustan bastante menos: Amaia Salamanca tiene la expresividad de un bacalao en salazón, y María Castro está demasiado verde para dar el tipo de super-madame y zorrón sin escrúpulos que se redime por amor. De los chicos puedo decir poca cosa: son todos uniformemente malos.

Lo mejor de la serie es que no se detiene ante nada, que cualquier exceso es bienvenido en ella. La total arbitrariedad en el desarrollo de los personajes, que pueden cambiar completamente de personalidad de un capítulo a otro, añade gasolina al fuego. La Jessy puede conspirar para que los narcos asesinen a la Cata un día, y unos pocos después arriesgar su propia vida para protegerla. Por su parte, la Vane decide emprender una cruzada contra los capos de la droga que tanto mal le han hecho a ella y a su entorno, para dos horas más tarde sentarse a tomar un café con sus amigas e intentar convencerlas de que el mejor modo de poner fin a sus problemas consiste en vender los 20 kilos de cocaína que acaban de llegar a sus manos como caídos del cielo. Por cierto, ¿en qué serie internacional de horario prime time las protagonistas digamos positivas se pondrían a discutir tranquilamente sobre cómo poner en circulación un alijo de farlopa? ¿No es genial?

Con “Sin tetas…” tengo, pues, mi ración semanal de placer culpable. Espero que la serie prosiga por mucho tiempo.

Por debajo del maquillaje


Crítica que publiqué el pasado mes:

Lisette Model
Del 23 de septiembre de 2009 al 10 de enero de 2010
Fundación Mapfre. Madrid.

La sala de exposiciones madrileña de la Fundación Mapfre dedica una muestra a la fotógrafa Lisette Model, maestra entre otros de Diane Arbus, y cuya obra supone una severa crítica contra las diferencias sociales. En colaboración con el Jeu de Paume de París, la Fundación Mapfre se centra en la parte más representativa de la obra de esta artista norteamericano de origen austriaco.

Por debajo del maquillaje

Es importante advertir, antes que nada y para evitar cualquier malentendido, que la exposición que la sala madrileña de la Fundación Mapfre dedica a la fotógrafa norteamericana Lisette Model (1901-1983) no es una retrospectiva. Centrada en una parte amplia pero muy específica de su producción -las piezas están fechadas desde los primeros años 30 hasta 1956-, todo indica que lo que la muestra ha pretendido es reflejar precisamente el núcleo temático y estético de Model, y a través de ello quizá acercarnos a su interesante personalidad.

Nacida en Austria al inicio del siglo XX, Model pertenecía, por la rama paterna, a una acomodada familia de origen judío. Su vocación como fotógrafa fue relativamente tardía: después de dedicar varios años a los estudios musicales y el canto, conoció en París al pintor Evsa Model –artista con fuertes influencias recibidas de Mondrian con el que terminaría casándose- y comenzó a formarse en las artes plásticas, primero en la pintura y después, superada la treintena, en la fotografía. En 1934, durante una visita en la Costa Azul a su madre ya viuda, produciría la que aún hoy es quizá su serie más conocida, “Promenade des Anglais” (título tomado del célebre paseo marítimo de Niza), que reveló a una aguda observadora con una visión –algo cruel, en realidad- sobre las clases pudientes y, más importante aún que eso, a una verdadera artista dueña de un rango expresivo propio. Poco después emigró junto a su marido a los Estados Unidos, que sería su definitivo país de adopción, donde desarrolló una relevante carrera en los ámbitos del fotoperiodismo (trabajando para el mítico Harper’s Bazaar de Carmel Snow) y la enseñanza (en la New School for Social Research, además de como conferenciante en diversas instituciones), mientras proseguía con sus series de carácter más personal. Entre los hitos alcanzados en vida, una de sus fotografías fue incluida en “The Family Of Man”, la ambiciosa exposición que organizó Steichen para el MOMA en 1955. Suele destacarse también el hecho de que una de sus discípulas fuera la archiconocida Diane Arbus, en cuya obra no es difícil rastrear la influencia recibida cuando retrataba a sus modelos como fenómenos de feria.

La selección de fotografías que se presenta en la Fundación Mapfre se centra en la parte más reconocida de la obra de la artista que nos ocupa (está por ejemplo la citada “Promenade des Anglais”, o sus composiciones de reflejos sobre escaparates neoyorquinos, o las piernas a la carrera que serían tan copiadas varias décadas más tarde), mientras se tiende a resaltar de manera no demasiado sutil la crítica social que se deriva de su enfoque creativo. Representativas de esta decisión son las imágenes casi goyescas de ricos veraneantes que no pueden ocultar su propia y desagradable decadencia (en este punto, el sobrepeso parece incorporar para Model connotaciones valorativas de auténtica lacra) entre otras de mendigos durmiendo al raso en las calles de París o miembros de la clase obrera que sobreviven en el neoyorquino Lower East Side. Cuando Model centra su interés en el rostro humano, por otro lado, es a menudo para desvelar las realidades menos amables que se ocultan bajo éste: fotografiados en un ligero y nada favorecedor contrapicado, sus modelos –casi siempre involuntarios- no pueden ocultar una cierta naturaleza monstruosa, y los afeites, el maquillaje plasmado con una blanca y densa cualidad de escayola, únicamente sirven para hacer más obvia esta circunstancia. Hay en la visión de Model sobre ricos y pobres, privilegiados y excluidos, una clara voluntad de denuncia social, pero también un extraño aroma de fondo, una tonalidad cambiante que oscila entre la ironía, el tremendismo y la pura tentación nihilista, que no suscita necesariamente la simpatía del espectador. No resulta extraño que la fotógrafa figurara en su momento en el objetivo del implacable Comité de Actividades Antiamericanas, lo que al parecer domesticó notablemente su pulsión de denuncia, al menos durante una temporada: pero esta parte de su obra ya no está presente en una exposición que, como indicábamos antes, pretende reflejar únicamente la faceta “más libre” de Lisette Model, la que refleja con mayor pureza las claves que le han proporcionado su prestigio.

De entre toda la selección –que es ya per se bastante considerable en cuanto a volumen- destacan las instantáneas tomadas en un local llamado Sammy’s, una especie de night-club cuya clientela estaba al parecer formada por indigentes, y donde eran auténticos artistas quienes actuaban para un público tan inusual. En ellas se mantiene las mejores virtudes de la visión de Model, como su extraordinaria capacidad para desvelar la esencia de las cosas a través de su superficie, pero el enfoque es, por decirlo de algún modo, menos estricto -y la sátira más amable- y resulta por tanto más sencillo empatizar con él.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Una chica tan decente como yo


“Una chica tan decente como yo” parece el título de una película de Concha Velasco y Manolo Escobar: no me digáis que no. Quién pensaría que así es como se tituló en España una película dirigida por uno de los directores más sensibles que ha habido, el francés François Truffaut, y que originalmente se llamaba “Une belle fille comme moi” (1972). Yo no la había visto hasta hace unos días, cuando la encontré por casualidad enterrada en la vídeoteca de un amigo.

