miércoles, 29 de julio de 2009

Placeres culpables


En inglés llaman “guilty pleasures” a esas cosas que nos agradan a pesar de que al mismo tiempo nos denigran, aquéllos de nuestros gustos que nos costaría reconocer en público porque nos producen cierta vergüenza.

Como cualquiera que lea este blog se habrá podido formar una idea de mí a través de mis filias declaradas, y la mayor parte de éstas coinciden con lo que podríamos llamar Buen Gusto Certificado Del Gafapasta (Buñuel, Bergman, Proust, Louise Brooks y así), creo que puede constituir un buen complemento una breve entrada dedicada a la sección más chabacana de mis aficiones. Por ejemplo:

Me gusta leer algunos blogs y columnas de opinión escritas por indocumentados sin talento.

No comprendo muy bien la razón de esto, pero cuanto mayor sea la distancia entre la consideración que el sujeto en cuestión demuestra por su propio talento y criterio y la auténtica calidad de éstos, mayor es mi disfrute. Hay por ahí auténticos cafres opinando sobre cuestiones sobre las que no tienen ni idea, y ellos parecen los únicos que no se dan cuenta de que lo evidente que resulta. Eso es lo más divertido de todo. Imagino que si yo me pusiera a opinar sobre la liga española de fútbol, también sería capaz de proporcionar grandes momentos de regocijo. Por otra parte, y dejando aparte la cuestión meramente lúdica, no considero grave que los bloggers anónimos opinen (opinemos) sobre lo que nos dé la gana y sin fundamento alguno. Lo tremendo es que haya gente que se llama a sí misma periodista, y que hace lo propio cobijada en los medios que les pagan el jornal, y sin ningún remordimiento aparente. Aquí los sentimientos son ambivalentes, y el regodeo se mezcla con la desazón. Dicho todo esto, asumo que muchos de los que leen este blog pensarán de mí que soy un cretino y que escribo fatal. Faltaría más, es el (barato) precio que uno debe pagar cuando dedica a esto parte de su tiempo.

Me gusta mucho Marisol (aka Pepa Flores)

Sus películas como niña prodigio eran repugnantes, ética y estéticamente. Pero ella era un auténtico fenómeno de la naturaleza, desde el primer plano en que su rostro se proyectó sobre una pantalla. Me encanta escucharla cantando una canción tan kitsch y absurda como “Estando contigo”, perversión que comparto con mi amiga Lorena. En su posterior etapa de sex-symbol contestataria también me agrada, desde luego. Maravillosa en “Tu nombre me sabe a yerba”, de Serrat.

Me gustan los grasa-bares y los menús del día baratos

Como no soporto las cadenas de hamburgueserías y similares (sólo el olor me provoca náuseas), la única opción que considero para comer fuera de casa a un precio económico es el menú del día. Necesito mi primer plato, mi segundo plato y mi postre. Aquí soy capaz de disfrutar incluso de la paella más reseca y el escalope más grasiento. Por otra parte, admiro ilimitadamente a quienes atienden bien este tipo de establecimientos: me parece un trabajo muy estresante y que requiere una gran diligencia. En Madrid, Marsot, en la calle Pelayo, no es exactamente un grasa-bar, pero su personal (pertenecientes todos ellos a la misma familia) constituye un ejemplo modélico de lo que digo.

Lo paso muy bien con el cotilleo

Aunque, como en todo, aquí tengo que hacer distinciones. No puedo con todos esos programas de televisión llenos de seudo periodistas zafios e ineptos dedicados a destripar a unos personajes casi tan inmundos como ellos. Incomprensible fenómeno español que en ningún otro país que yo conozca alcanza tales magnitudes. Tampoco entiendo la obsesión de muchos por meterse en la vida ajena, juzgando los comportamientos de los demás o baboseando en sus miserias. Pero me encanta que se me revelen secretos, y también encontrar la parte más divertida de lo que se supone chocante o escandaloso. En realidad, creo que la mayor parte de las cosas que son motivo de escándalo para lo que suele llamarse “la sociedad en general” es más bien hilarante, así que disfruto mucho cuando se me hace partícipe de ello.

Me vuelve loco el psicoanális barato

De niño me encantaban, por ejemplo, las películas americanas en las que los conflictos de los personajes se resolvían mediante ecuaciones basadas en clave de folkore psicoanalítico. “Marnie, la ladrona” de Hitchcock, por ejemplo, o casi todo lo que estaba basado en obras de Tennessee Williams. Esta afición se ha moderado con el tiempo, aunque en esencia permanece. La vulgarización del psicoanálisis es un recurso tan facilón y precario que me produce bastante risa, y lo contemplo en términos similares al uso de la fantasía más descabellada.

