martes, 30 de diciembre de 2008

Despedidas y enseñanzas



En un alarde de originalidad, escribo el último texto de 2008 para despedir 2008. Ha sido un año complicado: a lo largo del mismo, me han sucedido algunas cosas buenas, pero también las peores de mi vida, sin duda. Para compensar, algunas de las mejores se han mantenido: todas ellas tienen que ver con otros seres humanos.

Además, he aprendido algo muy importante (prodigiosa, la capacidad del hombre de seguir aprendiendo cosas a lo largo de su vida, siempre que mantenga la actitud necesaria para ello), y es que uno debe saber qué puede esperar y qué no de cada persona. Es cierto que lo que cabe esperar de alguien a menudo no coincide con lo que necesitamos que ese alguien nos procure: mala suerte, entonces. Pero no hay nada que pueda hacerse al respecto, salvo quizá dirigirnos a otro cuya naturaleza tal vez sí resulte más compatible con nuestras necesidades del momento. A menudo tendemos a pensar que, llegado el caso, todos nuestros amigos, como un solo hombre, olvidarán sus propias tareas, necesidades y pequeñas mezquindades para hacer exactamente lo que necesitamos que hagan. Muchas veces son ellos mismos quienes alientan esa creencia, porque cuando no se divisan grandes dificultades es fácil realizar afirmaciones como "sabes que me tienes para lo que quieras". Poner esta idea en cuarentena es lo primero que todo adulto sensato debe hacer en cuanto le sea formulada. No quiero con esto decir que jamás debemos esperar nada de los demás, sino que sería bueno que aprovecháramos el conocimiento que tenemos sobre la gente que nos rodea para asumir las limitaciones de cada uno de ellos. Esto nos evitaría muchas sorpresas, decepciones y disgustos.

Con esta enseñanza en la mochila, pues, despido 2008, que quiero recordar como el año en que comencé una nueva e interesante labor profesional, el año en que publiqué mis primeras críticas de arte, el año en que vi en carne y hueso al prodigioso centenario Manoel de Oliveira, un año más en el que mantuve a mi lado a casi todas las personas a las que quiero. Y lo despido sin deseos particulares para el año próximo, por si acaso.

Inuguraré el año que está en puertas viajando a Francia. Pero eso ya merece constituir el primer texto de 2009.

domingo, 28 de diciembre de 2008

De imagen, sexo y género

Crítica publicada el pasado 12 de diciembre de 2008:

Prosigue la actividad expositiva de Bastero Kulturgunea, que se confirma como una una apuesta muy cuidada pero en absoluto convencional. Ahora es la artista holandesa Risk Hazenkamp quien recoge el relevo para plantear ciertas cuestiones que no son nuevas, pero cuya vigencia está lejos de haberse agotado.


De imagen, sexo y género


Bastero Kulturgunea sigue escogiendo con extremo cuidado los artistas y motivos de sus exposiciones. Recordemos que este 2008 se abrió con un electrizante “Duelo” de Enrique Marty, tras el cual no se bajó el listón con los sucesivos Elena Blasco, Eduardo Sourrouille y Gabriel de la Mora. Desde hace poco más de un mes. y a modo de cierre del año, se nos enfrenta a las fotografías de Risk Hazekamp (La Haya, 1972), cuyo trabajo franco y rotundo constituye ya uno de los referentes en el tratamiento de las cuestiones relativas a género e identidad.


Itxaso Mendiluze, comisaria de Bastero, ya había contado con Hazekamp en la reciente “Líbrate de ello” (Fundación Bilbaoarte, Bilbao, 2007), exposición colectiva en la que se ofrecía un muestrario de los distintos planos desde los cuales es posible abordar la cuestión de la construcción de la identidad a partir de la intervención sobre el entorno real que la define al mismo tiempo que opera como su contexto. Las fotografías que Hazekamp presentaba en aquella ocasión suponían una de las aportaciones más oportunas de entre todos los trabajos seleccionados: en ellas, la propia artista era retratada con una barba hiperrealista y un peinado a lo James Dean, en un tratamiento del travestismo que hacía coincidir en una misma imagen al sujeto que se expone conscientemente a la mirada de los otros con el reflejo irreconocible devuelto por tan implacable espejo. Había cierta crudeza, y un espíritu muy poco complaciente en aquellas instantáneas que parecían narrar la historia de una frustración, y sin embargo el aperitivo sabía a poco. No es descartable que en esto radique el origen de la exposición individual que ahora nos ocupa.


En cualquier caso, la obra de Hazekamp, despojada de otro contexto que no sea el que ella misma define, resulta aún más enérgica y transparente. La exposición consta de una veintena fotografías, en color y blanco y negro, en las que casi siempre aparece la propia artista autorretratada adoptando distintas personalidades, algunas más abstractas o generales, otras tan reconocibles como la de Elvis Presley o el ya mencionado James Dean. La elección de este último personaje no es nada casual: pocos iconos universales concentran tanta riqueza de matices en la confusión de lo que se acepta como atributos masculinos y femeninos, la rebeldía y la fragilidad, el dolor y la rabia. Aún más elocuente en este sentido resulta la utilización de las figuras de los artistas Catherine Opie, Frida Kahlo y Pierre Molinier, o del mismísimo Dorian Gray wildeano. Completa la muestra un vídeo en el que se ejemplifica de manera un tanto eviente un posible resultado del encuentro entre diversas modalidades de sexo y género en dos individuos. El conjunto resulta deliberadamente diáfano, lo que no equivale en absoluto a “superficial”, ni mucho menos a “simplista”. Poco importa también que las cuestiones de la identidad, la construcción del género y el abismo que media entre la imagen que de nosotros mismos tenemos y la que perciben y nos devuelven los demás hayan sido tratadas con anterioridad, en especial por otros artistas contemporáneos. En realidad, el éxito de Hazekamp consiste en demostrarnos que tales planteamientos siguen teniendo absoluta validez, mientras eleva el alcance de su obra muy por encima del panfleto o lo puramente testimonial.


Invocando las referencias que consciente o inconscientemente puede haber manejado Hazekamp, reviste particular interés recordar la obra de Claude Cahun, artista nacida en Nantes al final del siglo XIX, poco reconocida durante los años de su actividad creativa, coincidente con los (mayoritariamente masculinos) popes del surrealismo, y cuyos fascinantes autorretratos en los que se mostraba con el cráneo rasurado, vistiendo una camiseta interior masculina de algodón, poseían una radicalidad impensable, visionaria. Más aún: en su libro Aveux non avenus (1930), un auténtico ovni para el momento, Cahun retrataba a un personaje que, a fuerza de desear desesperadamente que su esencia trascendiera la férula deformante del cuerpo material, llegaba a una especie de mutilación que implicaba a su vez una anulación de (o, al menos, una rebelión contra) la propia anatomía. Las torturas del deseo insatisfecho, leit motiv indiscutible del surrealismo, alcanzaban aquí el grado de auténtica tragedia.


Quizá no se llegue a la tragedia en el caso de Risk Hazekamp, lo que se debe a que quizá en este momento sea posible tratar los mismos temas con mayor serenidad, pero el resultado resulta igualmente radical. A través de su mirada se revelan en toda su crudeza algunos de los mecanismos que han servido para apuntalar un statu quo social de férreos valores jerárquicos. Entre ellos destaca la inviolable dicotomía hombre (masculino) / mujer (femenino), que en el fondo encierra otra segregación, que es la que discrimina lo normal de lo que no lo es. Consciente de ello, Hazenkamp sitúa el término “normal” en la cima de su particular pirámide conceptual al emplearlo como título de la exposición. Revisando cada una de las facetas de esta pirámide, sería difícil no admirar la astuta coartada formal que utiliza los estereotipos que la publicidad y los mass media establecen sobre sexo y género, solapando indisociablemente ambos conceptos. El mensaje trasmitido admite pocos equívocos: Hazekamp sabe bien lo que dice, pero sobre todo sabe cómo hacerlo con claridad.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Y hablando de gente guapa...

...es decir, de gente guapa como sólo la encontramos en el cine: fragmento de la película musical (uno de mis géneros favoritos, y lo admito con cierta aprensión) "Les chansons d'amour", de Christophe Honoré. Cantan e interpretan Louis Garrel y Grégoire Leprince-Ringuet.

No hace falta saber francés para disfrutarlo. Basta con tener vista. Pero, para los que además puedan entender el texto, curiosamente hace algo más de un año escribí una novela breve que casi nadie ha leído, y que venía a contar más o menos lo mismo, metáforas frutales incluidas.

En fin, basta de rollos. Adelante con el vídeo:

http://www.youtube.com/watch?v=-whM9o6UU18

martes, 23 de diciembre de 2008

Cine colirio


Jude Law y Norah Jones en My Blueberry Nights. Guapos, como la gente sólo lo es en el cine

El tardío estreno en España de My Blueberry Nights, la última película hasta el momento de Wong Kar Wai, ha sido un acontecimiento inesperado: no se había anunciado en ningún sitio, hasta que el metro de Madrid se llenó de carteles promocionales, y un par de días más tarde la película ya estaba en las salas. Por eso me costó reaccionar como es debido, así que he tardado bastante en ir a ver una cinta por la que llevaba salivando desde que se presentó en el festival de Cannes de 2007 con críticas dispares.

