sábado, 27 de marzo de 2010

Tim Burton en el MOMA


Crítica publicada el mes pasado:

El MoMA de Nueva York ofrece estos días una exposición dedicada al cineasta norteamericano Tim Burton, que reúne el privilegiado doble estatus de niño mimado de las taquillas y artista ampliamente reconocido. Revisión de un mundo personal, y de un autor que en los mejores casos ha sido capaz de crear una extraña poesía.

El mundo de Burton en Nueva York

En los últimos meses, hemos sido testigos de al menos dos buenas exposiciones dedicadas a cineastas: una, la de la donostiarra Tabakalera sobre “Un perro andaluz” de Luis Buñuel, ya revisada en estas mismas páginas; otra, “Fellini, la Grande Parade” recién terminada en el Jeu de Paume, y que pronto podrá verse en el CaixaForum de Barcelona. Buñuel y Fellini son dos de los más grandes directores de cine de su época (y de todas las épocas), creadores de un universo personal e intransferible, poseedores de una creatividad desbordante, autores de extensas filmografías, y sobre cuyo trabajo existe abundante material de todo tipo. Resultaban, por tanto, inmejorables candidatos para el formato expositivo, y dignísimos inquilinos para un centro de arte.

El MOMA ha retomado el testigo eligiendo a un director que, en parte, reúne la batería de características antes expuestas: en efecto, Tim Burton es un autor bastante reconocido, posee una imaginería y un mundo personal muy fácilmente reconocibles, y su creatividad parece fuera de toda discusión. Por otro lado –lo que forzosamente ha debido de resultar aún más interesante a ojos de los responsables del centro neoyorquino-, el idilio entre Burton y el público está firmemente asentado desde hace dos décadas, y en los tiempos que corren conviene a toda costa atraer visitantes. Desde luego, puede decirse que en este sentido la operación se ha saldado con un éxito rotundo: la hiperpoblación en las salas que acogen la exposición sobre el cineasta es constante, hasta el punto de dificultarse seriamente la contemplación y el disfrute de las piezas expuestas. Lo que, según desde el prisma desde el que se observe, puede considerarse una buena noticia.

Vayamos por partes. Sería absurdo negar que la idea de dedicar una exposición retrospectiva a Tim Burton (Burbank, California, 1958) carece de astucia. Desde luego que existen muchos directores en el mundo con más méritos artísticos que Burton (y unos cuantos sólo en los Estados Unidos), pero pocos han sido capaces de elaborar un universo visual propio tan ampliamente identificable, y sobre todo tan apto para el formato expositivo, que es lo que al fin y al cabo de lo que trata el asunto. Por otra parte, sorprende la ingente cantidad de material que Burton y sus colaboradores (directores artísticos y diseñadores de vestuario, básicamente) han generado para construir los elaborados looks visuales de sus películas. Así, el mundo burtoniano, sus ambientes de un gótico naïf, sus personajes que rozan la monstruosidad, sus poéticas historias de inadaptación, se apropian del museo neoyorquino a través de más de setecientos dibujos, pinturas, fotografías, películas, marionetas, maquetas, trajes y elementos escenográficos. Algunas de las influencias más evidentes en la obra de Burton (el expresionismo alemán, el trabajo de Todd Browning y el cine de monstruos de la Universal) se resaltan como era de esperar, aunque otros (ni rastro de Jean Vigo o Jean Cocteau) aparentemente son pasados por alto. Entre lo más interesante (los estupendos dibujos y bocetos elaborados al inicio de la carrera del director) y lo más espectacular (un cochecito para bebé pingüino, trajes y muñecos para “Mars Attacks!”), la muestra resulta sumamente agradable de contemplar, incluso aunque no perdure en la mente del espectador una vez que éste ha abandonado el museo neoyorquino.