La verdad es que el título español no le va del todo mal a la película, la más estrambótica que Truffaut realizó jamás. Cuenta la historia de una putilla asesina que trata de aprovecharse con desiguales resultados de su físico –y de la estupidez masculina- para medrar en la vida, y que no tiene escrúpulos a la hora de cargarse a un marido o un amante que estorban en su camino. Dirigida con una dejadez visual muy típica en la época (pero nada típica en Truffaut), posee sin embargo bastante encanto en su tono de comedia algo bestia, y sobre todo está muy bien interpretada por una tronchante Bernadette Lafont. André Dussolier era el pringado protagonista, en una de sus primeras interpretaciones, mucho antes de convertirse en el galán maduro que es hoy en día. Imagino que con esta película Truffaut ensayaba con un género que tenía mucho éxito de público por aquellos tiempos (quién no recuerda las comedias italianas llenas de tipos feos y chicas macizorras), pero a él el tiro le salió por la culata: la película fue un fracaso absoluto, y aún hoy suele ser considerada la peor de su filmografía. Sin embargo, no se le pueden negar méritos como el trabajo de los mencionados Lafont y Dussolier, y una escena maravillosa en la que interviene un repelente y encantador niño cineasta.

Un regalo


Uno de los regalos que recibí en mi último cumpleaños fue un libro que por pereza no abrí hasta varios meses después. Se trata de la edición española (por Anagrama) de los diarios de Andy Warhol, que ha resultado ser toda una revelación para mí. Las entradas de estos diarios eran dictadas casi cada día por el artista entre 1976 y 1987 (año de su fallecimiento) a una de sus empleadas, Pat Hackett, por vía telefónica. El resultado, escrito en un estilo aparentemente neutro e impersonal por el que sin embargo se filtran en ocasiones sustanciosas vetas de malicia y perspicacia, me ha parecido apasionante. En él no sólo se ofrece un retrato de los medios artísticos y de la farándula en el Nueva York de los años 70-80 (el Studio 54, Liz Taylor, Jackie O, Diana Vreeland, Yoko Ono, Liza Minnelli, John Travolta, Grace Jones, Truman Capote, Mick y Bianca Jagger, Jerry Hall, Basquiat, Keith Haring, Schnabel y demás: la lista es descomunal, interminable), sino sobre todo del propio Warhol. Sus (pequeñas) grandezas y (grandes) miserias, su ojo clínico social, su obsesión por la fama y los famosos, el lujo y el dinero, su apreciable creatividad sometida a la obsesión por el reconocimiento, aparecen de manera transparente a lo largo de las páginas del libro. También su pésimo gusto cinematográfico, por cierto, pero esto es algo habitual: he observado que muchos artistas plásticos poseen unas aficiones fílmicas sorprendentemente vulgares.

Capítulo aparte para la reacción de Warhol ante la terrible irrupción del SIDA en el mundo, y muy especialmente a su alrededor. Patológicamente hipocondriaco, vergonzosamente cobarde, el artista admitía rehuir la mera cercanía física con algunos de sus amigos enfermos por miedo a contagiarse.

En resumen, el autorretrato no es nada favorecedor, de donde quizá haya que deducir que el artista era sincero en sus conversaciones con Hackett. Por eso encontré el libro tan interesante, y por momentos tan conmovedor.

Entre los cientos de personajes secundarios que aparecen alrededor del autor y protagonista, me fascinaron particularmente el modisto Halston y su pareja, un tipo estrambótico, politoxicómano y mentalmente perturbado llamado Victor Hugo (como el escritor, pero nada que ver con él). Soy incapaz de comprender por qué nadie ha dedicado hasta ahora un biopic a estos dos increíbles elementos, en cuya historia se concentra todo -y más de- lo que les gusta a los estudios de cine americanos: triunfo y caída, tormento sentimental, personalidad intensa, sexo, lujo, colorido y enfermedad. ¡Ustedes, los magnates de Hollywood! ¡¡¿¿Es que están dormidos??!!

viernes, 4 de diciembre de 2009

El manantial


El manantial” (“The Fountainhead”, 1949) es una película de King Vidor, protagonizada por Gary Cooper y Patricia Neal. Se basaba en un novelón de la escritora ruso-norteamericana Ayn Rand, que además escribió el guión. Rand transmitía en su literatura todo un concepto filosófico propio, de espíritu objetivista, que defendía ante todo la prevalencia del individuo frente a la masa y la necesidad de estructurar un sistema de valores basado en las verdades inmanentes de la realidad, que la mente humana debía discernir. Al parecer, la autora no quedó satisfecha del resultado de la película que ella misma escribió: sin embargo, tras ver la película el otro día, mi conclusión es que lo único dudoso de ella es precisamente el guión.

Parece bastante claro que la novela y la película se basan en la figura del revolucionario arquitecto americano Frank Lloyd Wright a quien Rand admiraba (la buena mujer tendía a admirar a las grandes personalidades de ego desmesurado), y al que el Guggenheim de Bilbao dedica estos días una exposición sobre la que ya hablé en una entrada anterior. El protagonista del filme, llamado Howard Roark (Gary Cooper), es igualmente un arquitecto que abomina de la mediocridad imperante en su medio, mediocridad que deriva en la construcción de espantosos refritos clasicistas, mientras él sueña con alucinantes composiciones de un racionalismo visionario. Superhombre que prefiere mantenerse fiel a sus principios como artista antes que someterse a lo que se supone que la sociedad (“la masa”) exige de él, encuentra la horma de su zapato en una bella mujer llamada Dominique Francon (Patricia Neal), que lo admira profundamente pero que también posee un carácter ingobernable y que, al no desear atadura alguna en su vida, destruye o se aleja de todo aquello que ama y por tanto puede esclavizarla. Hay también un sibilino crítico de arquitectura que adula a los mediocres y trata de hundir a los genios con el fin de afianzar su poder, un arquitecto del tres al cuarto que basa su éxito comercial en el estilo mimético que Roark detesta, y un magnate de la prensa que descubre que la multitud informe a la que él creía tener bajo su control lo abandonará por otros cantos de sirena igualmente aberrantes pero mejor entonados.

El modo en que la historia nos presenta la interesante pero muy discutible filosofía individualista (también se la puede definir, menos eufemísticamente, como “de extrema derecha”) de Ayn Rand es enfático, pesado y bastante naïf. Todo se verbaliza, desde las motivaciones íntimas de los personajes hasta sus anhelos y temores, e incluso su mismo papel simbólico dentro del sistema de signos que Rand estableció. Esto hace por momentos algo plúmbeo el desarrollo de la película, e incluso movió a la risa al público en varios momentos del pase en la Filmoteca. Particularmente dolorosa es esta secuencia, en la que Gary Cooper enuncia su credo moral e intelectual como defensa en un juicio, en la que el actor parece no comprender muy bien el fondo de su propio discurso, mientras el espectador recibe un sermón sentencioso y simplista.

Sin embargo, prácticamente todos estos defectos quedan redimidos por la soberbia, ultracreativa puesta en escena que Vidor aplicó sobre el viscoso material del que partía. ¡Qué composición de los planos! ¡Qué intensidad en cada minuto de las dos horas de metraje! ¡Qué dirección de actores! ¡Qué extraordinaria iluminación y encuadre! Hay en “El manantial” algunos planos de un lirismo, una capacidad expresiva y una fuerza con los que los mejores directores actuales no se atreverían ni a soñar. Sólo daré un ejemplo, y es el final de la película. En ella, Patricia Neal asciende a velocidad vertiginosa por un montacargas de obra hacia la cúspide del fálico edificio que Roark ha diseñado, su gran sueño como artista: en la cumbre le espera el Genio Solitario, vestido con un mono que remite a los carteles propagandísticos del fascismo italiano, la Alemania nazi o la época estalinista de la URSS (ver foto que ilustra esta entrada). Admito que los referentes son un poco aterradores, pero la belleza de esta película también lo es, y mucho.