Bueno, pues estos son algunos de mis gustos menos confesables. Si caigo en la cuenta de algún otro, informaré sobre ello en futuras entradas.

viernes, 24 de julio de 2009

Mujeres...


Crítica sobre una expo que vi en París, publicada hace un mes:

elles@centrepompidou
Del 27 de mayo de 2009 al 24 de mayo de 2010
Centre Georges Pompidou. París




Una nueva, amplia y ambiciosa exposición viene a sumarse a la oferta del parisino Centre Georges Pompidou. Se trata esta vez de la dedicada a la presencia de las mujeres en las colecciones de la institución.

Mujeres


Hablábamos hace poco en estas páginas de dos estupendas exposiciones con las que el Centre Georges Pompidou animaba el verano cultural de la ciudad del Sena. Kandinsky y Calder siguen arrastrando masas al Pompidou; sin embargo, lo cierto es que la más ambiciosa y arriesgada de sus propuestas la constituye esta “elles”. La ambición y el riesgo no radican (o no sólo) en el mero hecho de que un museo presente por primera vez una recopilación de su colección “en femenino” -como reza el folleto editado para la ocasión-, ni en el manifiesto apoyo que ello implica hacia el trabajo históricamente ninguneado de las creadoras. Se trata, sobre todo, de la complejidad intrínseca de proporcionar una cierta ilación y coherencia (temática, estilística) a una macro-exposición en la que lo único que tienen en común las piezas incluidas es haber sido ejecutadas por mujeres durante los siglos XX y XXI.

Nos encontramos ante la tercera presentación temática de las colecciones del Museo Nacional de Arte Moderno del Georges Pompidou, tras “Bing Bang” (2005) y “Le Mouvement des Images” (2006-2007). Más aún que en las ocasiones anteriores, se corría el riesgo de que la premisa de partida resultara más bien difusa o incluso, dirán algunos, incluso arbitraria. Digámoslo ya: a la vista del resultado, el riesgo se ha sorteado con una destreza admirable. Comisariada por Camille Morineau, Quentin Bajac, Cécile Debray, Valérie Guillaume y Emma Lavigne (ingente labor, la suya), la muestra posee una enjundia definitiva, indiscutible. Siguiendo un recorrido tanto temático como cronológico, se reúne más de medio millar de obras de doscientas artistas, desde principios del siglo XX hasta nuestros días.

Así, el camino comienza con las “Pioneras”, las vanguardistas de la primera mitad del siglo XX, distribuidas bajo efectivos criterios de agrupación (“abstractas”, “primitivas”, “surrealistas”, etc.), lo que permite recoger obras de, entre otras, Sonia Delaunay, Natalia S. Gontcharova, Frida Kahlo, Diane Arbus o Dora Maar. A continuación estarían las “Históricas”, aquéllas que se han situado por su enfoque reflexivo o abiertamente feminista en el punto de mira de la Historia, como Niki de Saint Phalle o Karen Knörr. “Físicas” evoca de manera genérica la representación del cuerpo, tendiendo en lo específico a incidir en los estereotipos del género: aparecen aquí Orlan, Jana Sterbak, Marina Abramovic o Ana Mendieta. “Excéntricas” (tal vez la más discutible de las agrupaciones, aunque cabe esperar que dicho nombre no excluya el sarcasmo) engloba a Louise Bourgeois o Hanne Darvoben. “Domésticas”, que muestra piezas de Sophie Calle o Dorothea Tanning, reviste particular interés al introducir la indispensable referencia de “Una habitación propia” de Virginia Woolf mientras subraya la distancia irónica de algunas mujeres al abordar la cuestión del espacio privado. “Narrativas” permite explorar las posibilidades del uso del lenguaje (y de su misterio) en el arte de la mano de Jenny Holzer o la donostiarra Cristina Iglesias. Y, por fin, “Las inmateriales” dirige su atención a las desmaterialización de la obra de arte con Tacita Dean o Geneviève Asse. Diversos ciclos de proyecciones, conferencias y lecturas complementan un amplísimo programa que se extenderá por el plazo de un año.