Resulta difícil, contemplando la exposición, hacerse una idea de la evolución que ha experimentado la carrera del cineasta californiano, por lo que quizá no esté de más un breve repaso de la misma. Después de deslumbrar con la oscura poesía de las bellísimas “Vincent” (1982) y “Frankenweenie” (1984), Burton se puso al servicio del extravagante cómico Pee-Wee Herman con “Pee-wee’s Big Adventure” (1985), tras lo cual engendró la alocada y entrañable historia de zombis de “Beetlejuice” (1988). Inmediatamente después vendría el gran triunfo con los blockbusters “Batman” (1989) y “Batman returns” (1992), que le concedió de manera definitiva el envidiable sello de autor capaz de atraer al gran público. Mientras tanto, conseguía ejecutar sus dos mejores trabajos, las maravillosas Edward Scissorhands (1990) y Ed Wood (1994), donde aparecían con mayor transparencia y poder emotivo algunos de sus temas más característicos: el drama y la grandeza de ser diferente, el impulso creativo como don y motor vital. Su carrera posterior ha alternado los proyectos más personales, pero ya no tan logrados (Big Fish, 2003) con mediocres productos comerciales (su absurdo remake de El planeta de los simios de 2001), mientras obtenía resultados mucho mejores al aplicar su talento visionario a la técnica de la animación (Nightmare Before Christimas, Corpse Bride). Su plana versión de “Charlie y la Fábrica de Chocolate” no aportaba nada a la extraordinaria novela original de Roald Dahl, ni a las ilustraciones que para la misma realizó Joseph Schindelman. Mientras, en todo el mundo se calientan motores para el último proyecto de Burton, de estreno inminente. Se trata de una adaptación de la Alicia de Lewis Carroll con un espectacular reparto que incluyen a los habituales Johnny Depp y Helena Bonham-Carter junto a Anne Hathaway y la joven Mia Wasikowska. Resulta curioso comprobar a tenor del abundante material gráfico promocional en circulación cómo, una vez más, el resultado parece deber mucho a sus precedentes, en especial a la conocida versión de Walt Disney sobre este clásico. Por otro lado, no parece descabellado pensar que la apuesta del MOMA forme parte de la ingente maquinaria promocional de una cinta carísima, que ha de arrastrar masas a los cines si pretende recuperar la inversión realizada.

lunes, 22 de marzo de 2010

J'aime Dutronc!


Ya he dedicado cierto espacio en este blog a una de mis principales filias, la música popular francesa. Piaf, Brel, Gréco, Barbara, Hardy, Brassens, Ferré, Gainsbourg, y así. Nunca me canso de escucharlos. De verlos tampoco.

Pues bien, aún quisiera perseverar en ello.

Me gustaría por tanto compartir con vosotros un descubrimiento relativamente reciente. Se trata de Jacques Dutronc, al que conocí como actor (en “Lo importante es amar”, de Zulaswki) antes que como cantante, que es a lo que se dedicaba originalmente. Su interpretación más memorable en el cine fue protagonizando la maravillosa “Van Gogh” de Maurice Pialat (aunque el director no se cortaría al pregonar que detestaba el trabajo de su intérprete, al que consideraba una nulidad), y tampoco estaba mal como pianista con un extraño pelucón en “Gracias por el chocolate”, de Chabrol. Dutronc lleva, además, treinta años casado con la simpar Françoise Hardy, otra de mis favoritas. ¡Cuánto estilo en una sola pareja!

Ultimamente estoy fascinado con los viejos vídeos y actuaciones musicales de Dutronc, rodados allá por los años sesenta. Me encantan sus letras y sus melodías, pero sobre todo el modo en que él las interpreta. Lo encuentro lleno de clase y magnetismo, de un gran charme y una energía levemente chulesca e inconfundiblemente francesa. Cuando canta “J’aime les filles”, no hay nada de rijoso en él, sino todo lo contrario.

Pero mi canción favorita es “Paris s’éveille”, en la que aparece retratado como nunca el amanecer de la ciudad luz, travestís y stripteaseuses incluidas. Por favor, acceded al vídeo a través de este link. Espero que lo disfrutéis tanto como yo.