Cristina Iglesias en Milán


Crítica publicada hace un par de meses:

Cristina Iglesias. Il senso dello spazio

Del 23 de septiembre de 2009 al 7 de febrero de 2010
Fondazine Arnaldo Pomodoro. Milán.

La escultora donostiarra Cristina Iglesias corría el riesgo de verse ensombrecida por la notoriedad de las exposiciones póstumas consagradas a quien fue su marido, Juan Muñoz. Sin embargo, esta “Il senso dello espacio” que ahora le dedica la fundación Arnaldo Pomodoro de Milán demuestran que la notoriedad propia de la artista es si cabe mayor que nunca.

Cristina Iglesias en Milán

Como es sabido, Iglesias (San Sebastián, 1956) fue la esposa del artista madrileño Juan Muñoz hasta el fin de los días de éste, y después ha estado intensamente involucrada en la organización y difusión de las espléndidas exposiciones a él consagradas por algunos de los más importantes centros de arte contemporáneo del mundo. Mostrando una generosidad y una elegancia que merecen ser destacadas, Iglesias no ha rehuido las declaraciones sobre quien fuera su marido, que han resultado bastante esclarecedoras sobre el particular universo y la personalidad de un autor que ha alcanzado tras fallecer el estatus de figura casi mítica. Parece evidente que Iglesias se muestra bastante segura de su propia relevancia como artista -otra cosa sería impensable a tenor de lo visto-, y ciertamente tiene motivos para ello: no habría en su caso un papel que le casara menos que el de mera difusora del testimonio sobre el genio muerto, tan excluyente e ingrato.

En realidad, Iglesias obtuvo el Premio Nacional de Artes Plásticas antes (exactamente un año) que su ilustre marido, en una edición en que también se decidió premiar nada menos que a Pablo Palazuelo, reconociéndose con ello al binomio formado por una “trayectoria reconocible” y un “valor renovador”. Renovadora o no, para entonces el prestigio de la donostiarra ya se encontraba perfectamente asentado, de modo que las estructuras de celosías y formas orgánicas que centraban gran parte de su producción eran alabadas por la mayor parte de la crítica. Tampoco posee una importancia menor el hecho de que, aún antes de esto, el museo Guggenheim de Nueva York le hubiera dedicado una exposición individual que después se trasladaría a su hermano bilbaíno en la que fue la primera muestra del museo de Gehry consagrada íntegramente a un artista vasco. Desde entonces, y con independencia de las circunstancias externas, el renombre de la obra de Iglesias ha seguido creciendo, en particular dentro de la escena internacional. Por otra parte, la muy notable simbiosis que se produce entre sus esculturas y los grandes espacios abiertos ha derivado en una amplia demanda de encargos públicos, entre los que destacan las impresionantes puertas de bronce para la discutida ampliación del Museo del Prado o, aún en mayor medida, la “Deep Fountain” de la Plaza de Leopold de Wael de Amberes. Como dato también significativo, uno de los “Pasillos suspendidos” de Iglesias está aún presente en la selección de elles@centrepompidou, que el centro parisino dedica a las principales creadoras contemporáneas de todo el mundo (donde quizá no estén todas las que son, pero desde luego son todas las que están), y de la que ya dimos cuenta en estas mismas páginas hace unas semanas.

La nueva y ambiciosa exposición que estos días dedica a Cristina Iglesias la Fondazione Arnaldo Pomodoro de Milán está comisariada por Gloria Moure, y ofrece un total de diecinueve obras, algunas de grandes dimensiones, provenientes de colecciones públicas y privadas (la de la propia artista entre ellas). El objetivo de la empresa es doble. Por un lado, se pretende generar un laberinto sensorial que transita por el agua, la tierra o la luz como reflejo del poderoso aliento telúrico de la obra de Iglesias, de sus imágenes de inmediata y poderosa fuerza plástica. Por otro lado, se busca ampliar el ámbito de la reflexión hacia los artistas surgidos en las décadas de los 80 y los 90 del pasado siglo.

Para ambas vertientes de la propuesta resulta decisiva la interacción entre el espectador las obras, algo de lo que han sido muy conscientes los responsables de la Arnaldo Pomodoro. La profunda esencia barroca del trabajo de Iglesias emerge en todo su esplendor a través de las superficies de terso bronce o alabastro, y los diálogos entre la realidad y su representación falsamente naturalista se ofrecen con transparencia al visitante receptivo. En particular, la gran nave de Via Solari reúne una amplia serie dedicada a los jardines, lo que incluye un bello despliegue de caminos y pérgolas, así como una fuente invadida por la naturaleza.

En algunas de sus declaraciones, Iglesias se ha reconocido su admiración por el escritor británico J.G. Ballard y el cineasta ruso Andrei Tarkovski. En efecto, no es difícil rastrear los vínculos con los visionarios autores de “Rusching to Paradise” y “El espejo” en la obra de Iglesias, referencias explícitas aparte (la escultora ha integrado en algunas de sus piezas textos procedentes de las novelas de Ballard). En la obra de los tres encontramos como constantes una intensa añoranza del paraíso, la importancia de la creación de atmósferas densas e inefables o la fascinación por la energía dimanada por la naturaleza y sus fenómenos. La selección que ha realizado Gloria Moure para el centro lombardo refleja adecuadamente estos rasgos estilísticos, y supone por tanto un magnífico acercamiento al universo de una de las artistas más relevantes surgidas en Europa en el tramo final del siglo XX.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Dos pelis españolas, dos



En los últimos días la cartelera se ha animado con dos auténticas rarezas: nada menos que sendas películas españolas que no producen sopor, pereza y/o vergüenza ajena. Al menos a mí. Hablo de “Celda 211” de Daniel Monzón y “Los condenados”, de Isaki Lacuesta. Una película “de género” (thriller carcelario) y una “de autor”, cada una de las cuales muestra cierta tendencia a escapar de esta premisa original, pero que resultan más interesantes cuanto más se ciñen a ella.

Los condenados” obtuvo valoraciones dispares en el último festival de San Sebastián, donde terminó ganando precisamente el premio de la crítica. Su historia reflexiona con dignidad acerca de la vigencia de lo que eufemísticamente llaman algunos “lucha armada”, sobre la evolución de los paraísos libertarios y el afloramiento de los pasajes más dolorosos de la historia reciente. La principal pega que se le ha puesto es una cierta tendencia discursiva, que en mi opinión no es tal. Es cierto que uno empieza a cansarse de la interminable cháchara de los actores argentinos -¿qué habremos hecho nosotros para merecer los guiones de Adolfo Aristarain?-, y que esta rémora acaba afectando al ánimo del espectador, pero la acusación es algo injusta por dos motivos, a saber: 1) En efecto, los personajes hablan mucho, pero es para establecer parapetos frente a la temida verdad: si uno presta atención se da cuenta de que en realidad los conflictos últimos y sus detonantes no son subrayados verbalmente, sino que el autor se esfuerza por desvelarlos a través de la imagen, y 2) La estupenda planificación visual de la cinta (hay un autor detrás, y esto es innegable) facilita que perdonemos las ocasionales ofensas perpetradas por el guión.