Una vez vista, la sensación predominante es la de decepción. No sería exacto afirmar que se trata de una película fallida, si por “fallida” entendemos que hay en ella uno o varios problemas graves que le impiden convertirse en una gran obra. En realidad, resulta difícil encontrar tales problemas graves en sus elementos esenciales: la narración es excelente, la interpretación presenta siempre un óptimo nivel, y la puesta en escena resulta inventiva y equilibrada, como de costumbre. Y, desde luego, mentiría si dijera que me aburrí durante la proyección. Sin embargo… tampoco puedo decir que me sintiera fascinado por las historias que se me contaba, o por las bellísimas imágenes fotografiadas en tonos rojizos por Darius Khondji, evidente alumno aventajado de Vittorio Storaro. Había algo en aquella magia que me resultaba recreado, formulaico. Y, lo peor de todo, tuve la impresión de que los virtuosos recursos estilísticos de Wong Kar Wai, desplazados desde su contexto asiático hacia la orografía física y argumental de los Estados Unidos, resultaban por momentos algo relamidos, incluso autoparódicos. Llegando aún más lejos, en algunas secuencias me pareció que se coqueteaba alarmantemente con el vídeoclip o la serie televisiva de qualité. El cine de Alan Rudolph, que gozó de en su momento de bastante éxito en el mundo cultureta y después fue rápidamente olvidado, también me vino a la mente alguna que otra vez.

Como indicaba antes, la película resulta muy bonita de ver. ¿Cómo no va a serlo, cuando explota tan a conciencia y con tanto gusto los portentosos físicos de Jude Law, Norah Jones, Rachel Weisz o Natalie Portman, haciéndolos desfilar entre neones y efectos estroboscópicos? El Wong Kar Wai exquisito coreógrafo y expositor de cuerpos no falta a la cita, afortunadamente. Esa es la mejor noticia relativa a una película más bien prescindible, pero que mientras se está contemplando produce un agradable confort visual como de colirio.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Foto de grupo en el ayuntamiento de Bilbao



Jueves, 18 de diciembre de 2008. Entrega de distinciones a los Ilustres de Bilbao. Se reunieron para la fotografía todos los asistentes en huelga de laca.

Foto de Ignacio Goitia.

sábado, 20 de diciembre de 2008

Aperitivo navideño en Bilbao

Interior del ayuntamiento de Bilbao: mucho atrezzo de las Mil y Una Noches... pero Scheherazade no vivía de cacahuetes revenidos



Fin de semana en Bilbao. No he parado: me han servido una ración de aperitivo navideño tan generosa que en el camino de vuelta a Madrid todavía estaba digiriendo lo mismo que volveré a degustar dentro de un par de días. En lo sucesivo trataré de dosificarme para evitar el empacho.

El jueves por la noche, recién llegado a la villa, corrí a la entrega de unas distinciones (¡no, premios no!) llamadas “Ilustres de Bilbao”. Este año, los ilustres han sido el presidente de la Bolsa bilbaína, José Luis Marcaida, el músico Fito Cabrales, la peluquera Yolanda Aberasturi y las diseñadoras de moda Mercedes de Miguel y Miriam Ocariz. Esta última era la ilustre que me llevaba a mí al ayuntamiento. Su breve y emocionado discurso de agradecimiento fue lo más bonito de la noche (imagino que, naturalmente, no estarán de acuerdo conmigo los amigos de los otros cuatro ilustres), aunque lo que de verdad encontré memorable fueron otros dos detalles, a saber: a) la sobredosis de laca en las cabezas de las asistentes, que dejaba en mantillas un estreno de Arturo Fernández; estoy seguro de que la capa de ozono se resiente seriamente con cada recepción que celebra el ayuntamiento bilbaíno, y b) el hecho de que los canapés de rigor fueran sustituidos por peladillas (¡rancias!) debido a la crisis económica que se cierne sobre nosotros. No dejaba de tener su gracia ver a las señoras de ahuecados estilismos capilares tratando de engañar el hambre de croquetas y gambas orly a base de puñados de cacahuetes recogidos de grandes cuencos de loza que rellenaba un pomposo personal de catering. ¿Merendola infantil en el salón árabe? Ni por ésas: faltaban los cheetos pandilla.

En cambio, sí que nos ofrecieron algo más sustancioso al día siguiente, en la inauguración de las jornadas de puertas abiertas de la Fundación Bilbao Arte. Se presentaba el trabajo de veintidós artistas becados este año por la institución, lo que incluía artes plásticas y también diseño de moda. Allí el público ya era de otro tipo: se echaban de menos los cardados. Por pura reacción, la moderna bilbaína renuncia al volumen capilar hasta el punto de que no se ven por ningún sitio los descomunales tupés que todo madrileño trendy que se precie viene luciendo estas últimas temporadas. Entre los artistas que exponían estaba Alberto Albor, que no sólo es un chico fantástico, sino también un pintor lleno de vida y talento. Por desgracia, no pude saludarlo; alguna vez lo divisé entre el gentío, pero para cuando me decidí a acercarme a él, ya no lo encontré. Por lo demás, mucha nueva escultura vasca, mucha nueva pintura vasca y mucha nueva moda vasca. Y una chica oriental sumamente guapa que pintaba indolentemente a la vista de un público que simulaba aún más indolencia.

Y luego, por supuesto, estaba el vídeo que han concebido, realizado y protagonizado Eduardo Sourrouille y Elssie Ansareo. En fin, es imposible que sea objetivo al respecto, y me niego a desempeñar públicamente el papel de madre de la folklórica. Pero aconsejo vivamente a todo el mundo que vaya a estar por Bilbao durante esta semana que se tome la molestia de pasar por Bilboarte (http://www.bilbao.net/bilbaoarte/) para ver la pieza. Estoy convencido de que a la salida agradeceréis el consejo.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

La televisión y Eva Arguiñano

Eva crea tendencia con su gorro fucsia y sus frutas. El estilo Carmen Miranda llega a Euskadi

Ya lo comenté en mi anterior entrada en este blog: aunque sea un tópico como una catedral decirlo, hace tiempo que no veo demasiado la televisión. La mayor parte de la programación me parece tan fea y tan prescindible que lo máximo que me provoca es una irritación ligera y persistente, como un sarpullido en las meninges. No siempre fue así, desde luego, pero no voy a realizar ahora un manido ejercicio nostálgico sobre la tele de mi adolescencia: imagino que en realidad era tan estúpida y tan fea como ahora, y que soy yo quien ha cambiado. De todas maneras, si me veo forzado a echar la vista atrás para posarla en mis tiempos de adicto a la ficción catódica, me doy cuenta de que mi pasión televisiva terminó justo después de Twin Peaks, cuyos primeros capítulos no sólo me parecen de lo más extraordinario que ha salido de la imaginación de David Lynch (lo que ya es mucho decir), sino también la mejor serie de televisión de todos los tiempos. Al menos, de todas las que yo conozco. Del impacto que en su momento supuso para mí esa obra maestra me gustaría hablar en alguna entrada futura.

Hoy en día no me interesan especialmente las series norteamericanas por las que todo el mundo parece haberse vuelto loco. Cuando he intentado seguirlas, ocasionalmente he podido reconocer algo de talento narrativo en sus guionistas, pero esa dirección funcional, basada en un juego cronometrado de plano-contraplano me excluye inmediatamente. Y en el momento en que pasamos a la estética de vídeoclip con cancioncilla sentimental de fondo, ya me pongo enfermo. Por mucho que me aseguren lo contrario, no encuentro nada memorable en series tan veneradas como Sexo en Nueva York (qué estúpido me parece todo, qué ramplón y obvio el trabajo de los estilistas), House (una pura y reiterativa fórmula) o CSI (mortal aburrimiento). De Los Soprano y Mad men me hablan maravillas, pero admito que ni siquiera les he dado la oportunidad. Ni el cine de verdad, puedo verlo apenas en televisión: tengo en casa varios packs de DVDs de grandes directores que llevan meses sin abrir. Entre la Filmoteca Española y el salón de mi casa, para qué señalar qué es lo que prefiero.

Todo eso, claro, por no mencionar los insufribles reality shows, los programas de cotilleo y esos formatos de humor que no me hacen ni puñetera gracia. Incluso el Gran Wyoming se ha contagiado definitivamente de la mediocridad general, hasta convertirse en un personaje artificioso y previsible.

Entre toda la morralla y la vulgaridad televisiva, hay un personaje (una persona, vaya) que me apasiona. Se trata de Eva Arguiñano. De vez en cuando veo su programa de coaching culinario en La Sexta los domingos por la mañana, y juro que ante ella me quedo como hipnotizado: Louise Brooks o Jeanne Moreau entre fogones no me producirían un efecto distinto. Me gusta su voz un poco algodonosa, su sonrisa de quien no necesita especialmente agradar, su infinita paciencia, sus vasquismos, la ironía que despliega de vez en cuando, como de manera casual. En sus miradas, o en los elocuentes silencios frente a alguna de las preguntas que le dirige un invitado que pretende convertir el programa en su show particular. Sobria y serena, al contrario que su estelar hermano, de una inteligencia natural y poco llamativa, enseña a sus invitados (que en realidad somos todos los espectadores) a cocinar recetas bastante sencillas y a emplatar el resultado siguiendo los estrictos patrones -un poco demasiado explotados ya- que acuñó la nueva cocina vasca. Francamente, el contenido del programa me parece lo de menos. Lo que de verdad merece la pena es la propia Eva Arguiñano, sonriendo encantada de la vida bajo su absurdo gorro de chef fucsia.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Érase una vez...

Jennifer Connelly baila en "Érase una vez en América". Momento sublime y ridículo al mismo tiempo

Aunque resulte algo banal y tópico decirlo, no veo mucho la televisión: en fin, ya profundizaré sobre esto en una próxima entrada. Lo que ahora quería contar es que el pasado domingo por la noche, al volver a casa tras dar por concluido el fin de semana, me encontré en Telemadrid con un pase de “Érase una vez en América”, película dirigida en 1984 por el director italiano Sergio Leone -recordado autor de unos spaghetti westerns que particularmente nunca me han interesado en absoluto- y contra mi costumbre me quedé a verla. Más contra mi costumbre aún, me mantuve frente al televisor hasta altas horas de la madrugada, cuando al día siguiente debía levantarme a las 7 de la mañana.