Vuelve la melancolía


Hace no mucho que terminó en la Filmoteca Española un ciclo sobre “Cine y melancolía”, y –en plan “si creíais que habíais tenido suficiente”- ahora vuelven a la carga con Robert Mulligan, director norteamericano que precisamente hizo del registro melancólico su marca de fábrica. Sus películas más famosas son “Matar a un ruiseñor” (adaptación del best seller de Harper Lee, donde Gregory Peck interpretaba al mítico personaje de Atticus Finch, el Padre y Hombre Perfecto) y “Verano del 42”, historia de despertar a la vida sobre un adolescente que se liaba con una mujer casada.

Pero para mí era absolutamente imprescindible ver “La rebelde” (1965), titulada originalmente “Inside Daisy Clover”, protagonizada por Natalie Wood, Christopher Plummer y un jovencísimo (y ya con una piel horrible) Robert Redford. El argumento: en los años 30, una quinceañera white trash llama la atención de un gran productor de cine y su elegante esposa, que la convierten en la estrella del momento, mientras un joven galán consagrado (y secretamente gay) la seduce y se casa con ella. Todos utilizan a la pobre Daisy Clover, que ve su autoestima rebajarse al nivel del pavimento mientras trata de desenvolverse en un mundo de artificio y edulcorada sordidez.

El conjunto tiene sus virtudes, aunque no es una gran película. Combinando un argumento melodramático con una realización pacata, no llega muy lejos en sus premisas. Vista hoy, lo mejor de ella es sin duda Natalie Wood, cuyos ojos oscuros, cuya sonrisita un poco trastornada, expresaban toda la fragilidad y la melancolía del mundo. Christopher Plummer, como el manipulador magnate, tampoco estaba mal.

Pero, como decía antes, tenía que verla a toda costa. El motivo es que esta película fue una de las primeras que tuve en vídeo VHS siendo niño, y antes de cuplir los diez años debí verla una docena de veces, de manera obsesiva. Dos décadas (y pico) después, apenas recordaba de la cinta más que un par de fogonazos, una escena en la que Natalie Wood cantaba en un entorno circense y otra en la que Wood y Redford bebían champagne en una habitación blanca. Tenía, pues, mucha curiosidad por averiguar qué es lo que me había fascinado tanto de ella. Después de salir del cine, seguía sin tener ni idea.

Lo que me quedó fue la inquietante sensación de haber perdido contacto con mi propio yo infantil, al que pensé ilusioriamente conocer aún.

jueves, 18 de marzo de 2010

Cinema italiano


¿Qué le pasa al cine italiano? ¿Cómo es posible que un país que dio al mundo a Rossellini, a Visconti, a Fellini, a Antonioni, a Pasolini, a de Sica, por no hablar de una extraordinaria corriente de comedia popular, en la actualidad parezca incapaz de ofrecer otra cosa que cursilería y banalidad sin fin? Con la excepción de las películas de Nanni Moretti, cinematográficamente hablando cuesta encontrar nada verdaderamente estimulante salido del país de la Fiat en los últimos veinte años. ¿Será esta una de las señales de la larga decadencia de este país, que ve en el encumbramiento de Berlusconi su fenómeno más característico? Chi lo sa.

Pensaba esto el otro día a la salida del Círculo de Bellas Artes, donde proyectaron en copia restaurada “Una giornata particolare”, película dirigida en 1977 por Ettore Escola y (muy bien) protagonizada por Sophia Loren y Marcello Mastroianni. La peli fue un éxito en su momento, y se comprende. No hay en ella nada de especialmente creativo o asombroso, como no sea la fantástica fotogenia y el señorío interpretativo de sus dos protagonistas, pero se ve con sumo agrado y simpatía. Cuenta una historia triste y bonita, enmarcada en una casa de vecinos de Roma durante la visita de Hitler a la capital italiana en los años 30 del pasado siglo. Todo el mundo va al desfile, y en la vecindad sólo se quedan Antonietta, una frustrada ama de casa, convencida fascista, y Gabriele, desesperado ex locutor radiofónico, sometido al acoso del orden establecido por su condición homosexual. Ambos se encuentran y comparten unos instantes de esperanza antes de que las cosas sigan para ellos igual de feas (o más aún).