Al conjunto se le podría acusar de pretender abarcar demasiado, lo que en el fondo nos sitúa en el mejor de los escenarios posibles. El parti pris no se agota en sí mismo, sino que, gracias a su configuración a modo de mosaico, ofrece reflexiones sobre una multiplicidad de aspectos como la identidad y la formación de los géneros, la queer theory, las formas de presión cultural, las estrategias de exclusión, los conceptos de normalidad y anormalidad, la sexualidad y el deseo, la realidad y la representación, e incluso la globalización. Es cierto que ninguna de estas cuestiones deja de constituir un tópico cuando hablamos de arte “en femenino” -por volver a la denominación que escogen los propios artífices de la muestra-, y que a día de hoy existe una cierta inflación en su uso que en ocasiones raya peligrosamente la banalidad. También lo es que la pregunta de por qué una muestra consagrada en exclusiva a las mujeres (y su subyacente: ¿tendría menos sentido una dedicada sólo a los hombres?) puede discutirse largo y tendido, aunque Camille Morineau resuelva apresuradamente el debate afirmando a) Que así se ha hecho porque al fin es posible hacerlo, al existir la masa crítica necesaria, y b) Que el Pompidou es el primer centro de arte que emprende una operación similar, y que la inscripción de un evento en la historia basta a veces para variar su rumbo.

En todo caso, lo que difícilmente podrá negarse es que la muestra vale por muchas cosas, aunque una de ellas podría bastar para justificar sobradamente su existencia. La sala dedicada a las surrealistas, con Dora Maar y Claude Cahun a la cabeza (¡y, por fin, “La coquille et le clerygman”, película de Germaine Dulac incomprensiblemente ausente en la exposición del Guggenheim sobre el Surrealismo, como ya advertimos en su momento!), es en sí misma una joya que debe contemplarse a toda costa.

miércoles, 22 de julio de 2009

Stalker en la Filmoteca


No sé si será por la crisis, o por el calor asfixiante de Madrid, pero el caso es que este verano la Filmoteca está siempre de bote en bote. En todo caso, me parece maravilloso comprobar que la sala principal se llena un martes de julio para ver una película de Tarkovski que termina a medianoche. Tarkovski es otro de esos directores que cargan con el incomprensible sambenito de aburridos: en realidad, su cine es hipnótico y está lleno de poesía, y es evidente que de él han aprendido mucho Lars Von Trier, Terrence Malick, Steve Soderbergh o Julio Medem (porque todos los profesores tienen alumnos buenos, regulares y malos), entre otros. Ingmar Bergman lo consideraba el mejor director del mundo.

En cuanto a la película, “Stalker” (1979) la vi por primera vez hace muchos años, y debo decir que en mi recuerdo era mejor. No es una de las películas de Tarkovski que más me han conmovido: “La infancia de Iván”, “Andrei Rubliov”, “El espejo” o “Sacrificio” me producen una emoción más intensa y persistente. Y su fuerte simbolismo, su apariencia de fábula, me resultaba en ocasiones vagamente pesado. La ZONA. Un lugar misterioso, cercado por el gobierno, donde dicen todos los deseos se cumplen. Sin embargo, lo cierto es que quien entra en ella no regresa jamás. Algunas personas, mutantes conocidos como stalkers, son capaces de guiarse entre sus espejismos y trampas. Un científico, un escritor y uno de estos stalkers entran en la ZONA, cada uno de ellos con distintos objetivos.

La película atesora sin embargo algunos momentos de una fuerza visual y un impacto poético extraordinarios. Cualquiera de los planos acuáticos (hay muchos) es sublime. Lo mismo ocurre con muchos planos (primeros y medios) de los tres protagonistas mientras tratan de proseguir su camino en la ZONA, o con un hermoso monólogo pronunciado, hacia el final, por la actriz que interpreta a la mujer del stalker. Y, por supuesto, está el plano más famoso de la película, que además es el último. Se trata con justicia de uno de los momentos cinematográficos más recordados y discutidos por los expertos. De una belleza que corta la respiración, encierra fácilmente en cuatro minutos todo el universo de Tarkovski, y por descontado todo el mensaje de la película.

Filme áspero y lírico sobre la Esperanza, la Fe y el Misterio, Stalker presenta en mi opinión el inconveniente de resultar demasiado cerebral y compuesto, lo que no evita que sus imágenes presenten el sello de lo perdurable.

martes, 21 de julio de 2009

Tortilla de patatas (y 2)


Aquí me tenéis, una vez más en busca de mi dosis de consolación



Sigamos con la familia. Aunque no creo que tal encuesta se haya realizado jamás, seguramente más del 50% de la población española declararía que la mejor tortilla de patatas del mundo es la que hace su madre. Pues bien, lamento decir que en esto tampoco soy nada original.

Mi madre es una mujer que detesta cocinar. Cuando yo era pequeño (¡más traumas!), ella acostumbraba a delegar esta actividad en otras personas y, si se veía obligada a asumirla por sí misma, su actitud hacía pensar que en lugar de a una familia humana (la suya, además) se disponía a alimentar a una jauría de perros.