“Erase una vez…” era una película sobre gansgters judíos (no italianos, como habría cabido esperar del director) en Nueva York, que abarca unas cuatro décadas de historia comenzando en los años 20 del pasado siglo. Fue una de las referencias de mi infancia, vista por primera vez un viernes por la noche en Televisión Española: sus imágenes hicieron en mí bastante mella, algo a lo que no era ajena la chocante orgía de violencia y sexo de los primeros rollos. Rara vez he vuelto a sentirme tan turbado: precisaré que yo no debía de tener entonces más de doce años.


Hoy en día, se trata de una de las pocas películas (sólo se me ocurre Mulholland Drive de David Lynch como candidata a entrar en la misma categoría) de las que no sé muy bien qué pensar. ¿Me parece una obra maestra, o la encuentro horrible? ¿Es el mal gusto encarnado, o un exquisito poema visual y narrativo? Imposible decidirme. Desde el primer al último fotograma, a lo largo de unas cuatro horas, transita sin descanso en la delgadísima línea que separa lo sublime de lo ridículo. Qué coño, lo que hace es caminar con una pierna a cada lado de esta línea, de manera que todo en ella es al mismo tiempo maravilloso y grotesco. Por momentos uno tiene la sensación de que podría haberla dirigido Murnau, o bien José Luis Garci. Coincidiréis conmigo en que algo así sólo puede constituir una rareza absoluta.


Cada plano es un triple salto mortal sin red. Conviven en todos ellos el sensacionalismo más ofensivo y una prodigiosa hipersensibilidad: en cualquier caso, el conjunto sólo puede definirse como radical. La propia banda sonora de Ennio Morricone es de una belleza decadente, tan pomposa como refinada, el trash melódico más emocionante jamás compuesto. Robert de Niro, el protagonista, parece un alucinado de principio a fin. La fotografía de Tonino Delli Colli ofrece colores saturados y soberbios ecos pictóricos. La cámara se mueve a menudo, rozando la histeria, enganchada a una hiperactiva steadycam que traza recorridos ampulosos y virtuosistas. Hay un plano totalmente gratuito pero deslumbrante, que comienza del modo más simple, con Jennifer Conelly caminando por la calle, y que va abriéndose más y más, hasta no mostrar otra cosa que el bullicio de las calles de Nueva York, coreografiado del modo más original y efectivo que cabe imaginar. En general, las escenas de masas cortan el aliento, mientras que las más intimistas casi hacen llorar por su intensidad emocional descaradamente folletinesca.


En fin, una vez finalizada la redacción de este texto, acabo al fin de decidirme. Adoro “Érase una vez en América”, porque en los aburridos tiempos que corren no cabe más remedio que adorar el producto de un riesgo tan asombroso como el que asumió en su momento Sergio Leone.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Puesta en escena del misterio


Lo prometido es deuda. Crítica publicada el pasado 5 de diciembre en Gara:


Ignacio Goitia. Daily Scenes.
Del 2 al 4 de enero de 2008
Hardcore Art Contemporay Space. Miami


El trabajo del artista bilbaíno Ignacio Goitia se instala estos días en el suave invierno de Miami. Un oportuno pretexto para emitir diversas impresiones sobre una obra misteriosa, personal y a su manera incendiaria.

Puesta en escena del misterio

Los cuadros de Ignacio Goitia (Bilbao, 1968) vienen disfrutando desde hace tiempo de un comprensible éxito. Arrebatadamente coloristas, tendentes al gran formato y a la exuberancia, parecen naturalmente concebidos para su lucimiento en un gran salón, o en su defecto (la dura realidad manda) para proporcionar lustre a estancias urbanas con ciertas aspiraciones. La mirada de su autor explota al máximo la magnificencia de las formas arquitectónicas versión palaciega, moviendo a la ensoñación casi hipnótica con la forma que hoy adopta el auténtico lujo, que es la del simple y puro espacio habitacional. La fisicidad de lo suntuoso que se logra es tan intensa que los contornos del lienzo son incapaces de retenerla, de tal manera que irradia más allá del marco, contaminando como un elemento radiactivo todo cuanto queda a su alrededor. Esta capacidad de sublimación ha resultado patente en las exposiciones dedicadas al artista bilbaíno por galerías como Juan Manuel Lumbreras (Bilbao), Angel Romero (Madrid) o Marisa Marimón (Ourense), entre las más recientes. Ahora, sus cuadros cruzan el Atlántico para aterrizar en Miami gracias a la exposición del Hardcore Art Contemporay Space titulada “Daily Scenes”. Es de esperar que el efecto luzca en todo su esplendor en un entorno que presumimos idóneo para ello.

La muestra ofrece una selección absolutamente representativa del rango de posibilidades e inquietudes de Ignacio Goitia. Están desde luego los previsibles grandes formatos, ocho nuevos cuadros con profusión de arquitecturas barrocas y neoclásicas, tupidas alfombras, candelabros y chandeliers, jarrones sobre las repisas, bustos en hornacinas, damas que intercambian confidencias envueltas en tafetán y diamantes, hombres uniformados con connotaciones fetichistas, motocicletas, caballos, jirafas y hasta un elefante que irrumpe en Viena con la misma naturalidad que con que desfilaría en una celebración de los tiempos coloniales en la India. Esta parte de la obra de Goitia, la más conocida y apreciada por sus abundantes fanáticos, no falta a la cita; si acaso, la ración de magnificencia resulta incluso mayor de lo habitual. Hay además cuatro dibujos, ámbito en el que las cualidades técnicas de Goitia resultan más visibles al evitarse todo riesgo de ser eclipsadas por el boato ornamental. Y también un vídeo,“Pasión por el arte”, que fue rodado hace un par de años en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, y en el que se ensaya con la posibilidad de trasladar al soporte digital las mismas premisas que sobre el lienzo han demostrado sobradamente su eficacia.

Una vez más, la nueva producción de Ignacio Goitia se muestra impecable, deslumbrante incluso, en sus logros puramente técnicos. Sin embargo, limitarse a alabar éstos sin referirse a cuestiones más medulares resultaría un ejercicio tan manido como sintomático de la más absoluta miopía. Francamente, el trabajo que estamos juzgando aquí merece otra cosa.

Las imágenes que nos ofrece Goitia están animadas por una voluntad esencialmente narrativa, aunque dicha narración posea un carácter abierto y requiera ineludiblemente de la contribución del espectador para articularse. Los personajes se distribuyen en el cuadro formando pequeños grupos, a menudo parejas, apareciendo también los outsiders que no pierden detalle de lo que sucede a su alrededor, o bien aparentan abstraerse de ello para concentrar su atención en alguna actividad banal (recoger algo del suelo, dormitar indolentemente), como si no supieran que su presencia allí ha sido decidida por un orden superior, y que son a su vez observados por otros personajes que también aparecen en el cuadro… además de por otros que están fuera de él. Nunca queda claro hasta qué punto estos personajes son conscientes de la atención ajena que les es dispensada, ni cuáles son sus intenciones o la misión que los ha llevado hasta el lugar que ocupan, de haber alguna. Prevalece el efecto de representación frente al de actividad real, sensación reforzada por juegos de luces sutilmente teatrales y artificiosas, por una densidad ambiental que sólo tiene lugar cuando existe una expectación contenida o bien el orden normal de las cosas acaba de ser subvertido, y por tanto todo intento de actuar con naturalidad se anula a sí mismo. Se multiplican las miradas y sus posibles significados, que turban y desconciertan a un espectador que ha de determinar por sí mismo los elementos faltantes (o velados) para completar el significado de la escena que se le presenta. Este factor inquietante, sin embargo, cohabita con un flamante optimismo que es el que se deriva de la certeza de que otro mundo es posible, aunque sea uno mismo quien haya de crearlo a su imagen y semejanza. Cada uno de los cuadros de Goitia es en sí un alumbramiento, un cosmos engendrado para la ocasión, que incorpora su propio orden y su lógica intransferible. En él se confunden los planos temporales, pero también los continentes, los estratos sociales, las razas, las culturas, las jerarquías. La mirada al pasado, por tanto, no tiene nada de nostálgica (léase “nada de reaccionaria”) sino que, muy al contrario, desliza un mensaje de raíces incendiariamente libertarias.

Es en este complejo artefacto, más allá de todo valor superficial o evidente, donde reside la auténtica originalidad de la obra de Ignacio Goitia, y también su logro más radical. A lo que en última instancia asistimos es a una puesta en escena del misterio que al mismo tiempo no rehúye cierta transparencia en el contenido político. Que todo esto pueda ser digerido sin dificultades por un público más o menos masivo gracias a su rutilante envoltorio formal no deja de ser un mérito considerable, pero no nos engañemos: la grandeza de un cuadro de Goitia es más aún una cuestión de fondo que de forma.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Mensaje Personal



Hay una canción que me obsesiona desde hace un tiempo. Se llama “Message personnel” (“Mensaje personal”), fue compuesta por Michel Berger y pertenece al repertorio de la cantante francesa Françoise Hardy, que también firma como autora de la letra junto al mencionado Berger.

La descubrí viendo una espantosa película de François Ozon llamada “Ocho mujeres”. Uno de los pocos números musicales que se salvaban de la quema en aquel almacén de despropósitos consistía en la sentida interpretación que de ella realizaba Isabelle Huppert. Aunque la letra de la canción no venía a cuento dentro de la trama ni ayudaba a la caracterización del personaje, hubo algo en ella que me conmovió. Pensé que la explicación estaba en los ojos acuosos y las mímicas manuales de Huppert, pero ahora sé que no se trataba de eso en absoluto.