Como decía, no se trata de ninguna obra maestra, pero me entretuvo y no me hizo sentir vergüenza ajena o empalago en ningún momento, cosa que hace mucho que no me ocurre con el cine italiano. ¡Y qué delicia ver una vez más a Mastroianni, qué actor tan maravilloso y tan conmovedor era! Por esta película llegaron a nominarlo al Oscar al mejor actor, que perdió ante Richard Dreyfus (¿os imagináis?) por una película de la que ya nadie se acuerda. Marcello, torna!

lunes, 15 de marzo de 2010

Surrealismo: revolución y cenizas


Uno de los regalos más afortunados –quizá el que más- que recibí en mi último cumpleaños fue una biografía sobre el poeta surrealista francés André Breton (1896-1966), escrita por un norteamericano llamado Mark Polizzotti.
“La vida de André Breton. Revolucion de la mente” (Turner) ha resultado ser una lectura apasionante. Densísimo, inmoderadamente exhaustivo, no sólo ofrece un completo retrato del personaje en cuestión, sino que, sin elevar jamás el tono, también presenta algunas de las claves del movimiento surrealista en general.

Breton fue conocido como el Papa del surrealismo, aunque parece ser que el halagador término no agradaba demasiado al interesado, dado su feroz anticlericalismo. Sin embargo, desde su creación a partir del cadáver aún fresco de Dadá, ejerció de sumo sacerdote, juez implacable y guardián de las esencias del movimiento. Fue un personaje contradictorio, tierno y antipático, generoso e inflexible al mismo tiempo, y desde luego un temible integrista. Y, como todos los integristas, no se sustrajo a las contradicciones más hipócritas. Así, combinaba la mencionada furia antirreligiosa con una irresistible propensión a lo esotérico, muy evidente en toda su obra. Además, manifestaba una voluntad revolucionaria y antiburguesa, pero lo cierto es que en privado cultivaba unos anticuados modales de caballero de otras épocas, y sus opiniones privadas sobre los asuntos sexuales eran más bien pacatas, sobre todo para un admirador de la obra del marqués de Sade. Entre las rarezas de su carácter destaca todo lo que tuvo que ver con su relación con las mujeres: las adoraba y las temía, las alabó públicamente como única esperanza del futuro de la humanidad pero se sintió amenazado por la posibilidad del éxito artístico de algunas de sus compañeras sentimentales, en especial su segunda esposa, la pintora Jacqueline. Por otra parte, fue pública su ridícula homofobia, que siempre se preocupó de divulgar, para desazón de no pocos de sus seres cercanos.

De todos modos, como antes insinuaba, lo que más me ha interesado del libro ha sido su parte de recuento sobre la génesis, auge y caída del surrealismo, movimiento del que siempre me he sentido cercano, y en el que he encontrado hallazgos asombrosos. Al respecto, Polizzotti aporta algunos datos impagables. Conviene recordar, por ejemplo, que –contrariamente a lo que se ha instalado en la creencia popular- Salvador Dalí no fue uno de sus creadores, sino que se subió al carro cuando ya llevaba mucho tiempo en ruta, arreglándoselas después, muy hábilmente, para hacerse pasar a los ojos del mundo por el surrealismo hecho carne. Por otra parte, el movimiento queda aquí despojado de sus aspectos más folklóricos y superficiales, perpetuados por exposiciones como alguna bastante reciente, y se configura como una ambiciosa propuesta revolucionaria. Puede que sus integrantes fueran en el fondo unos elitistas que jugaban a alumbrar a unas masas en las que no tenían la menor intención de integrarse, pero no se puede banalizar sus incendiarias y complejas raíces asimilándolas a cuatro iconos visuales y unos modelos de alta costura. Puede también que el mensaje último de los surrealistas nunca terminara de aclararse del todo, pero para asumir ese tipo de retos están los comisarios e historiadores de hoy en día, ¿para qué, si no? Retratando sus miserias y grandezas, Polizzotti devuelve toda su dignidad a lo que, muy apropiadamente, podría llamarse la auténtica “revolución de la mente”. Además de una extensa nómina de creadores (de Éluard a Aragon, de Dalí a Ernst, de Picasso a Chirico), circulan por las seiscientas páginas del grueso volumen personajes como Artaud, Freud, Trotski o Peggy Guggenheim. No se ahorra un solo detalle, pero todo está tratado con un extremo rigor, rehuyendo el sensacionalismo habitual.