En fin, me desvío, y además me la estoy ganando: lo que quería decir es que, a pesar de todo, hay algunos platos que mi madre ejecuta de manera insuperable, y uno de ellos es la tortilla de patatas. Y, lo siento, insuperable es insuperable. Por ejemplo, casi todas las versiones de este plato, hasta algunas especialmente sabrosas, poseen un vicio que estropea el efecto final, y es un área quemada justo en el centro de su superficie. La tortilla de mi madre, en cambio, presenta un uniforme color dorado en todo su esponjoso exterior, que no afea ni la menor mancha negruzca. Además, en su interior el huevo se desparrama con una maravillosa viscosidad, y las patatas, algo crujientes, poseen un delicado perfume a ajo por haber sido confitadas con un diente de esta hortaliza.

Jamás, en ningún lugar he encontrado una tortilla tan perfecta. Pero hay en Bilbao una cafetería donde sirven la única que casi podría medirse con ella. Se trata de Kepa Landa, en la calle Henao. Cuando la pruebo, después de la correspondiente extracción de sangre, vuelvo a ser ese niño que se aferraba a su chocolatina con la garganta oprimida. Sólo que esta vez la opresión es de puro placer.

jueves, 16 de julio de 2009

Tortilla de patatas (1)


De niño me producían terror las vacunas. O, para ser más precisos, las jeringuillas con que éstas me eran administradas. Suelen decir que el miedo se basa en la ignorancia. Pues bien, aquel miedo se basaba en un conocimiento: el conocimiento de que los adultos mentían, pues la vacuna era una experiencia dolorosa. Por lo general, era mi padre el encargado de llevarme a la clínica, lo que implicaba para él otra misión, que consistía en sujetarme mientras yo berreaba (apenas sabía hablar, pero gritar se me daba de maravilla), me revolvía y daba patadas en todas las direcciones. Pasado el mal trago, con las lágrimas aún rodando hacia mi cuello, invariablemente me compraban una chocolatina. Aquella chocolatina Nestlé servía para aplacar de manera inmediata (aunque no sabemos si duradera) la espantosa sensación de fraude que me había embargado al constatar una vez más que no podía fiarme ni de mi padre.

Hoy en día las agujas no me producen aprensión alguna, y una extracción de sangre me inquieta tanto como comprar un billete del metro. Pero, mientras aprieto un pedacito de algodón sobre mi brazo flexionado, sólo puedo pensar en que necesito comer a toda costa. No se trata del malestar habitual por no haber llenado aún el estómago (soy de los que consideran el desayuno la comida más importante del día, y me pone de un humor de perros estar en ayunas después de las nueve de la mañana), es sencillamente que necesito mi recompensa o, mejor, mi consolación. Esta evidente reminiscencia de la edad infantil introduce, sin embargo, una variación sustancial: en lugar de una chocolatina, lo que el cuerpo me exige es una gran ración de tortilla de patatas y un café cortado.

Por desgracia, en Madrid es difícil encontrar un lugar donde hagan una tortilla verdaderamente buena, así que suelo optar por la barrita con tomate y aceite, quizá también con jamón. En Bilbao, en cambio, sé dónde hacen LA tortilla de patatas, la que se instala obsesivamente en mi mente antes, durante y después del pinchazo hasta el punto de que, si tuviera que hacerme un análisis de sangre en la capital cantábrica y algo (por ejemplo, un cierre por vacaciones) me impidiera después pasar por el establecimiento en cuestión, la desolación sería tan insoportable como la que habría sufrido aquel niño si su padre le hubiera negado la chocolatina Nestlé que acababa de ganarse.

Imagino que os interesará saber el nombre del local que hace la mejor tortilla de patatas de Bilbao. En la próxima entrada, sin falta.

martes, 14 de julio de 2009

Paranoid Park


Gus Van Sant es un director que, lo admito, me desconcierta un poco. Adoro unas cuantas de sus películas (“Mi Idaho privado” o “Elephant”, por ejemplo), mientras que otras (“El indomable Will Hunting”) las encuentro sencillamente insufribles. Hay también un tercer grupo (“Milk”, “To die for”) ante el que predomina la indiferencia. La cuestión es que Van Sant contradice limpiamente algunas de mis teorías sobre el cine, lo que basta para hacerlo merecedor de mi respeto.