Fue años más tarde cuando redescubrí el tema, al toparme por casualidad en youtube con la versión original cantada por Françoise Hardy. Entonces lo comprendí todo. Tengo la impresión de que no hay una sola palabra de esta canción que no sea pura verdad y vida. Hay en su fondo desgarro y desesperación, y en su superficie una melancolía mansa en la que se apoya Hardy para no remarcar lo evidente, dejando que lo que está escrito actúe por sí solo al fluir reposadamente de su boca.
Casi tanto como la propia canción me hipnotiza, pues, el modo en que su coautora la interpreta. Se trata, sin duda, de su mejor trabajo: he comprado algunos de sus discos, y aunque nunca haya sido una artista mediocre, y en su discografía abunden las pequeñas joyas (desde la irresistible canción que la dio a conocer, “Tous les garçons et les filles” hasta sus colaboraciones con Gainsbourg, Brassens o Dutronc), opino que nada está a la altura de este “Mensaje”. El listón quedaba demasiado alto. Hay que ver el vídeo: aparte de por todo lo anterior, porque estéticamente es un festival. La planificación y realización, el vestuario de Hardy, su silueta elegante, los contornos de su rostro, la economía gestual que convierte su enigmática media sonrisa en una mina de sugerencias…

martes, 9 de diciembre de 2008

Más sobre Retorno a Brideshead


Sebastian, Julia, Charles y Aloysius (el más peludo de los cuatro)

Como ya indiqué en alguna entrada anterior, “Retorno a Brideshead”, la novela del británico Evelyn Waugh, fue una de mis lecturas básicas de adolescencia, y un volumen que desde aquellos tiempos yo recordaba como una auténtica obra maestra. Las dos académicas, insuficientes adaptaciones que ha conocido el libro en televisión y cine me han impulsado a revisarlo ahora, y los resultados de esta actividad han resultado algo distintos de lo esperado.

Es cierto que en algunos pasajes el estilo de Waugh (magnífico autor satírico en otras de sus obras) debía de resultar algo rimbombante incluso para su época, pero no es ahí donde yo establecería las principales objeciones: en realidad, mis gustos literarios aprecian especialmente las frases largas, la profusión de adjetivos y la búsqueda de una cierta precisión de lo sensorial. Aún tratándose de una cuestión más peliaguda, tampoco me repele la curiosa añoranza del hecho religioso que se desprende de todo el entramado, pues ésta me parece una debilidad comprensible y digna de respeto. Es más bien el esnobismo que subyace a la mirada sobre la tradición británica y el tratamiento de algunos de los personajes lo que me produce una irritación ocasional. No creo que la interpretación según la cual Charles Ryder, el narrador, sería una especie de trepa con motivos (que fundamentaba la más reciente de las dos adaptaciones) proceda de una deducción basada en la literalidad del texto, sino más bien del ejercicio algo facilón de trasladar atributos del autor real hacia el protagonista literario.
Por otro lado el personaje de Julia Flyte, siendo en teoría esencial para la historia, queda algo desdibujado y uno tiene a veces la sensación de que es por encima de todo una mera excusa argumental, lo que constituye otro problema nada menor. El problema se agrava debido al hecho de que Julia es instalada en el primer plano de la trama justo cuando acaba de abandonarla Sebastian, el personaje más potente y magnético del libro.
Por el contrario, hay dos secundarios que aparecen admirablemente descritos. Se trata de Rex Mottram, el marido de Julia, y el primogénito de la familia Marchmain, Brideshead Bridey Flyte. En particular, el primero de ellos se retrata a la perfección en uno de los abundantes monólogos de Julia, aquel en el que ella viene a definirlo como un ente con apariencia de ser humano normal y completo, pero que es en realidad sólo una parte de ser humano, como un órgano que se ha desarrollado artificialmente dentro de una probeta. Yo mismo he conocido muchos casos similares en la vida real, individuos cuya humanidad comienza y termina en sus muy humanas ambiciones, y que más allá de ellas son como carcasas vacías. En cuanto a Bridey, encuentro irresistible cómo combina todo lo sublime y ridículo que Evelyn Waugh parecía detectar en la aristocracia católica inglesa.
Hay algo que no ha cambiado desde que leí Brideshead por primera vez: la representación de lo inefable, y el misterio que ello conlleva, es lo que más me ha gustado en el libro. No me parece en absoluto que Waugh tuviera miedo de llamar “al pan, pan y al vino, vino” (ver su aproximación a otro de los más logrados personajes secundarios, Anthony Blanche), sino que toma la decisión consciente de evitar la obviedad, de no pronunciar todo aquello que tampoco pronuncian sus personajes, manteniendo así una absoluta coherencia con la densidad religiosa y, por tanto, con el misterio que acompaña imprescindiblemente a ésta. Frente a esta radical y admirable decisión, las pegas de última hora que pueda poner al conjunto me parecen detalles casi sin importancia.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

¿Acaso no disparan a los caballos?


Crítica que publiqué el pasado 21 de noviembre:



La artista bilbaína Mabi Revuelta expone estos días en la galería Raquel Ponce, de Madrid. “A day at the races” es el resultado de varios años de un trabajo que toma como coartada y punto de partida el exótico y ambivalente universo de las carreras de caballos.

La exposición que nos ocupa surge al parecer como resultado de una confluencia de estímulos recibidos por Mabi Revuelta (Bilbao, 1967). Está en primer lugar una propuesta para la realización de un proyecto sobre las peculiaridades de la República de Irlanda en general, y de la comunidad de Sligo en particular (Sligo es un condado altamente representativo de todos los tópicos comúnmente asociados con la “verde Irlanda”, y en cuya húmeda tierra reposan los restos de Yeats, nada menos). También está la fascinación que produce a la artista el rito de las apuestas, fascinación sin duda no exenta de cierta grima intrínseca. Y en tercer lugar, “A day at the races”, película de 1937 dirigida por Sam Wood y protagonizada por los hermanos Marx, que pese a no ser una de las mejores de los cómicos americanos incluía, como toda su filmografía, algunas secuencias verdaderamente hilarantes. El resultado de todo esto ya se presentó la pasada primavera en la Sala Polvorín de la Ciudadela, en Pamplona, para recalar ahora en la galería Raquel Ponce, en Madrid.

Revuelta es una de las artistas vascas más inquietas de su generación, habiendo vivido y trabajado no sólo en su ciudad natal, sino también en Nueva York, y presentado su trabajo en exposiciones individuales y colectivas de Europa, Norte y Sudamérica. Además, entre otras instituciones, han adquirido su obra ARTIUM, la Fundación Marcelino Botín o el International Museum of Women, de San Francisco. A lo largo de su trayectoria destacan diversas instalaciones (Rizos de Medusa, Dulce de leche), caracterizadas por profundizar en una lograda combinación entre la sensualidad más delicada y un sentido del humor que soslaya lo obvio. Una vez probado el éxito en la vía descrita, esta “A day at the races” ofrece testimonio de su interés por explorar nuevos ámbitos expresivos, lo que ya es per se una buena noticia.

La fotografía en blanco y negro constituye el centro y principal medio expresivo que se ha elegido en esta ocasión. Fotografías de caballos e hipódromos realizadas bajo una voluntad decididamente clásica, con manifiesta pulcritud en encuadre y composición. El resultado remite tanto a los fotógrafos norteamericanos de principios del siglo XX como a la imagen de un realismo lírico que caracterizaba el trabajo de un John Ford, sobre todo cuando se desarrollaba en el entorno irlandés al que pertenecían sus raíces; aunque, todo hay que decirlo, se aprecia cómo el empeño idealizador se rebaja unos cuantos puntos. Junto a las instantáneas, una silla de montar usada sobre un neutro caballete de madera ofrece el testimonio tangible, material, infaliblemente inmediato de la actividad retratada, y del bodegón con motivos equinos que la acompaña.

Posteriormente se ofrece otra serie de fotografías de pequeño formato, obtenidas a partir de radiografías de pezuñas y articulaciones de los caballos de carreras, donde la crueldad del medio se encarna en la herraduras y los clavos que las afianzan, así como en las fisuras u otras patologías que seguramente serán decisivas en la determinación final de permitir o no que el animal siga viviendo (en la medida en que pueda o no cumplir con aquellos objetivos que son los únicos por los cuales es valorado como ser vivo). Quizá esta sección resulte la parte más original e intensa del planteamiento global de Revuelta, y la más elocuente sobre algunas de las cuestiones que éste suscita. Por último, una instalación recrea la sala de apuestas de un hipódromo, donde los periódicos adheridos a las paredes y los boletos usados caóticamente dispersos por el suelo acotan un entorno enrarecido, mientras un monitor de televisión ofrece un documental sobre las carreras equinas en la región de Sligo.

Las artes plásticas, y aún más el cine, han empleado abundantemente los caballos como leit motiv, generalmente recurriendo a la metáfora sobre la superación personal, el éxito o la libertad. Por fortuna, Revuelta recorre caminos menos transitados. Ya que mencionábamos en estas líneas (como lo hace la propia autora con el título de su exposición) a los Hermanos Marx, y por no salir de las referencias cinematográficas, quizá convendría recordar otra película llamada “Danzad, danzad, malditos” (Sydney Pollack, 1969), cuyo título original, “They shoot horses, don’t they?”, es lo que nos sirve como vínculo con algunas de las cuestiones puestas esta vez sobre la mesa. En efecto, se dispara a los caballos, y se hace cuando están heridos, cuando sus huesos se fracturan y por tanto ellos sufren, y no pueden seguir compitiendo ni procurando rentabilidad alguna a sus propietarios. Sin salir de esta película, la narración seguía a varios personajes desesperanzados que, durante la Gran Depresión americana, buscaban en un inhumano concurso de baile (ganaba quien más tiempo podía resistir sin cesar la danza) un último recurso de supervivencia.