En cuanto a “Celda 211”, cumple religiosamente la mayor parte de los tópicos y mandamientos del género al que pertenece (sólo le falta la escena de violación en las duchas), y por momentos uno teme el desarrollo que va a dispensarse a todos los elementos desplegados. Por fortuna, en su último tercio emplea estos elementos de un modo ligeramente distinto a aquel que nos acostumbra el cine mainstream y, aunque nunca se atreve a desmelenarse del todo, sí resulta interesante en su renuncia al maniqueísmo. El fenómeno terrorista aparece también retratado (esta vez con acidez nada complaciente), mientras parece rendirse un particular homenaje a la mítica “Tasio” (la peli aquella del carbonero dirigida por un Montxo Armendáriz lleno de pretensiones antropológicas), que cumple 25 años, contratando a Patxi Bisquert para ponerlo en la piel de un preso etarra. La película no aburre en ningún momento, aunque finalmente sea bastante poca cosa. Y Luis Tosar realiza una unánimemente alabada interpretación en la línea Cruz-y-Raya, sólo que –admitámoslo- algo más lograda de lo que suele deparar este registro. Ahora, a veces me distraía del argumento al pensar en la operación de pólipos en las cuerdas vocales a la que habrán sometido al pobre hombre después de la claqueta final del rodaje. ¿Contará esto como enfermedad profesional?

Añadiré que ninguna de estas dos cintas me ha dejado el más mínimo poso. Las he olvidado casi inmediatamente después de haberlas visto. Pero, como suele decirse, fue bonito mientras duró.

lunes, 30 de noviembre de 2009

La fe en Burdeos


Fue un placer reencontarme con Burdeos la semana pasada. Magnífica ciudad, impresionante arquitectura, lujosa gastronomía, amigos cálidos y hospitalarios. ¿Se puede pedir más? Pues sí se puede: si además uno va allí para asistir a la materialización de un sueño (aunque se trate de un sueño ajeno), se obtiene muchísimo más de lo razonable.

Lo más emocionante de mi pasado fin de semana en la capital de Aquitania fue comprobar in situ cómo toda una concepción del mundo y un sistema de valores estéticos se hacían materiales y tangibles ante los ojos de los presentes, que además participábamos decisivamente en la ejecución del fenómeno. El artista Ignacio Goitia, cuyos cuadros y dibujos constituían una parte (fundamental, pero sólo una parte) del mismo, ejercía como maestro de ceremonias, anfitrión e ideólogo globalmente aceptado. Por lo demás, espectadores, cuarteto de cuerda, velas, escaleras, lámparas de araña, paredes blancas, estancias señoriales, terciopelos, sedas, pajaritas, capas, tangos, Händel, rosas y champagne participaban de una armonía total, haciendo posible el éxito de la empresa.

Como todos los milagros, reales o no, el del pasado viernes fue al fin y al cabo una cuestión de fe. Wikipedia asegura que la fe es la convicción firme y absoluta de que algo es verdad. Imposible definir mejor la obra y la vida del artista en cuestión.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Persona: la obra de arte perfecta


Persona” (1966) es no sólo la película de Bergman que más me gusta, sino una de mis películas favoritas de todos los tiempos y directores. Viéndola de nuevo el otro día en la Filmoteca, volví a maravillarme con ella. La considero un ejemplo perfecto, canónico, de mi idea de la pieza de arte.

La anécdota argumental de “Persona” es muy sencilla: Elisabet Vogler (Liv Ullmann) es una actriz de éxito que un buen día, durante una representación teatral de Electra que protagoniza, se queda muda. La joven enfermera Alma (Bibi Andersson) es enviada entonces para cuidarla en su retiro físico y emocional. Alma se revela llena de carencias profundas, y atormentada por un turbio asunto de su adolescencia que termina contándole a su paciente silenciosa. El proceso de identificación entre ambas mujeres adopta formas cercanas al vampirismo, mientras entran en juego una enorme batería de resortes psicológicos con consecuencias extremas y aterradoras.

Me gustaría ahora retomar la idea inicial, según la cual "Persona" representaría idealmente mi concepto de la obra artística. La película ofrece todo tipo de ideas y mensajes, y es susceptible de ser interpretada dentro de múltiples planos que operan de manera solapada. Psicológico, sociológico, filosófico, artístico y teológico, por lo menos. Es tan fecunda en su alcance que uno podría reflexionar sobre ella y escribir acerca del resultado de estas reflexiones de forma casi ilimitada. Y, sin embargo, lo que hace de “Persona” una obra genial es que el mensaje más rico y profundo de todos no es uno de los que la película contiene, sino lo que la película es. Lejos de tratarse de una película críptica, resulta de una generosidad y una transparencia conceptual admirable: otra cosa es que no sea obvia (no lo es, ni de lejos). Por otro lado, la radicalidad de su forma lo deja a uno sin habla, y sin embargo no se deduce de ella ninguna voluntad aparente de experimentalismo (gran alivio), porque fueran cuales fueran los objetivos formales que Bergman se planteó con ella, de lo que no cabe duda de que se alcanzaron al cien por cien. De nuevo, si uno quiere puede pasarse horas tratando de explicarla, pero cualquier explicación resultará irrelevante, porque no tiene sentido explicar la poesía, y lo más importante de todo en cualquier obra maestra es en última instancia algo inefable.

No me hace falta comprender “Persona” para amarla. Espero que se me entienda: lo mismo me ocurre con los seres a los que de verdad quiero en la vida. Comprenderlos de verdad me parece una pretensión absurda y desmesurada, pero eso no evita (quizá incluso, al contrario, facilita) que los ame.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Stromboli y la pesca del atún


Aunque sea un sacrilegio decirlo, tenía un mal concepto del cine del muy prestigioso Roberto Rossellini. Su película más conocida, “Roma, ciudad abierta”, que vi en la Filmoteca el año pasado, la encontré ridículamente maniquea y, lo peor, muy vieja. De ella sólo me gustó la interpretación de Anna Magnani, que de todos modos se muere a mitad de película, dejándonos en manos de personajes como la-decadente-actriz-drogadicta-y-la-nazi-lesbiana. Un horror, vamos.

Te querré siempre” sí me había gustado cuando la vi por televisión, pero de esto hacía como dos décadas, así que ya no me acordaba demasiado. Menos mal que la Filmoteca siempre pone las cosas en su sitio: el otro día nos ofreció “Stromboli” (1950), que encontré bellísima, y creo que bastaría para justificar la fama del director italiano, borrando cualquier torpeza que hubiera podido cometer antes o después.