En sus memorias, Buñuel dijo algo así como que el surrealismo fracasó en lo principal y triunfó en lo accesorio, y creo que tenía toda la razón. De las pretensiones de cambiar el mundo de los surrealistas hoy no quedan ni las cenizas; en cambio, son pocos los iniciados que no reconozcan el valor icónico de una estatua griega con cajones en los pechos, de un teléfono-langosta o un sombrero-zapato. Leer la biografía de Breton tiene algo de sesión de espiritismo, de invocación de un espíritu que solía ser muy inquieto, pero que lleva décadas durmiendo, enterrado por el asfixiante peso de lo banal.

jueves, 11 de marzo de 2010

Frustrante academicismo


“An Education” presenta desde su mismo inicio (escenas de la vida cotidiana de una inteligente y sabihonda estudiante británica en su último año escolar) todos los síntomas de ser una película académica y sin vida. A medida que la historia va avanzando con el encuentro entre la jovencita y un grupo de vividores superficiales pero llenos de glamour y la seducción que una nueva alternativa vital ejerce no sólo sobre la protagonista sino también sobre su entorno inmediato (padres, amigas), uno alberga ocasionales esperanzas de que, animada por los derroteros del argumento, la puesta en escena alce el vuelo por encima de su mediocridad pretendidamente funcional, del costumbrismo del tres al cuarto. La esperanza es en vano. La directora nórdica Lone Scherfig arruina por completo las (limitadas, pero no inexistentes) posibilidades de la historia que está contando para dar lugar a una película corta de miras, que da una frustrante impresión final de historieta sin demasiado interés, cuando no tenía por qué haber sido así.

Carey Mulligan, nominada (y perdedora) al oscar a la mejor actriz en la última edición de estos premios, está bastante bien, pero su personaje se sostiene a duras penas, no dando jamás la impresión de ser otra cosa que una pura fantasía de guionista o una sublimación autobiográfica. Del resto hay poco que decir, a excepción de unas disfrazadas Olivia Williams y Emma Thompson: fatal las dos.

lunes, 8 de marzo de 2010

La sonrisa de Deneuve


Hay algunos actores, sólo un puñado de ellos, a los que siempre me apetece ver, independientemente de la calidad de las películas en que participen. Es más: encuentro que su mera presencia basta para que el mayor bodrio del mundo merezca la pena ser contemplado. Ya digo que son pocos los que entran en esta categoría: Michael Caine, Jeanne Moreau, Cary Grant, Audrey Hepburn o Carmen Maura, y algún otro. Aunque todos ellos son buenos actores, no basta con serlo para aparecer en la lista: tengo que disfrutar por el mero hecho de verlos moverse, hablar, circular por el plano y ocuparlo a su particular manera. Alguien que sin duda alguna tendría un lugar prominente en la selección es Catherine Deneuve.