“A day at the races” da forma a reflexiones bastante aceradas sobre la corrupción de la inocencia, en distintas capas posibles. Así, pueden identificarse algunos binomios sucesivos de esta dinámica de la corrupción: está la que opera hacia la naturaleza desde el hombre, o hacia éste desde la sociedad, o hacia ésta desde los mecanismos de la estructura económica y los complejos condicionantes que tal estructura establece con el fin de perpetuarse. Nos alejamos, pues, tanto de John Ford como de los Hermanos Marx, mientras nos vamos aproximando al Pollack de los comienzos, referencia tanto más pertinente en la medida en que, según se nos indica con insistencia, apenas estamos ahora asomándonos al abismo de una crisis económica que podría superar la que servía como trasfondo a sus danzarines juguetes rotos.

La artista bilbaína nos ofrece tan amplio abanico de sugerencias bajo una limpia factura y una honestidad alérgica a lo estridente. A eso se le llama (yo me permitiré ser bastante más trivial que ella) ser un caballo ganador.

lunes, 1 de diciembre de 2008

15 años sin Fellini

Sandra Milo, maravillosa en 8 1/2


Durante la semana pasada, el cine del Círculo de Bellas Artes dedicó al director italiano Federico Fellini un mini-ciclo bastante decente, imagino que para conmemorar los 15 años de su fallecimiento. Entre las películas seleccionadas, algunas de las más conocidas: “La dolce vita”, “Amarcord”, “8 ½”. Precisamente fue ésta última la que acudí a ver el sábado pasado, por ser de todas las programadas la que recordaba con menos precisión. Formalmente abrumadora, con un magnetismo de la imagen que posiblemente nadie haya logrado igualar después, la película me pareció la obra de un visionario, de un genio indiscutible. También llegó a cargarme, de tal manera que a partir de cierto punto tuve la sensación de que mis ojos no podían seguir procesando las secuencias, como cuando asisto a una exposición demasiado larga de un gran artista plástico, y las últimas salas sencillamente sólo consigo transitarlas, empachado y sin receptividad alguna para las últimas obras maestras que se me ofrecen.

Como a casi todos los grandes directores, descubrí a Fellini siendo adolescente, en uno de esos ciclos en versión original que programaba La 2 de madrugada. En su momento no me produjo un impacto particular (que sí recibí, por ejemplo, con Bergman o Fassbinder), aunque me gustaron mucho “Giulietta de los espíritus” y “Roma”. “La dolce vita”, a menudo señalada como su mejor película, me decepcionó ligeramente, no sabría decir por qué.

Visto hoy, el cine de Fellini sigue produciéndome admiración (¿cómo no admirar a alguien tan inmoderadamente imaginativo, y con semejante capacidad para dar forma perceptible a lo prodigioso?), pero también sigue frustrándome un poco. Algo me impide participar plenamente de sus propuestas: quizá se trate simplemente de que sus neurosis y las mías son demasiado distintas.

domingo, 30 de noviembre de 2008

El objeto Belle de Jour


Por si no ha quedado claro hasta ahora: al igual que el resto de la gente, yo también tengo mis obsesiones. Una de las que me han acompañado desde la primera adolescencia (creo haberlo mencionado ya con anterioridad) es la de Buñuel, el hombre y su obra. Nunca me canso de ver sus películas, ni de hablar sobre ellas. Considero que se trata en todo caso de un tema inagotable, por mucho que él mismo, durante toda su vida, se encargara de boicotear de manera sistemática todo esfuerzo analítico de los críticos y demás expertos oficialmente autorizados. Por otra parte, como ya indiqué en una entrada anterior, soy de la opinión de que nada se ha escrito sobre él que tenga la profundidad y la belleza de su propia autobiografía, titulada “Mi último suspiro”, así que me abstendré de empeñarme en una disección exhaustiva sobre su complejo cine, poético y áspero a partes iguales.


Quisiera, sin embargo, dedicar unas líneas a algo bastante más superficial. Me gustaría realizar un ejercicio poco frecuente, consistente en recordar la extraordinaria elegancia estética de una de sus obras, una de las más conocidas y económicamente rentables de todas las que dirigió. Hablo de la francesa “Belle de Jour” (1967). Basada en una escandalosa novelita del mismo título escrita por Joseph Kessel, esta película contaba la historia de una joven burguesa que, como consecuencia de un trauma infantil, era incapaz de mantener relaciones sexuales con un marido cortés y apuesto pero se entregaba con gusto a una actividad clandestina como puta en un burdel doméstico, liándose además con un desaliñado criminal de poca monta. La historia en sí no era gran cosa, y su morbo ha sido casi completamente neutralizado por el paso del tiempo. A cambio, se mantienen intactas otras virtudes como la implacable línea narrativa, la perfección de la puesta en escena o el excelente trabajo de los actores, en especial Catherine Deneuve, inmejorable protagonista, así como Michel Piccoli, Geneviève Page y Pierre Clementi, respectivamente el cínico voyeur Husson, la dueña del burdel y el amante hampón.


Para cualquiera que haya visto esta película (y casi todas sus mejores obras, en realidad), ha de resultar incomprensible que se haya acusado a menudo a Buñuel de chapucero en lo puramente visual. Cosa distinta es su aversión a la belleza vacía y gratuita, a una simple exhibición decorativa a la que jamás cedió. No tengo reparo en afirmar que, bajo mi criterio, “Belle de Jour” es la película visualmente más refinada y elegante que se ha hecho nunca, y eso incluye a verdaderos maestros como Ophüls, Visconti, Oliveira o Demy. Desde la primera secuencia -un carruaje que recorre un parque otoñal- uno se siente admirado por la discreta sofisticación de sus imágenes, obra del magnífico director de fotografía Sacha Vierny, que había trabajado en algunas de las grandes películas de Alain Resnais (otro experto en la materia) y que más tarde sería responsable del abigarrado look pictórico que haría famoso a Peter Greenaway. El trabajo de iluminación resulta especialmente poderoso en los interiores, donde captura a la perfección el lujo infaliblemente francés del hogar de los protagonistas o el acogedor, ordenado ambiente de la casa de citas. La escena de la mansión del necrófilo, en la que Deneuve aparece desnuda y envuelta en un largo velo negro, es otro de los momentos cumbre. La cámara se mueve con seguridad y sutileza en todos estos ambientes, retratándolos con precisión ajena a toda voluntad demostrativa. El montaje responde también a esta implacable ley de la eficiencia: máxima expresividad a costa del mínimo empleo de recursos. Por todo ello, y habiendo renunciado al uso de la música en sus películas, Buñuel utiliza el movimiento de los actores dentro del plano para construir el ritmo interno de cada secuencia, a veces con efectos casi hipnóticos. Jean Sorel (que interpreta al sufrido esposo) muestra maneras de irresistible golden boy, Michel Piccoli se mueve con la elegancia amenazadora de un felino, y el envaramiento de Pierre Clementi aporta un lustre de patética dignidad a su personaje, mientras que los gestos de Catherine Deneuve remiten tanto a la pobre niñita perdida como a la dama de elevada posición.


En este sentido, y acorde con la conocida alergia anti-psicológica de Buñuel, el complicado personaje de Séverine Sérizy (Catherine Deneuve) está construido de fuera hacia adentro, resultando fundamental en ello la labor de vestuario, maquillaje y peluquería. Al mismo tiempo atemporal e inequívocamente vinculada a su época, la imagen de Séverine se parece a lo que podría concebir alguien que, dotado de un acusadísimo gusto estético, pretendiera hoy en día reproducir la esencia del estilo femenino burgués de los años sesenta del pasado siglo. La indumentaria era obra nada menos que de Yves Saint-Laurent: memorable. Un traje de chaqueta burdeos, un abrigo negro de charol a juego con un bonete del mismo color, un camisero beige, un severo vestido cóctel con grandes puños y cuellos blancos, son algunos de los hitos en este ámbito, que definen al personaje y el momento que atraviesa en cada caso con mucha más originalidad y exactitud de lo que podrían soñar todos los esforzados caracterizadores del Hollywood actual. Y jamás he podido borrar de mi mente aquel plano en el que los pies de Pierre Clementi, con sus calcetines agujereados, se instalan sobre los de Catherine Deneuve, que visten unos suntuosos zapatos de grandes hebillas plateadas. Años después de mi primer encuentro con esta imagen supe que aquellos zapatos habían sido creados para la ocasión por el gran Roger Vivier, y que aún hoy en día constituyen un icono de la moda, codiciadísimos por toda fashion victim que se precie. Hace unos meses, tuve la oportunidad de verlos en vivo en su versión masculina en un excéntrico homenaje rendido por Saint-Laurent, cuando nos los presentó a mis acompañantes y a mí Frank, encargado de la tienda del modisto francés en Faubourg Saint Honoré, como uno de los tesoros de la colección. Algo tan exquisito como difícil de asumir en un pie masculino, dicho sea de paso.


No es el calzado de Vivier el único de los objetos que causan una rara fascinación de entre todos los que aparece en la película. El fetichismo, bastante habitual en la obra buñueliana, toma aquí la forma de unas raídas botas que Clementi apoya en su espalda, una silla de ruedas abandonada en plena calle, unas copas en las que se vierte aguardiente de cerezas, una maleta forrada en moaré mostaza y ocupada por el inquietante instrumental para el rito masoquista, un gran ramo de lirios funerarios, unos delicados cascabeles sostenidos con la punta de los dedos, y el más conocido de todos, una cajita que zumba y cuyo contenido provoca reacciones contrapuestas, pero que el espectador jamás llega a ver.


Como he indicado al principio, ésta es una manera decididamente epidérmica de enfocar una aproximación a “Belle de Jour”, película bastante rica en contenido y calidad expresiva. Sin embargo, no creo que se trate de un análisis banal: toda esta elegancia de lo puramente visual desplegada secuencia tras secuencia no ocupa jamás el primer plano en la percepción del espectador, pues Buñuel se guardó siempre de que la belleza de sus imágenes resultara evidente y construída. Revisar “Belle de Jour” constituye un placer que puede disfrutarse desde cualquiera de sus múltiples facetas: una vez exprimidas todas las que la convierten en una gran película, no es mala opción entretenerse con las que hacen de ella, además, un objeto bello y cautivador.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Una alegría inusual

Ayer por la tarde me llevé una alegría inusual cuando supe que habían concedido el Premio Cervantes a mi escritor contemporáneo en lengua española preferido, Juan Marsé. Rara vez me emociono porque a alguien le den un premio: menos aún si a ese alguien ni siquiera lo conozco personalmente. Esta vez ha sido distinto, lo supe desde el momento en que, al escuchar la noticia en la radio que sonaba en casa, mi corazón dio un vuelco fulminante e instintivo, como cuando apartamos la mano al tocar por accidente un hierro ardiendo.