“Stromboli” fue la primera película que Ingrid Bergman (entonces una de las mayores estrellas de Hollywood) protagonizó a las órdenes del director italiano, a quien se ofreció por simple admiración, y con quien se liaría de inmediato, para escándalo general (ambos estaban casados con otars personas). Cuenta la historia de una mujer lituana de orígenes burgueses y pasado turbio, que para escapar del campo de refugiados en el que terminó tras la II Guerra Mundial se casa con un joven pescador italiano que se la lleva a su tierra natal, la isla volcánica que da título a la película. El pescador en cuestión, además de ser un chulazo -pero chulazo tipo modelo de Dolce & Gabbana-, tiene muy pocas luces y es muy celoso. Ingrid se siente atrapada en el paraje hostil de la isla, y todos sus intentos por mejorar su situación fracasan hasta que, al saberse embarazada, decide seducir a otro chulazo local (esta vez un farero) para conseguir dinero y poner pies en polvorosa. Esta historia está contada bajo una forma al mismo tiempo cruda y poética, sin una concesión al espectador que espere caramelitos: fotografía en un blanco y negro tan contrastado que expulsa los grises, sobrio empleo de la cámara, piedra y arena por todo decorado, actores hipernaturalistas. Ingrid Bergman adopta también este registro, pero curiosamente no renuncia (seguramente no podía) a su glamour hollywoodiense, y lo cierto es que la extraña combinación funciona perfectamente.

Pero lo mejor de todo es un breve documental sobre la pesca del atún que Rossellini incrusta en la narración. ¿Alguien imaginaría que contemplar a un grupo de pescadores recogiendo atunes con red puede resultar apasionante? Hay que ver “Stromboli” para obtener la prueba de que, en efecto, así es. ¡Y hasta qué punto!

lunes, 23 de noviembre de 2009

Las aves carroñeras


Crítica que publiqué el mes pasado:

Greta Alfaro, joven artista visual navarra que ya acumula las distinciones, presenta en Andoain “In ictu oculi”, exposición conformada por una serie de fotografías y un vídeo que en un primer término parece formular una advertencia sobre la futilidad de los goces mundanos, pero en la que una mirada analítica desvela significados más estimulantes, ligados a ciertos autores surrealistas y naturalistas.

Las aves carroñeras

Cabe esperar mucho de la joven artista Greta Alfaro (Pamplona, 1977) en el futuro, si prosigue la tendencia del camino recorrido hasta ahora. Seleccionada en 2007 en el concurso de fotografía Purificación García, alcanzó algo así como una consagración al ganar el año pasado con “In Ictu Oculi” el IX Premio El Cultural. Es precisamente esta última serie de fotografías, junto con un vídeo que las complementa, lo que se presenta en la última exposición comisariada por Itxaso Mendiluze para el centro cultural andoaindarra Bastero.

“In ictu oculi” es también el nombre de un lienzo pintado por el barroco Juan de Valdés Leal en el siglo XVII, transparente alegoría sobre la brevedad de la vida (el título latino podría traducirse como “en un abrir y cerrar de ojo”) que muestra la clásica representación de la muerte como un esqueleto empuñando una guadaña, triunfante y amenazadora junto a un desordenado revoltijo de glorias mundanas. La idea central, la advertencia de que los placeres y honores en los que –superados unos mínimos imprescindibles- cimentamos nuestra existencia son siempre fugaces es en parte retomada por Alfaro con el trabajo que puede verse en Andoain, pero en este caso se añaden otras connotaciones que aportan un interés suplementario a la empresa. Una serie de fotografías nos presentan una mesa dispuesta para un banquete campestre, que una fuerza desconocida para el espectador (¿los propios comensales? ¿un fenómeno natural? ¿un tercero inesperado?) ha arrasado, destrozando platos y botellas, y esparciendo las sillas y la comida por el suelo. El vídeo se encarga de proporcionar la clave del misterio: a lo largo de un único plano fijo, la mesa con las viandas parece esperar plácidamente a que los invitados aparezcan en cualquier momento, mientras la amenaza se hace patente con el graznido cada vez más cercano de unas aves –una bandada de buitres- que terminan irrumpiendo para ensañarse con el festín y después marcharse con la misma indolencia con la que aparecieron. Atrás dejan una perfecta imagen de la desolación, una metáfora de los reveses que puede sufrir la fortuna humana y, en un magnífico giro de tuerca, de la precariedad de nuestra existencia misma.

A diferencia de Valdés Leal y otros autores de inspiración religiosa, la aproximación de Alfaro no resulta moralista o didáctica, sino que posee una sequedad estética y conceptual, además de una energía subconsciente, que acercaría más bien a la autora navarra a los códigos del surrealismo. Alfaro cita a Buñuel como uno de sus referentes, y hay que admitir que, en más de un sentido, esta “In ictu oculi” no quedaría muy lejos del imaginario buñueliano. Referencias difícilmente cuestionables podrían ser “El discreto encanto de la burguesía”, donde un grupo de amigos de clase alta no consigue cumplir el sencillo objetivo de reunirse para comer juntos, o sobre todo “Viridiana”, cuya secuencia más conocida presenta a unos indigentes que se dan una comilona en una casa señorial y, después de emular “La última cena” de da Vinci, dejan todo el comedor patas arriba (más o menos como hacen los buitres del vídeo con la mesa al aire libre) y terminan violando a la ex novicia que los acoge y da título a la película. Pero pueden encontrarse dentro del universo de Buñuel correlaciones aún más robustas, como “La edad de oro”, gloriosa y exaltada apología del amor y el deseo como fuerza temible que la sociedad y sus poderes fácticos tratan de aniquilar, o “El ángel exterminador”, en la que la situación central (los burgueses que inexplicablemente no pueden abandonar el comedor donde han celebrado una cena, lo que da lugar a toda clase de escenas de decadencia y destrucción) incide también en destapar las tensiones existentes entre la naturaleza humana y las férulas sociales. Por otro lado, el riguroso tratamiento visual que Alfaro aplica a sus materiales de partida (el plano fijo, la naturaleza no idealizada, la renuncia a todo énfasis esteticista) hace de nuevo pensar en el austero estilo buñuelesco, pero también, por ejemplo, en ciertos representantes del naturalismo en la pintura, como Albert Charpin o Lucien Simon. Sea como sea, por sus elecciones éticas y estéticas, Greta Alfaro parece quedar algo más lejos del arte religioso barroco, pese a su sibilina referencia explícita.

Dejando aparte las cuestiones técnicas (aunque hay que mencionarlas: la factura del vídeo es impecable, desde luego), destaca en el trabajo de Alfaro una intensa seguridad expresiva, el modo firme y certero con que hace uso de las herramientas a su alcance con el fin de transmitir los conceptos descritos. En “In ictu oculi” vemos, a través de su mirada, cómo el festín de la vida es devorado por las aves carroñeras: cuesta imaginar mayor lucidez que la que contiene tal imagen, pero también mayor exquisitez a la hora de plasmarla.

domingo, 22 de noviembre de 2009

La gran Cayetana


Hace poco volví a ver “Versión Española” en Televisión Idem. Lo mejor de este programa no es ni de lejos la película (de cine español, ese gran género) que le sirve como pretexto, sino lo que viene después. Es decir, la tertulia con el director, los protagonistas y, desde luego, la gran Cayetana Guillén-Cuervo, que demuestra aquí que es una actriz de la escuela de Meryl Streep, sólo que muchísimo más valiente en los retos que asume. El arrebato y el éxtasis que refleja su voz trémula, la emoción que asoma a sus ojos y sus expresiones faciales, podrían llevarnos a pensar que está hablando, yo qué sé, de “Centauros del desierto” de John Ford o de “Fresas salvajes” de Bergman.