Hay muchos malentendidos respecto a la Deneuve. El más extendido de todos es doble, e incide en que se trata de una mujer bella pero una actriz fría. Contra la opinión generalizada, yo sostengo que ninguna de estas dos cosas es cierta, o al menos ninguna lo es en cierto sentido. Para empezar, si uno se fija con atención, Catherine Deneuve no es realmente bella, al menos no en el sentido exquisito, patricio y algo estatuario que se le atribuye (vamos, no como una Greta Garbo o una Grace Kelly). No lo es aunque lo parezca, y hay que decir que en ciertos momentos (los años 70 y 80) ha llegado a parecerlo tanto que la apariencia adquirió una admirable sintomatología de realidad. Pero insisto: fijaos bien en sus rasgos, sobre todo en las primeras películas de la diva. En sus ojos planos, en su barbilla un poco hundida, en su boca de ardilla y sus pómulos que no corresponden a una estructura ósea, sino al hábil trazo del maquillador. Pero, sobre todo, me rebelo contra la idea según la cual C.D. es una actriz fría. Quien repite este cansino mantra sin duda no la ha escuchado en versión original, no ha podido admirar su voz de una enorme riqueza de inflexiones y tonos, siempre justa, siempre humana, perfecta en la desesperación, el dolor, la compasión, la fantasía y (sí, ahí también) la altivez. Catherine Deneuve puede ser (ha sido) una profesora alcohólica o una reina, una vampira o un ama de casa, una mujer de negocios o una campesina, una puta o una burguesa, una huérfana inocente o una amargada mujer de mundo – de hecho, a menudo se le ha requerido ser varias de estas cosas en una misma película-, y jamás la he visto por debajo de la excelencia, ni racaneando la emoción o la veracidad. Tampoco sobreactuando. Aunque haya tenido que pasar por encima de las debilidades de guionistas y directores, de su propio estereotipo, y (el peor enemigo de todos) de los efectos de la cirugía estética en su rostro. Por todo eso la adoro, y siempre deseo volver a verla, sea donde sea.

Pero hay algo más. ¿No os habéis fijado en un maravilloso tic que tiene, una leve sonrisa de labios cerrados, llena de misterio y vagamente maliciosa? Uno no tiene muy claro qué pasa por su mente cuando sonríe así, pero a mí hace pensar en la actitud de alguien que se encuentra, sin haber probado ni una gota de alcohol, en mitad de una fiesta en la que el resto de los invitados ya se han puesto hasta arriba, y empiezan a desvariar sin complejos. En esa fiesta, Deneuve, perfectamente sobria, observaría lo que ocurre a su alrededor y sonreiría exactamente de ese modo. Y su sonrisa encerraría toda una visión del mundo. Almas gemelas, Deneuve y yo.

viernes, 5 de marzo de 2010

Bilbao-New York


Crítica que publiqué a mi regreso de Nueva York:

La sede de la Fundación Cristóbal Gabarrón en Nueva York muestra una selección de los resultados de la labor de Bilbao Arte desde su creación, hace poco más de una década. El singular edificio neoyorquino que acoge la exposición posee, además, un particular encanto.
Bilbo Arte goes to new York


Dese su inauguración hace ya doce años, la Fundación Bilbao Arte se ha consolidado como uno de los principales dinamizadores del medio artístico en la capital de Bizkaia. La institución dirigida por Javier Riaño ha atendido con notable diligencia su vocación de apoyo a la comunidad artística, poniendo a su disposición diversas herramientas y medios materiales que han facilitado su labor. El resultado se asemeja mucho a lo que en términos futbolísticos se llama una cantera, y que sin emplear nomenclatura deportiva alguna constituye un nutrido ramillete de artistas y obras que justificarían el orgullo de sus artífices. Desde Bilbao Arte no sólo se convoca cada año unas becas decididamente cotizadas dentro de la comunidad de los jóvenes artistas vascos, sino que entre sus líneas de acción figuran igualmente la organización de cursos y conferencias, el intercambio de artistas con otros centros artísticos, la puesta a disposición de espacios y medios técnicos y, sobre todo, la organización de exposiciones consagradas a artistas tanto emergentes como consolidados. La nómina de creadores, tanto vascos como foráneos, que desde 1998 han visto su nombre vinculado a Bilbao Arte resulta impecable. Entre otros, han expuesto en sus salas Carles Congost, Eulalia Valldosera, Manu Arregui, Itziar Okariz, Erwin Olaf o Manolo Valdés. Y no menos impresionante resulta la lista de artistas residentes, que han elaborado sus proyectos empleando para ello los medios cedidos por la institución.