Muy pocos escritores me han procurado la emoción que contenían libros como "Ultimas tardes con Teresa" o "Un día volveré". El principio de la primera y el final de la segunda los releo a veces cuando creo necesitar una dosis urgente de belleza y sentimiento, y entonces mi dosis me es administrada de manera infalible.


"Si te dicen que caí" me parece un simple prodigio de lenguaje literario, de una creatividad compleja y musical. "El embrujo de Shanghai" era una delicia narrativa que Trueba arrastró por el fango en su sonrojante adaptación al cine. Otras novelas ligeramente menos logradas ("La oscura historia de la prima Montse", "Rabos de lagartija") sigo encontrándolas portentosas de todos modos.


Hay otros grandes escritores, también en lengua española, también contemporáneos. Creo que ningún premio concedido a ellos me habría llenado de semejante alegría instantánea. Después de mucho preguntarme a qué se debía esto, he llegado a una conclusión un poco dura de confesar: Marsé escribe como yo desearía ser capaz de escribir, y por eso de algún modo íntimo y secreto yo sentía que el premio me lo estaban dando a mí.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Goitia goes to Miami

Ignacio te invita en persona: él es así



Lo que voy a escribir a continuación nunca se lo he dicho al interesado: cuando conocí al pintor Ignacio Goitia caí de lleno en un malentendido que sospecho bastante habitual, y que afecta tanto a la persona (es decir, al propio Ignacio) como a su trabajo. En ambos casos, los valores superficiales resultan tan evidentes y portentosos que pueden producir cierto rechazo: el postmodernismo nos ha instruido para desconfiar del impecable acabado técnico de un cuadro, así como de un físico demasiado cercano a los cánones de belleza comúnmente aceptados. Imagino, de todos modos, que a Ignacio le importa un bledo tener que pagar este precio por ser coherente consigo mismo, y hace muy bien. Por lo que he creído percibir, en general las modas y sus tiranías le preocupan bastante poco, ya sea en el arte o en la vida.


Uno de los rasgos que me causan más irritación e impaciencia en una persona es el esnobismo. Para mí, un esnob es alguien que ante todo presenta ciertos problemas para distinguir la verdadera importancia de cada cosa, por lo que tiende a trastocar lo banal en esencial, y viceversa. Como resultado, es incapaz de apreciar realmente las cosas superfluas (de las importantes, ni hablamos) y se limita, según sus posibilidades, a desearlas con codicia o a acumularlas compulsivamente. Ignacio es exactamente lo contrario de un esnob: sabe como pocos qué es lo que de verdad importa en esta vida, que es la vida misma, y es por eso que -también como pocos- disfruta del lujo, de lo que sin más es bello o sienta bien, en suma de todo lo prescindible.


Por lo que a mí respecta, habiendo conocido más en profundidad al artista y los cuadros que pinta, estoy encantado de haber superado mi error inicial. Hablaba antes de coherencia: de verdad que conozco muy pocos casos en los que la esencia de un autor y la de su obra se correspondan con tanta exactitud. Todo el optimismo, el sentido del humor, la malicia, el perfeccionismo, la perspicacia y la libertad que irradian de una manera tan palmaria los trabajos de Goitia son los mismos que están contenidos en su personalidad, y que él despliega generosamente en el ámbito privado. Tener la suerte de conocerlo proporciona un bienestar no menor al que se derivaría de disponer en la propia casa de uno de un gran salón ocupado por media docena de sus lienzos.


En cuanto a éstos, cuando los vi por primera vez fue en un catálogo, y los juzgué bonitos a su evidente manera, demasiado abigarrados -aunque un genuino buen gusto y cierto ingenio los alejaran del kitsch- y también algo epidérmicos. Cosas de las prisas y los prejuicios. Afortunadamente, no me llevó mucho tiempo descubrir que en realidad estaban llenos de verdad y de vida, que era densidad lo que yo confundía con abigarramiento y que, sobre todo, no había nada de evidente, ni mucho menos de epidérmico en ellos. En cualquier cuadro de Goitia se superponen los planos narrativos, los significados, las interpretaciones. Por eso resultan al mismo tiempo leves y majestuosos, sumamente serios y de lo más juguetones. En algunas de sus imágenes, la fuerza y la solemnidad llega a cortar el aliento, y ante otras es imposible contener la sonrisa. Su perfección técnica resulta chocante, por inusual en los tiempos que corren, pero no es sólo que no ahogue la expresividad del cuadro: es que para cualquiera que esté un poco atento ni siquiera resulta la característica más llamativa. Cada cual elegirá lo que más le gusta de la obra de Goitia: para mí, lo mejor de todo es el intenso, conmovedor respeto mostrado hacia el misterio, que es donde (nunca me cansaré de decirlo) ubico la esencia del arte. Pero ya me explayaré sobre eso, si todo va bien, en la crítica que espero publicar en breve.


Por el momento, sólo pretendía informar de que el Hardcore Art Contemporary Space de Miami (http://www.hardcoreartcontemporary.com/) dedica a Ignacio Goitia una exposición que se inaugura a principios del próximo mes. Si no me equivoco (que me corrija él mismo si es así), se trata de su primera individual fuera de España y Francia, donde ya tiene cientos de adictos. Hace tiempo que no hay quien lo pare, de lo cual me alegro infinitamente. Ni siquiera me preocupa la amenaza de que su cotización en el mercado esté a punto de ponerse por las nubes: aunque insalvables restricciones presupuestarias me impiden disponer de una estancia decorada con sus obras, puedo obtener el mismo estimulante efecto disfrutando de vez en cuando de su presencia material.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Las horas del verano

Olivier Assayas es uno de los directores franceses actuales más interesantes, y también uno de los más desconocidos en nuestro país. Fue en los 80 guionista de André Téchiné, y después uno de los directores mimados por los Cahiers du Cinéma, que apreciaron incluso algunos de sus trabajos más discutidos, como las postmodernas “Demonlover” y “Boarding Gate” o la clásica (algunos hasta la tildaron de “academicista”) “Les destinées sentimentales”. La sección oficial del festival de San Sebastián acogió hace unos años “Fin août, début septiembre”, por cierto con bastante éxito de crítica. Este año, Assayas ha dirigido y estrenado “L’heure de l’été” (“Las horas del verano”, en la traducción española) con muy poco ruido pese a contar en su reparto con una estrella como Juliette Binoche: ninguna presencia en el concurso de los grandes festivales internacionales y críticas tibias en su país de origen. Ni siquiera ha entusiasmado a los Cahiers, que por una vez han tratado a Assayas con cierta displicencia.

Yo fui a verla el pasado fin de semana, y salí entusiasmado del cine. Creo que se trata, de hecho, del estreno que más me ha gustado este año que está a punto de cerrarse sin que pueda recordar ninguna otra novedad memorable.

Perfectamente narrada y puesta en escena, con una inusual utilización de la elipsis y una perfecta sabiduría de la duración del plano, “Las horas del verano” está dirigida como si fuera una película de época, sólo que da la casualidad de que esa época es la presente. Existen curiosos vínculos temáticos y formales con la que en mi opinión es la mejor película de James Ivory, “Howards End”, e incluso una secuencia muy similar a otra que había en ésta última, en la que una mujer se acerca a una casa de campo y es filmada desde el interior, a través de los cristales de las ventanas. No hay tremendismo, y nada resulta nunca demasiado explícito, aunque algunos de los temas tratados podrían hacer salivar a un productor de telefilms de sobremesa. El trabajo de iluminación es en sí una auténtica obra de arte, con Éric Gautier luciéndose en todos y cada uno de los planos: pocas veces se ha dispensado semejante tratamiento visual a los objetos, que aparecen como depositarios y reflectores de sentimientos humanos. En cuanto a los actores, Charles Berling y Jérémie Rénier están espléndidos, como Édith Scob (¿alguien recuerda “Los ojos sin rostro” de Franju?), sutilmente irritante en un papel de monomaniaca. A Binoche se le reserva uno de esos sostenidos planos de sufrimiento desnudo en los que está justamente especializada, y el director consigue que su aura estelar no chirríe en casi ningún momento.