Pues no: está hablando, por ejemplo, de “Amanece que no es poco”, de José Luis Cuerda.

Decidme si ese ejercicio no deja a Stanislavsky y al Actor’s Studio a la altura del betún.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Viaje en el tiempo


Una Nochebuena, a principios de los años 80. Después de ponerse las botas en una cena desproporcionada –como aún se entiende que debe ser-, tres niños permanecen como hipnotizados frente al televisor. Televisión Española emite “My Fair Lady”.

Huelga decir que uno de aquellos tres niños era yo.

El otro día estuve viendo la versión restaurada de “My Fair Lady” (1964), de George Cukor, y en cierto modo reviví la sensación de empacho y espeso confort familiar de hace veinticinco años. Todo en la película es de un buen gusto maravilloso, y al mismo tiempo irremediablemente kitsch. La primera mitad de sus más de tres horas pasa como un soplo; la segunda, repetitiva y de limitado interés dramático, no tanto.

Tan inteligente como cursi, la improbable historia de Eliza, la florista cockney que es convertida en una dama de dicción aristocrática por el experto lingüista Henry Higgins desfila (nunca mejor dicho) ante nuestros ojos en un torbellino de colores, grandiosos decorados y alucinante vestuario de Cecil Beaton. Audrey Hepburn está tan fantástica como siempre, aunque no resulte muy verosímil cuando es una fierecilla zafia, y aunque su voz en las canciones fuera doblada por la relamida Marni Nixon (en realidad, Hepburn le “robó” el papel a Julie Andrews, que había triunfado antes en Broadway con la obra y era la principal candidata a ser la Eliza cinematográfica, pero los productores decidieron que necesitaban una actriz más conocida): de todos modos, ¿quién en su sano juicio pensaría que los modelos de Beaton podrían sentar mejor a ninguna otra persona en el mundo? En cambio a Rex Harrison, que ganó el oscar por este papel, lo encuentro más bien chillón e irritante. A él no lo doblaron, pero ciertamente lo habría merecido, ya que en lugar de cantar aúlla a voz en grito las estrofas del profesor Higgins. De todos modos, el mejor intérprete de la película es un señor llamado Stanley Holloway, que hace del padre de Hepburn y protagoniza dos magníficos números (“With a Little Bit of Luck” y “Get me to the Church on Time”): un showstopper.

Ambos momentos son lo mejor del tinglado, junto con toda la secuencia de Ascot -desde la espectacular coreografía que explota al máximo las posibilidades de decorados, vestuario, maquillaje y peluquería hasta el grito de Audrey Hepburn animando a su caballo- y la canción “Wouldn’t It Be Loverly?”, que concentra perfectamente la esencia de toda la película y el musical en el que ésta se basa. Se trata de un objeto lujoso y afectado, que remite a los tiempos cálidos y un poco pegajosos de infancia navideña en familia.

martes, 17 de noviembre de 2009

Alberto Albor en BilboArte


El viernes pasado asistí a la inauguración de una exposición en BilboArte, centro que evidentemente está en Bilbao. El artista en cuestión era el joven pintor Alberto Albor, y el nombre de la expo “El miedo acaba con el sueño”. Conozco la obra de Albor desde hace tiempo, y desde entonces me ha interesado mucho. Por eso me encantó que sugiriera que fuera yo quien se hiciera cargo de escribir el texto del catálogo. Me pareció una responsabilidad tremenda, pero la idea me resultaba al mismo tiempo muy atractiva, así que entre eso y que para algunas cosas soy bastante inconsciente, decidí aceptar. El resultado puede verse aquí, aunque lo mejor es, sin duda, ir a BilboArte antes de que sea demasiado tarde para disfrutar de los cuadros del artista, que son lo que de verdad importa.

Como digo, el texto que aparece en el catálogo lo escribí yo, de manera que un minúsculo papel sí que he desempeñado en todo el tinglado de esta exposición. Asumí dicho papel con despreocupación, pero ahora me doy cuenta de que todo tiene sus contrapartidas. Porque, como no se puede ser juez y parte, no estaría nada bien que yo hiciera ahora algo que por otro lado me apetece muchísimo, que es afirmar que la exposición de Alberto Albor es magnífica, y que evidencia un autor lleno de sensibilidad y talento. Así que no diré nada de esto, ni tampoco mencionaré que sus cuadros son de lo más auténticamente misterioso que he visto últimamente en un pintor tan joven como él, ni menos aún que promete tantas sorpresas agradables en el futuro que no me extrañaría que pronto haya tortas para quedarse con sus piezas.

Lo que sí diré es que os recomiendo verlo por vosotros mismos. La exposición está en BilboArte hasta el 5 de diciembre.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Amor loco


El otro día vi en la Filmoteca “Los amantes crucificados”, película dirigida en 1954 por Mizoguchi: no es ni de lejos de las mejores películas del gran director japonés. Cuenta la historia de una pasión adúltera en el Japón del siglo XVII, con un lirismo que en ocasiones puede resultar excesivo. Parte del público se puso a reír en la que a mí me pareció la mejor escena, un momento de una crudeza y un realismo admirables aunque pueda parecer todo lo contrario: es cuando la madre de la protagonista intenta convencer al amante de ésta, que acaba de escapar de su cautiverio por las fuerzas públicas, de que deje en paz a su hija (que aún puede evitar el oprobio gracias a que el marido renuncia a denunciarla y desea pasar página), y la respuesta de él es abrazar a su amada apasionadamente, pasión y abrazo a los que ella responde aún con más intensidad. Esta conducta, la de precipitarse a sabiendas en las garras de la desgracia cuando aún existía una posibilidad de salvación, sólo puede adoptarla un completo idiota o alguien enamorado. La secuencia era su manera ridícula, pero también completamente verosímil: sabemos que esto ocurre todo el tiempo en la vida real.

El fenómeno del amor loco me ha interesado siempre, incluso cuando era incapaz de comprenderlo demasiado bien. Para alguien con ciertas pretensiones racionales como es mi caso, el abandono de toda racionalidad como consecuencia de un sentimiento sobrevenido es una idea espeluznante y extraordinaria al mismo tiempo. Como material narrativo resulta apasionante, dadas sus infinitas posibilidades: cualquier espectador o lector comprenderá inmediatamente que el protagonista de una novela o película cometa las mayores estupideces del mundo, las temeridades más insensatas, si el motivo de todo ello es que está locamente enamorado. Porque sabemos que la vida es así, y que el enamoramiento todo lo justifica y todo lo explica, porque arrasa con todo como una apisonadora. Entre los cineastas que más y mejor han tratado sobre el “amour fou” destacaría a Luis Buñuel y Pedro Almodóvar, a los que no puedo evitar referirme por enésima vez. Prácticamente tratan el tema en todas sus películas, y siempre de un modo único y original. François Truffaut ha hecho también grandes películas sobre la cuestión: la que más me impactó, cuando la vi de adolescente, fue “La sirena del Mississippi”. En ella, una hija de puta interpretada por Catherine Deneuve destruye a un Jean-Paul Belmondo que no puede (ni quiere) evitar caer en la trampa una y otra vez. La secuencia final, en la que él la sigue a ella por la nieve, es escalofriante. Recomiendo la revisión de esta película que el propio Truffaut consideraba fallida, y que actualmente no se difunde demasiado, pero que a mí me encanta.