Es precisamente una selección de veinticinco de estos artistas lo que se ha presentado estos días en la sede neoyorquina de la Fundación Cristóbal Gabarrón, situada en una localización privilegiada, en pleno Midtown de Manhattan. Ejecutada en colaboración entre ambas instituciones, la muestra colectiva ha reunido una veintena de piezas realizadas a lo largo de la década larga de existencia de Bilbao Arte. El concepto expositivo es sumamente sencillos: así, las pinturas, fotografías y esculturas se exhiben en una gran sala de paredes blancas. Comparecen aquí los trabajos de Judas Arrieta, Naia del Castillo, David Cívico, Mikel Eskauriaza, Amaia Lekerikabeaskoa, Carlos Irijalba, Iñigo Tena, Ibon Garagarza, Abigail Lazkoz, Kepa Garraza, Zuhar Iruretagoiena, Eduardo Sourrouille y Alberto Albor, cuya estupenda “El miedo acaba con el sueño” era, por cierto, una de las últimas exposiciones individuales presentadas por Bilbao Arte. Además, una única (y por desgracia insuficiente) pantalla televisiva colocada junto a la entrada ofrece una selección de trabajos de vídeo arte, obra de Inazio Escudero, Fermín Hernández & Arturo Artal, Raquel Meyers, Txuspo Poyo, Fermín Moreno, Pablo Pérez y Elssie Ansareo & Eduardo Sourouille.

Como puede apreciarse en esta lista, el fotógrafo Eduardo Sourrouille (Basauri, 1970) figura con dos trabajos que representan con bastante fidelidad la evolución de su trabajo a lo largo de la última década. En la instantánea “A 4 patas (Si dices algo ahora, te creeré)”, de 1999, se pliega, vestido de blanco y con la cabeza empolvada, indefenso y vulnerable, al ojo del espectador. En “E & E”, vídeo de inspiración musical realizado en 2008 en colaboración con la artista mexicana Elssie Ansareo, en cambio, ofrece una imagen de rutilante dinamismo y desenvoltura para escenificar la complejidad de las relaciones humanas. Del “yo” al “otro”, de la introspección a la interacción, del despojamiento al oropel, asistimos de este modo, con la máxima transparencia y el mínimo empleo de recursos, a la trayectoria vital y profesional de un artista y, quizá también, a una encarnación tan involuntaria como certera de lo que ha implicado Bilbao Arte en su ámbito de actuación desde 1998.

Destaquemos, en último lugar, el interés intrínseco del entorno que acoge la exposición. La sede norteamericana de la Fundación Cristóbal Gabarrón es un magnífico edificio, destinado en su inicio a servir como cochera para los carruajes que atendían a los acomodados habitantes de las mansiones emplazadas en los alrededores. Su original fachada de ladrillo rojo, sus paredes interiores recubiertas con azulejos blancos rectangulares a los que el paso del tiempo ha conferido una belleza inesperada, la magnífica pila del baño (que al parecer servía originalmente para abrevar a los caballos) atestiguan tan curioso origen, en homenaje al cual se ha bautizado al centro como “Gabarron Foundation Carriage House Center for the Arts”. La posterior remodelación del edificio data de los años 80, cuando fue convertido en el espléndido loft habitable en tres alturas que es hoy en día. Además de servir como marco de exposiciones de arte, también acoge recepciones y otros eventos, y ha sido empleado como escenario cinematográfico: más recientemente, en dos secuencias clave de la película “Si la cosa funciona”, de Woody Allen. La visita al edificio complementa la otra, principal, que tenía por objeto la exposición artística. Y juntas componen una buena razón para que los aficionados a las experiencias estéticas se acerquen cuanto antes a la isla de Manhattan.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Precious


Me confieso incapaz de comprender los motivos del éxito de “Precious”, la película de Lee Daniels. Desde su estreno en el festival de Sundance, hace más de un año, su paso triunfal por los certámenes en los que ha participado se ha refrendado con la obtención de toda clase de premios gordos. Los Oscar esperan a la vuelta de la esquina.