Hay otro motivo distinto de los valores puramente artísticos (que son los únicos por los que un crítico debería juzgar una película o una obra de arte), y es la forma en que Francia, y todo lo que de ella admiro, aprecio y disfruto, aparece encapsulada en la cinta de Assayas. El concepto del bienestar, de la herencia, de la sociedad, la familia, el arte, la belleza, la comida, que irradia la película es inconfundiblemente francés, hasta el punto que recomendaría a cualquiera que quisiera aprender algo sobre cultura e idiosincrasia galas que acuda a ver “Las horas del verano” como si se hubiera matriculado en un cursillo intensivo. A cambio del mismo precio que suele pagar por ver una mala película, obtendrá su cursillo y también lo más parecido a una obra maestra que es posible encontrar en la actual cartelera de estrenos.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Cosas ricas

"Les yeux sans visage" de Georges Franju es una de las referencias de Manu Arregui



José Luis Vicario es un artista cántabro que vive y trabaja entre Madrid -donde concibe y produce sus piezas- y Granada –en cuya universidad imparte clases de escultura. Además, su estudio madrileño acoge algunos domingos del año un evento llamado “La sonrisa de la ballesta”, en el que se ofrece a otro artista la oportunidad de mostrar algún trabajo poco difundido o en apariencia insólito dentro de su carrera. El pasado domingo eran tres los autores que concurrían, tres pesos pesados además: Bene Bergado presentaba sus delicados dibujos, Manu Arregui una fantástica selección de imágenes encontradas en películas y revistas (desde “Les yeux sans visage” de Franju y “Persona” de Begman hasta la serie Z de zombis), y Miguel Ángel Gaüeca un muestrario de objetos emparejados pero dispares que representaba sorprendentemente bien su característico mundo visual. Indiscutible éxito de público, personalidades televisivas incluidas. Entre los miembros del “gremio” (artístico, se entiende) que asistieron, aparte de Vicario, Bergado, Arregui y Gaüeca también destacaban Eduardo Sourrouille, Elssie Ansareo, Sira Cornejo, Guzmán de Yarza -que me contó sus muy interesantes proyectos para 2009- o Aitor Saraiba, que a principios del próximo año expondrá en la inauguración de la Fresh Gallery (prometo seguimiento). Además de arte y personas, también había café y un espectacular bizcocho de clavo y canela que había elaborado el propio anfitrión y del que me comí al menos la tercera parte.

Siempre hay cosas ricas allí donde quien decide es José Luis Vicario. A menudo, durante la semana recibo en mi móvil un mensaje suyo preguntándome si ya he cenado (lo que obviamente casi nunca ha ocurrido), con lo que mi apetito se despierta de inmediato: reflejo condicionado se llamaba eso, según recuerdo. En la siguiente hora, el apetito se transforma en hambre sin paliativos. Cuando llego a su casa, definitivamente voraz, resulta que los preparativos de la cena acaban de comenzar. No hay que desesperarse: la comida está sobre la mesa apenas veinte minutos más tarde, y es perfecta. Quiero decir perfecta para la ocasión de que se trate. Tiene el aspecto, el olor, la textura y el sabor que uno necesita en ese momento. Humea en invierto y tonifica en verano. Es ácida cuando las cosas parecen ir bien, melosa cuando amenaza la depresión y muy picante si lo que asoma es el tedio. Para alguien como yo, de habilidades culinarias tan tristemente limitadas, lo de Vicario es lo más parecido que puede existir en la vida real a los superpoderes.

Después de la vernissage, cuando todo el mundo se había ido a casa, hice algo que yo sí se hacer. Me lo llevé al cine, porque sabía cuál era la película que él no podía perderse. Adelanto que acerté, pero de eso tratará mi siguiente entrada.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Erotismo de Salón




Mi última crítica, publicada el pasado 7 de noviembre:


Helmut Newton
Del 30 de octubre al 27 de noviembre de 2008
La Fábrica Galería. Madrid

Sin duda, la afluencia de visitantes a la madrileña galería La Fábrica crecerá espectacularmente durante todo el mes de noviembre. El motivo no es otro que una vistosa exposición dedicada al fotógrafo Helmut Newton. Conviene no olvidar algo que la realidad nos demuestra con insistencia: definitivamente, el erotismo vende.






En cierta manera, Helmut Newton (Berlín, 1920-West Hollywood, California, 2004) fue el fotógrafo de moda perfecto, afortunado depositario de la destilación de las preciosas esencias que operan como vigas maestras de dicho oficio. Magnetismo evidente e inmediato de la imagen. Ninguna voluntad de estudio psicológico sobre el individuo retratado. Extraordinaria tensión erótica. Propensión al fetichismo. Posiblemente, nunca se ha alcanzado en este ámbito una identificación tan perfecta entre los recursos formales desplegados y el objeto de la empresa, como prueban sus muy divulgadas instantáneas para publicaciones como Vogue, Elle o Harper’s Bazaar. No quiere esto decir en absoluto que sus virtudes fueran de un orden superior al de compañeros de profesión tan ilustres y creativos como Irving Penn o Cecil Beaton, pero sí es cierto que su talento encaja como un guante con el modo en que se concibe la fotografía de moda, al menos desde los años setenta del pasado siglo. En este sentido, no sorprende su recurrente colaboración con creadores como Yves Saint Laurent o Karl Lagerfeld, sensibilidades oblicuamente cercanas o al menos complementarias de la suya, y cuyos universos visuales contribuyó decisivamente a construir. A su vez, entre las influencias que Newton sintetizó destacan la de Enrich Salomon, uno de los más reputados profesionales de la fotografía en el periodo de entreguerras, tristemente fallecido en Auschwitz, junto con la sordidez sublimada de un Brassaï.


Sus imágenes, de una gelidez perturbadora, ofrecen una visión al mismo tiempo fascinante y temible del cuerpo femenino, encarnada en unos prototipos de larguísimas y musculosas piernas, agresivamente tensionadas debido a los ubicuos zapatos de tacón sobre los que se encaraman; en unos rasgos de belleza fría, felina; en unas expresiones distantes y autoritarias; en una sexualidad radicalmente explícita. Como indicaba antes, no se percibe interés alguno por reflejar la personalidad o los pensamientos de las modelos, reducidas a estatuarias fantasías eróticas. Sin embargo, no por esto puede cometerse la ligereza de tachar al trabajo de Newton de hueco y superficial… o, al menos, no siempre.


Los lectores quizá recuerden las líneas dedicadas a Richard Avedon en estas mismas páginas hace un par de meses, con ocasión de la exposición retrospectiva que le dedicaba el parisino Jeu de Paume, y que ahora puede contemplarse en Berlín. Puede resultar oportuno rescatar alguna de las reflexiones que entonces se vertían acerca del fotógrafo norteamericano para explicar con más claridad el caso de Newton, de quien fue coetáneo. Casi siempre se ha etiquetado a Avedon de fotógrafo psicológico, empeñado en construir visualmente un reflejo de la personalidad y estado de ánimo de sus retratados, ya fueran celebridades o anónimos habitantes del oeste americano. En mi opinión, tal definición es cierta solo en parte, en la medida en que la pretensión de revelar un determinado perfil psicológico mediante la presentación del correspondiente rostro, por muy rica y sugerente que pueda resultar la expresividad y orografía de éste, se me antoja más bien vana. En resumidas cuentas, siempre he desconfiado de la afirmación según la cual la cara es “el espejo del alma”. A cambio Avedon, artista de una perspicacia y un talento plástico prodigiosos, era capaz de materializar todo el espectro de matices asociados a ciertas ideas abstractas bajo la más absoluta economía de medios, escrutando con maestría cada mínimo detalle del rostro humano. Por contraposición, Helmut Newton sí es un autor auténticamente psicológico, quizá el más psicológico de todos, ya que bajo la aparente frialdad de sus imágenes late una amalgama compuesta por gran parte de los temores, deseos y neurosis que albergan el individuo y la sociedad misma, y cuyas raíces se hunden sobre todo en el terreno de la sexualidad, pero no en él exclusivamente.


Los orígenes judíos de Newton lo obligaron a abandonar su Alemania natal en la adolescencia y a pasar parte de su juventud en un campo de internamiento, pese a lo cual sus claves estéticas parecen coquetear inquietantemente con aquella imaginería pornofascista que también utilizarían con dudosos fines y elevada rentabilidad cineastas como Tinto Brass o Liliana Cavani. O, elevando un poco la mirada (y el listón), tampoco estamos tan lejos de la visión idealizada, nietzschiana sobre el cuerpo humano de una Leni Riefenstahl.


Las dieciocho piezas recogidas en la muestra de La Fábrica Galería constituyen una perfecta muestra de ello. Se trata de una recopilación realizada a partir de los trabajos incluidos en las series “Cyberwomen” y “Special Collection”, junto con las instantáneas “Parlour Games”, “Domestic Nude” y “Trader and Slave”. En ellas aparece en todo su esplendor la batería de recursos estilísticos que dio notoriedad a la obra de Newton: imágenes en un sombrío blanco y negro, cuidadosamente puestas en escena en entornos fríos, tan suntuarios como impersonales -salones enmoquetados y lujosas habitaciones de hotel-, donde diosas de formas longuilíneas desempeñan sus rituales eróticos con determinación glacial e implacable. El cuerpo femenino tratado como objeto de placer y tortura, tentadoramente carnal al tiempo que dotado de una hostil cualidad metálica. Fetichismo de cuero, corpiño, correa y tacón de aguja. Tímidas referencias al marqués de Sade, tamizadas por una sensibilidad burguesa que incluye ojos vendados, bragas enrolladas a la altura del muslo y un listón de madera preparado para el azote. Lesbian chic al gusto del consumidor. Ciertamente, se trata de un posicionamiento que no excluye la superficialidad y el déjà vu, pero que también ofrece, incrustada en su lustrosa corteza, una ventana (una mirilla, más bien) al entramado de mecanismos que conforman la inabarcable psicología del ser humano.

Oliveira es un milagro, y punto

En el grupo, tres de los presentes en el evento de ayer. Con bastón, el centenario Manoel de Oliveira. A la derecha, el director del la Filmoteca de Lisboa. El primero por la izquierda es Ricardo Trêpa, actor y nieto del maestro.


Ayer corrí a la Filmoteca Española a la salida de mi trabajo, porque a las 19:30h comenzaba la proyección de “Viaje al principio del mundo”, película del Oliveira de finales de los 90, que entre otras cosas destaca por ser la última que interpretó el gran Marcello Mastroianni antes de morir. En ella, el ya consumidísimo Mastroianni interpreta un nada disimulado alter ego del director, en una breve y hermosa historia sobre un actor francés que debido a un rodaje se encuentra visitando Portugal, situación que aprovecha para reencontrarse con sus raíces familiares en compañía de tres miembros locales del equipo. El actor está interpretado por un correcto Jean-Yves Gautier, y junto a él destacan los estupendos veteranos del casting, Mastroianni e Isabel de Castro (actriz portuguesa mítica, que fuera toda una estrella en los 50 tanto en su país como en el nuestro). Vuelven a estar presente la elegancia de Oliveira para el encuadre y el movimiento de los actores, los planos luminosos y expresivos, el humor al mismo tiempo naïf y sofisticado, los diálogos limpios y redondos. En suma, la película me encantó.