Una birria de imaginario


Nunca me ha gustado mucho Terry Gilliam. “Brazil” y “Doce monos” las soporto un poco (pero sólo un poco) más que las demás, eso es todo. Pero lo que acaba de hacer con esa cosa llamada “El imaginario del doctor Parnassus” no tiene nombre.

Es muy posible que la película que hemos visto haya sufrido inevitables alteraciones respecto a lo que Gilliam tenía en mente, debido a que el actor protagonista (Heath Ledger) murió a mitad de rodaje, lo que obligó a contratar a tres actores más para que desempeñaran su personaje y, sobre todo, a reescribir a toda prisa el guión. Sospecho que las reasignaciones de última hora dieron más peso en la historia al personaje de Christopher Plummer, mientras hacían la narración más confusa y rebajaban el interés dramático. La cuestión es que, como resultado de todo esto, el sencillo hilo argumental sobre dos hombres que vendieron su alma al diablo de distinto modo y desean huir de la responsabilidad del pago de la deuda se convierte en una chapuza ininteligible. De todos modos, lo peor no reside ni de lejos en la cuestión narrativa. Lo peor de todo es que Gilliam demuestra una sorprendente ineptitud para la puesta en escena, que parece boicotear los mayores activos con los que cuenta (intérpretes competentes, fabulosa dirección artística) con una horrenda dirección actoral basada en el tic y una composición visual y montaje aún más insufribles. Por otro lado, cuando nos adentramos en el mundo digital se alcanza unas cumbres de fealdad y mal gusto que no quedan muy lejos de la trilogía de “El señor de los anillos” de Peter Jackson.

Hay que esperar más de dos horas de metraje para obtener una magra recompensa: los títulos de crédito finales son estupendos. Muy poca cosa a cambio de todo lo que uno ha tenido que soportar antes, la verdad.

martes, 10 de noviembre de 2009

Bienvenidos a la hiperrealidad


Los hermanos Roscubas presentan en Vitoria una exposición que toma el erotismo como pretexto para emitir una advertencia sobre la sustitución de la realidad por su representación. Baudrillard y Canetti son algunas de las referencias empleadas por estos genuinos representantes del pop en el arte vasco.

Bienvenidos a la hiperrealidad


Fernando y Vicente Roscubas (Palma de Mallorca, 1953), residentes en Bilbao desde su infancia, constituyen un caso original dentro de la escena artística vasca. Hermanos gemelos, han firmado juntos la mayor parte de su producción como artistas plásticos, que se mueve en unos parámetros cercanos al pop. Sin renunciar a las reflexiones de cierta profundidad (más bien al contrario), su obra presenta evidentes virtudes superficiales. Es precisamente esta cualidad de ligereza aparente, esta rutilante corteza bajo la cual palpitan las ideas e inquietudes, lo que ha constituido el aspecto diferencial de los Roscubas respecto a otros artistas de su mismo entorno y generación, y donde reside gran parte de su interés. Cuando aún se recuerda su excelente “Al principio hace reír y más tarde hace llorar”, en la bilbaína Galería Lumbreras, aterrizan ahora en Gasteiz gracias a esta “Punto ciego (secret sex)”, título que por sí solo logra encapsular un amplio abanico de referencias y significados.

La exposición ha sido concebida y desarrollada en torno al erotismo, pero éste termina convirtiéndose, más que en un eje central, en un simple pretexto amalgamador. Lo que de verdad habita en el trasfondo de “Punto ciego” es otra cosa, una reflexión nada epidérmica de orden filosófico y sociológico. En primer lugar, el concepto erótico se desvía (¿se amplía?) hacia los derroteros de su primo hermano y ocasional sustitutivo, el deleite gastronómico. ¿Qué buen vasco no se dejaría seducir por una descomunal y lustrosa tortilla antes que por una burda colección de imágenes pornográficas?, preguntarán los más maliciosos. La cuestión es que la citada tortilla, realizada en poliuretano, parece tan apetitosa como una real, apuntando el que es el gran tema de la muestra. Por otra parte, la cuestión identitaria y otras tonalidades de la gama política son invocadas cuando nos situamos frente a una ikurriña en la que el color verde ha sido sustituido por el amarillo. Pero no es tampoco la tecla política la mejor afinada de las que tocan los Roscubas.

Lo cierto es que todas las imágenes que nos presentan poseen un carácter híbrido entre la realidad y su simulacro, haciéndose indistinguible cada una de estas dos partes de la otra, mientras se refuerza la tensión existente entre ambas. Particularmente representativo de este fenómeno resulta un muñeco de Michelín (Pichelín) en notorio estado de erección, en el que una ligera alteración del icono publicitario pop (restitución del órgano reproductivo) destapa su naturaleza de artificio, de falacia inserta en una realidad a la que aspira -y, según algunos, logra- suplantar.

Lo que nos devuelve al título elegido por los artistas para su exposición. El punto ciego sería aquella parte de la retina ocular de la que surge el nervio óptico y que, al carecer de fotorreceptores, no permite la visión. Elias Canetti se apropió de este término para referirse al punto a partir del cual la historia del hombre deja de ser real, donde nada es cierto y todo queda fuera del alcance del pensamiento crítico. Y sería el filósofo Jean Baudrillard quien, retomando esta idea, hablaría de la suplantación de la realidad por su simulacro, aterrador fenómeno característico de la sociedad postmoderna (y que, de un modo más folklórico, emplearían por ejemplo los hermanos Wachowski en su saga “The Matrix”).

Se pierde así toda referencia, los valores se confunden y trastocan, e incluso el concepto mismo de arte se pone en entredicho. Este asesinato de lo real nos llevaría a la muerte de Dios proclamada por Nietzsche, si no fuera porque ésta tenía un carácter simbólico, mientras que ahora hablamos del auténtico exterminio de una realidad que se ve reemplazada por su representación virtual. Uno de los ejemplos más cristalinos de esta hiperrealidad radicaría en las imágenes de inspiración pornográfica que se incluyen en la exposición (el porno, que aspira a ser más sexual que el verdadero sexo, sería el exponente perfecto del fenómeno hiperreal), o las más irónicas de un hombre que, sin más atrezzo que un vestido y una peluca (o incluso sin ésta última) se hace pasar por una novia el día de su boda, por una pin-up o por una alegre joven de la época yeyé. Prosiguiendo con esta línea mordaz, nos encontramos con un mullido felpudo rosa marcado en grandes letras con la palabra “chocho”. La literalidad y grosería del chiste remiten al sentido del humor dadaísta, mientras se ejecuta limpiamente la traslación visual de una imagen (símbolo) de común empleada en el argot lingüístico. En una vertiente más poética, unos espejos con besos de carmín frente a unas barras de labios nos devuelven a la idea de la identificación entre el objeto real y su reflejo.

En todos estos registros, el burdo y el sutil, el directo y el rebuscado, se desenvuelven con similar comodidad los Roscubas, que logran así dar forma a sus inquietudes de manera certera y eficaz.

martes, 3 de noviembre de 2009

Un misterio


¿Cuál es el misterio de “Grease”? ¿Qué es lo que hace de ella un gozo interminable, al que siempre tiene uno ganas de regresar, aunque se la conozca de memoria, aunque su argumento sea simple como un tiesto vacío, aunque sus canciones sean empalagosas y esté discretamente interpretada por unos actores que tienen como mínimo diez años más que la edad que pretenden representar? ¿Aunque Olivia Newton-John sea un palo cursi y sosete, aunque John Travolta parezca más preocupado por quedar bien en los primeros planos que por construir un personaje creíble, aunque Stockard Channing tenga enormes patas de gallo y voz de señorona? La verdad, no tengo ni idea.