No quiero decir que se trate de una película particularmente mala (aunque buena no me parece, desde luego). Cada año hay montones de películas que gustan a rabiar y que a mí sin embargo me parecen una birria, pero en la mayor parte de los casos puedo identificar lo que a otros les interesa de ellas. Una cosa es que tenga unos determinados gustos personales, y otra que no pueda comprender los de los demás. Pero el caso de “Precious” me parece un misterio que desafía toda explicación: una historia lúgubre narrada con todo el efectismo del mundo, que en los años 80 habría dado para uno más de los telefilms que todos recordamos en las sobremesas de nuestros domingos. Incesto, pobreza, horror familiar, educadores con corazón, superación personal, los puentes de Nueva York y una escena catártica en la que el monstruo de la función explica sus motivos. ¿Qué hay aquí que no hayamos visto ya mil veces? Y no es que la fórmula funcione siempre, explicación posible pero desmentida por la realidad: de hecho, la mayoría de las veces el cóctel se considera tan peleón que no suele servirse fuera del ámbito televisivo. ¿Que la película está bien interpretada? Pues no lo negaré, pero, ¿qué hacen aquí Mo’Nique, Gabourey Sidibe o Mariah Carey que no haga cualquier otra actriz de televisión competente? En fin, que si alguien tiene la clave del misterio, agradecería que se pusiera en contacto conmigo para revelármela.

NOTA: El rostro de Paula Patton, la actriz que interpreta a la mencionada educadora compasiva (y convenientemente lesbiana), es de una belleza clásica y radiante. Su elección en el casting, los primeros planos que le dedica el director, contradicen (involuntariamente, me temo) el convencional mensaje sobre la hermosura que habita en lo espantoso que se deduce de la cinta, y esto resultó ser lo único estimulante que encontré en ella.

lunes, 1 de marzo de 2010

Amor y odio



Domingo por la tarde. La sala principal de la Filmoteca Española estaba llena a rebosar (no cabía un alma en su amplio patio de butacas) para ver “Muerte en Venecia”, de Luchino Visconti. Un auténtico gustazo. Al terminar la película, hubo hasta aplausos, no tan habituales en ese contexto. Todo el mundo había obtenido lo que buscaba: éxtasis estético unos, ocasión para el escarnio otros. La versión de Visconti sobre la novela breve de Thomas Mann es una de las películas más amadas y denostadas de la historia del cine. Comprendo perfectamente los motivos de ambas facciones, aunque no me sumo a ninguna de ellas. Ahora bien, el domingo pasado disfruté como todos los demás que acudieron a la cita con la Filmoteca.

Entre las acusaciones que ha sufrido la película, destaca la que señalaba el mismo programa de la Filmoteca, según la cual Visconti banalizaba la obra original convirtiendo en significados primarios lo que en Mann eran metáforas de algo más profundo, acusación no del todo descabellada, pero poco relevante, en mi opinión. ¿Qué más da esto, cuando Visconti cuenta su historia (la suya, no la del escritor alemán) con tanta personalidad y generosidad estilística, con tan maravilloso empleo de la música de Mahler, con esa fotografía de Pasqualino de Santis que es una obra maestra en sí misma, con esa Silvana Mangano cuyo rostro no está muy lejos de serlo también, con ese Dirk Bogarde demasiado rechoncho y saludable para ser un Gustav Von Aschenbach verosímil, pero conmovedoramente entregado a la tarea de parecerlo? A la película le sobran unas demostrativas discusiones en flash-back sobre el arte y la belleza, pero, de nuevo, qué más da.

Ya se ame o se odie, o incluso si contempla con moderado agrado o irritación, dudo que haya nadie en el mundo que no disfrute de un modo u otro viendo esta película. Me atrevería a afirmar que entre los que la apludieron el otro día había algunos que la encontraron deliciosamente horrenda. No son muchas las obras que consiguen esto, y menos hoy en día.