Pero lo mejor de todo fue la sorpresa que me esperaba nada más llegar. No tenía ni idea de que, previamente a la proyección, se contaba con la presencia nada menos que del mismísimo Manoel de Oliveira para responder a las preguntas de los espectadores. En el escenario del cine Doré se había instalado una gran mesa de madera y, a la vista del público que abarrotaba la sala (sólo quedaban libres varios asientos destinados a autoridades y otros invitados, vergonzosamente etiquetados y sin ocupante), aparecía un grupo de seis personas, lideradas por un hombre que aparentaba unos setenta y cinco años y subía las escalerillas con absoluta agilidad, pese a llevar un bastón cuya función parecía más que nada ornamental. Obviamente, éste era Oliveira. El resto del séquito estaba compuesto por los directores de las filmotecas madrileña y portuguesa, el crítico de cine Carlos F. Heredero, una señora de mediana edad que oficiaba (hilarantemente mal) como traductora, y un muchachote que fue presentado como “Ricardo Trêpa, actor portugués que ha trabajado de varias películas de Oliveira”. Nadie mencionó que además el resultón Trêpa es nieto del director: francamente, alguien debería asegurarse de que los genes de esa familia no se pierden. Si algún día nos desyunáramos con la mala noticia de que el ser humano se encuentra en peligro de extinción, el ADN de los Oliveira podría bastar para revitalizar la especie.

La cuestión es que me fascinó Oliveira. Una hora estuvo allí sentado, respondiendo a las tópicas preguntas que le dirigió Heredero, y después a las algo más sustanciosas del público. Bromeó varias veces, hizo algunos interesantes (y, todo hay que decirlo, también algo reaccionarios) comentarios sobre lo público y lo privado, el cine y el vídeo y el uso de la palabra en su cine, sobre lo que fue preguntado por enésima vez. Soy incapaz de comprender por qué casi todos los críticos parecen obsesionados con la utilización de la palabra en las películas de Oliveira. Es cierto que sus diálogos son deliberadamente literarios, cualidad reforzada por el bonito modo antinaturalista en que los actores los recitan, pero lo que en mi opinión posee más fuerza y originalidad en su obra es el tratamiento visual, de un gusto y una inventiva insólitos.

En menos de un mes, Oliveira cumple cien años. Si todo va bien, la ocasión lo cogerá trabajando en su próxima película, que aprovechó para anunciar ayer en la Filmoteca. Se trata de “Singularidades de uma Rapariga Loira”, basada en un cuento de Eça de Queiroz, que protagonizará su nieto junto a la habitual Leonor Silveira. Se mantiene, pues, la premisa de rodar al menos una película por año. Todo asombroso, desde luego.

Mientras Oliveira volvía a bajar las escaleras, llevando su bastón casi como lleva su vara una majorette, el público aplaudía entusiasmado. Por un momento, todos creímos que los milagros existen.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

De bares

Interior de "La Venencia", en Madrid. Como en casa... o mejor.


Pocas cosas en la vida me reconfortan tanto como ir a bares. Cuando viajo a alguna ciudad, trato de conocerla a través de las especificidades de sus tabernas y locales de copas. Como en todo, en lo que se refiere a los bares también tengo mis manías. Por ejemplo, suelo apreciar los bares de los hoteles (no así sus cafeterías y restaurantes, que detesto). Por lo general, no me gustan en un bar los grandes ventanales que dan a la calle: considero que en este tipo de establecimientos es importante una cierta intimidad, un cierto recogimiento. En cuanto a la estética, la madera y el latón son bienvenidos, aunque cualquier entorno que no agreda visualmente me parece bien.

Los tres bares que más me gustan están en Madrid. Uno se llama La Venencia, y se encuentra en la calle Echegaray. Otro, Stop Madrid, en Hortaleza. Cock, el tercero, se ubica en la calle Reina. Son muy distintos entre sí: cada uno de ellos es más apropiado para un momento distinto del día; las especialidades, el tipo de decoración y el ambiente tampoco tienen nada que ver. Pero en todos ellos me siento a gusto, como si por algún motivo que posiblemente nunca llegue a averiguar fueran mi lugar natural.

martes, 4 de noviembre de 2008

La seducción de la vida



Mi última crítica publicada, del pasado 31 de octubre.





Artífice. Guillermo Pérez Villalta
Del 24 de septiembre al 7 de diciembre de 2008
Museo Colecciones ICO. Madrid



Guillermo Pérez Villalta, uno de los artistas plásticos españoles más representativos de los años 80, es ahora objeto de una exposición organizada por la Fundación ICO. Las piezas seleccionadas corresponden a las facetas menos conocidas de su producción, y arrojan una nueva mirada sobre un creador decididamente inquieto y personal.

La obra pictórica de Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, 1948) se configura hoy en día como uno de los testimonios más elocuentes y representativos sobre una cierta estética, una cierta sensibilidad que se fraguó durante los primeros años de la democracia española, y que en la década de los ochenta del pasado siglo conoció una difusión sin precendentes, ofreciendo al mundo una imagen colorista y seductora, sumamente asequible para el consumo, de su entorno de procedencia. Galardonado a la temprana edad de treinta y siete años con el Premio Nacional de Artes Plásticas, Pérez Villalta conquistó en este contexto un éxito fulgurante, basado en la combinación entre su perfecto encaje dentro de las claves estéticas coyunturales y una rigurosa aplicación de su indiscutible talento. Sus influencias son múltiples y variadas, a menudo contradictorias, destacando de manera bastante evidente la herencia grecolatina, los pintores del quattrocento y renacentistas, el barroco y el rococó, y más recientemente el surrealismo y, aunque en menor medida, el pop art. Inquieto y muy creativo (con frecuencia tópicamente descrito como un hombre del Renacimiento), ha extendido su rango de intereses hacia campos como la arquitectura (profesión que ejerció de facto en colaboración con profesionales titulados, puesto que él no llegó a terminar la carrera) o el diseño de carteles, tapices, estampados textiles, joyas, muebles y otros objetos de uso cotidiano.




Es precisamente esta parte de su producción, quizá menos divulgada que su actividad como pintor, de la que se ocupa esta “Artífice”, comisariada por Oscar Alonso Molina y exhibida en el madrileño Museo Colecciones ICO. En ella, la pintura cede el paso a esos otros aspectos no tan conocidos de la obra del creador gaditano que, agrupados y distribuidos con notable gusto y sensatez en el espacio expositivo, generan una impresión inicial algo desconcertante que (al menos en quien escribe estas líneas) pronto evoluciona hacia sensaciones más complejas y contradictorias.




Entre los primeros trabajos con que se topa el visitante, adquieren un considerable protagonismo los bocetos, planos, acuarelas y maquetas de construcciones –hayan sido o no efectivamente edificadas - salidas de la imaginación del Pérez Villalta arquitecto. El Kursaal de Algeciras, el proyecto de remodelación del puerto de la misma ciudad con su gran piña-fanal, y sobre todo los templos destinados a extravagantes cultos paganos que se plasman en acuarela con profusión de colores chillones, constituyen toda una declaración de principios (casi una advertencia) sobre lo que lo aguarda a uno. El rechazo instintivo a toda esta imaginería kitsch, fuertemente abigarrada, de raíces mediterráneas resulta bastante comprensible, casi se impone por sí mismo. La sensación se acentúa al contemplar los dibujos que representan, otra vez a todo color, unos nuevos órdenes arquitectónicos que se añaden a los conocidos dórico, jónico y corintio, y que no tienen reparos en añadir elementos árabes a las clásicas formas griegas. Un juego de naipes que sólo cabe describir como desquiciado (lo que no es necesariamente malo), o el empleo frecuente de alegorías sobre motivos tales como los doce signos del zodiaco, las cuatro estaciones del año o las edades del hombre, contribuyen a la estupefacción. Una vez que el visitante ha superado esto, se encuentra sin duda en un estado mental óptimo para asimilar todo lo que viene a continuación y, en el mejor de los casos, para disfrutarlo sin complejos.




Los puntos fuertes del artista, donde a uno no le queda más remedio que asumir la feliz rareza de su talento, emergen gracias a algunos de los muebles que ideó a lo largo de su carrera. Destaca en este sentido una sólida fuente-aparador, o un escritorio-fauno de madera. Junto a ellos, un bellísimo juego (convoy) para aliñar ensaladas con forma de carruaje, y un más discutible tocador-paleta de pintor constituyen algunas de las piezas más sorprendentes. Aquí predomina como apuesta conceptual un surrealismo de intensidad media, pasado por el túrmix del diseño industrial inequívocamente ochentero. Resultan también agradables para la vista los bocetos y la maqueta con la escenografía y vestuario de un montaje de la ópera “El rapto en el serrallo”, así como los carteles de ferias andaluzas, donde las influencias arquitectónicas se filtran con impecables resultados. Por fin, el apartado dedicado a la joyería no depara grandes sorpresas, ofreciendo unas piezas de inspiración clásica en metales preciosos, bonitas a su manera más bien convencional.




Hay algo de admirablemente seductor en el modo en que está concebida esta exposición, algo que arranca la adhesión del espectador más reticente de un modo sutil pero implacable. Es posible que gran parte de la responsabilidad de esto descanse en un montaje modélico, magníficamente resuelto. Sin embargo, poco podría extraer un buen diseño expositivo de un artista irrelevante, de manera que el principal mérito ha de corresponder por fuerza al propio trabajo de Pérez Villalta, casi siempre chocante, en ocasiones difícil de suscribir, pero desde luego marcado con el contagioso, indeleble signo de la vida.