Sólo sé que el pasado domingo pusieron “Grease” por televisión por enésima vez, y que la disfruté como el primer día.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Una película llena de cosas que me gustan


Buñuel dirigió en 1977 “Ese oscuro objeto del deseo”, su última película. Basada en una novelita erótica de Pierre Loüys, “La mujer y el pelele” (otro libro de Loüys ya me sirvió de pretexto para una entrada anterior en este blog), cuenta la historia de un francés maduro y rico (Fernando Rey) que se enamora perdidamente de una joven española de clase baja que lo vuelve loco, negándose repetidamente a acostarse con él bajo el pretexto de que aún es “mocita” (léase virgen). La película ha pasado a la historia, entre otros motivos, porque el personaje de la chica está interpretado por dos actrices distintas, unas principantes Carole Bouquet y Angela Molina. El modo en que ambas mujeres se alternan para encarnar a la misteriosa Conchita es totalmente arbitrario, y a medida que avanza la película los cambios son más frecuentes. Decisión desconcertante de Buñuel que, sin embargo, el espectador acepta con toda naturalidad gracias al genio del director.

Viendo el otro día la película en la Filmoteca me asombró este fenómeno, la capacidad de Buñuel para hacernos asumir algo tan extraño como que dos personas que no pueden ser más distintas interpreten el mismo papel de manera alterna. Carole Bouquet era una mujer sofisticada, con cuerpo y porte de modelo y una gestualidad que remitía inequívocamente a la burguesía francesa. Angela Molina, en cambio, estaba por aquel entonces más bien rellenita, se movía como una bailaora de flamenco y poseía una magnífica vitalidad populachera. Incluso los modelazos de Chloé del vestuario están adaptados de manera distinta a las fisonomías de cada una de ellas: una misma blusa de seda se cortó recta y ceñida para Bouquet, y mucho amplia y con vuelo para Molina. Todo indica que Buñuel no pidió a las actrices que interpretaran su personaje como si fueran el mismo, sino dos diferentes: aunque no hablamos ni de lejos de una película psicológica (una de las cualidades más maravillosas que posee es que el personaje de Conchita es un absoluto enigma, nunca sabremos con certeza sus auténticas motivaciones: ¿deseo de libertad? ¿terror al sexo? ¿sadismo? ¿exigencia de respeto? ¿simple interés o codicia?), diría que incluso psicológicamente se trata de dos mujeres distintas… Y, sin embargo, una vez más, las aceptamos como una sola.

Pero este no es el único motivo por el que “Ese oscuro objeto del deseo” es un auténtico prodigio. Entre otros aspectos admiro en ella la brutal sinceridad que desprende: Buñuel nos confiesa en su último filme que no comprende a las mujeres, pero que le atraen y las necesita, y eso hace que le produzcan un terror demencial. Hablar de misoginia sería una simplificación, pero sí es cierto que el mensaje políticamente incorrectísimo de “ESODD” incorpora esta visión fatalista y terrible de la relación entre hombres y mujeres. Entre las otras obsesiones de Buñuel que también aparecen retratadas no faltan el terrorismo (toda la historia transcurre en un extraño clima de inseguridad en el que varios grupos terroristas cometen sus crímenes sembrando el caos), la vejez, la muerte y, evidentemente, el sexo. Hay en esta película tantas cosas de las que me gustan, de las que me han gustado desde que era niño, que aburriría a las moscas si me pusiera a enumerarlas. En la sesión de la Filmoteca, llegué en varias ocasiones a retorcerme de risa y vibrar de entusiasmo. Tenía “Ese oscuro objeto del deseo” un poco relegada dentro de la estupenda filmografía de Buñuel, pero hoy sólo podría decir de ella que integra el puñado de mis películas favoritas de verdad.

jueves, 29 de octubre de 2009

El más raro de los directores


La Filmoteca nos regaló la semana pasada una proyección de “Senso”, película dirigida en 1954 por Luchino Visconti, basándose en una novela de Camillo Boito, con guión propio y de Suso Cecchi d’Amico y con la colaboración de lujo de Tennesse Williams en los diálogos. La película, que transcurre en 1866, durante los últimos coletazos de la ocupación austriaca sobre el norte de Italia, narra la historia de una condesa que se enamora perdidamente de un soldado ocupante, un tipejo que se detesta a sí mismo por el que llega a traicionar a la causa nacionalista, y que la chulea sin piedad. Muchos entienden esta obra como un ensayo de la posterior “El Gatopardo”, la obra maestra del director, rodada nueve años y tres películas más tarde. A mí me pareció de todos modos maravillosa de principio a fin: si así fueran todos los ensayos, no harían ninguna falta los estrenos definitivos.

Hace poco hablaba en este blog sobre la capacidad de Visconti para crear atmósferas en contextos históricos. Por mucho decorado que utilice, con Visconti todo parece real, desde los muros húmedos de una mansión veneciana hasta el último broche que lleva prendido una figurante. Si algún objeto aparece en cuadro (y aparecen muchos, muchísimos objetos) no sólo sirve para proporcionar más información acerca del entorno descrito, sino que además uno siente que ha sido utilizado para su fin natural, y que seguirá siéndolo, es decir, que no forma parte de un simple atrezzo. Y todo esta cargado de una extraordinaria energía, y gracias a ello es como el director italiano logra contagiarnos su fascinación por el mundo que retrata. Además, Visconti consigue milagros impensables, como que el californiano Farley Granger dé perfectamente el pego como oficial austriaco, o que no nos distraiga en absoluto el hecho de que todos sus diálogos con la otra protagonista, Alida Valli, se ejecuten en inglés pero hayan sido doblados al italiano.

Durante mucho tiempo, Visconti realizó el tipo de cine que yo por lo general detesto, lo que podríamos llamar cine “de ilustración”, el que toma un texto y un mundo ajenos (normalmente, de un novelista) y lo reproduce con la mayor fidelidad y pulcritud posible. La mayor parte de las películas que siguen este patrón no me interesan en absoluto: por desgracia, es el que más abunda aún hoy en día. Mis directores favoritos (de Buñuel a Bergman, de Hitchcock a Dreyer) se caracterizan por haber hecho justo lo contrario; contaban sus propias historias o, si adaptaban una preexistente, la llevaban a su terreno hasta hacerla prácticamente irreconocible, y no reflejando en el resultado otra cosa que a sí mismos. Sin embargo, Visconti hace tan bien su trabajo, es capaz de cumplir con sus premisas con tal perfección y hasta tal extremo, que no sólo lo considero el mejor director “ilustrativo” que ha habido nunca, sino un genio de la historia del cine, sin matiz alguno. Hasta que llegó Visconti, nadie había llegado tan lejos en su ámbito, y por supuesto nadie ha vuelto a hacerlo después. Por eso pienso que es el más raro de los directores, y el más contradictorio, y quizá también el más retorcido.