Paranoid Park”, su última película estrenada en España, cuenta una anécdota breve y terrible (el crimen más o menos involuntario cometido por un skater adolescente, y el subsiguiente desencadenamiento de los mecanismos de la culpa) con todo el despliegue de la impresionante batería estilística propia del autor. Rozando casi siempre el manierismo, Van Sant ofrece algunas imágenes espléndidas, ralentís incluidos, y no concede a lo visual (soberbia fotografía de Christopher Doyle) menor importancia que a una banda sonora que reúne a Beethoven, Nino Rota para Fellini (“Giulietta de los espíritus”, “Amarcord”) o Cool Nutz. Lo prolijo de esta labor, así como algunos de los recursos empleados para subrayar lo que parece el tema central de la película, la alienación y fragilidad adolescente (los adultos, tópicamente fuera de campo; el tratamiento dispensado a la horrible novia del protagonista) pueden producir cierta irritación ocasional, pero sería injusto admitir que en general la cinta tiene mucho de fascinante, y que su artefacto se sostiene a la perfección durante la hora y media escasa que dura. “Cahiers du cinéma” hablaba de soberbia culminación de una tetralogía que se habría iniciado con “Gerry”, para continuar con “Elephant” y “Last Days”. No estoy del todo de acuerdo con la revista francesa, entre otras cosas porque “Paranoid Park” raramente me produjo la emoción intensa y seca de “Elephant”, pero es cierto que sus imágenes aún flotan agradablemente en mi memoria.

viernes, 10 de julio de 2009

Afrodita: una rareza


Hace unos días, echando un vistazo en la librería de la casa de un amigo (mis conocidos me acusan con razón de no hacer ni caso de sus muebles y detalles decorativos; sin embargo, nunca me pasa inadvertida su dotación bibliográfica), me topé con un libro que atrapó inmediatamente mi atención. Se trataba de una edición española de “Afrodita”, novela escrita por el autor francés Pierre Louÿs y publicada en 1896. Louÿs es un autor hoy más bien olvidado, pero que disfrutó en su momento de un éxito formidable y escandaloso, y su obra más conocida, “La mujer y el pelele”, ha sido adaptada al cine en diversas ocasiones. En particular, por Luis Buñuel en su última película, bajo el título “Ese oscuro objeto del deseo”, para la que el genio aragonés tuvo la revolucionaria idea de repartir el personaje femenino principal entre dos actrices, Angela Molina y Carole Bouquet, que se alternaban en pantalla de manera aparentemente arbitraria.

La cuestión es que pedí prestada esta “Afrodita” cuya sugerente cubierta aparece ilustrada por la fotografía de una odalisca semidesnuda, típica del imaginario erótico de principios del siglo XX. Después de haberla leído, resulta fácil entender por qué la novela fue todo un best-seller en su día, y también por qué hoy casi nadie se acuerda de ella. Escrita en un estilo sensual y algo recargado, vendría a constituir una versión modernista y vagamente pornográfica (y con más encanto) de esas novelas históricas que estamos acostumbrados a encontrarnos en las listas de éxitos de medio mundo, y cuya estela tampoco creo que permanezca dentro de unos años. La historia narrada sitúa a una femme fatale en el contexto de la Alejandría clásica: Demetrios, joven escultor amante de la reina Berenice y el hombre más deseado de la ciudad, se enamora a primera vista de la disoluta cortesana Khrysís, que está dispuesta a un revolcón con prácticamente todo aquel (o aquélla) que se lo solicite, pero que para entregarse al artista exige de éste la comisión de tres crímenes monstruosos, a saber un robo, un asesinato y un sacrilegio. La cosa, obviamente, acaba muy mal.

Mencionaba antes el encanto de la novelita. Lo tiene sin duda, y de hecho es lo único que puede explicar que la haya devorado como un paquete de caramelos, porque hay pocos géneros que deteste tanto como el best-seller histórico. La superficialidad de los personajes, la descarada vocación de escándalo y la rimbombante prosa son lo de menos. Lo de más es su maravillosa amoralidad, una sensualidad que tendría muy poco que envidiar a una Colette, y varias ráfagas de inspiración luminosa en la construcción de algunas situaciones. El momento cumbre de la narración, desde luego, cuando Khrysís se muestra desnuda ante sus conciudadanos portando las pruebas del triple delito, pero también la descripción de una orgía en la que se cometen toda clase de excesos (como debe ser), comenzando con la comida y siguiendo sucesivamente con la bebida, el sexo y, en un giro repentino, el asesinato más sanguinario. La visión de Louÿs, erotómano reconocido, está por momentos bastante cerca de la del marqués de Sade, lo que no es poco mérito. Finalmente, lo que hace más de un siglo fue un lucrativo escándalo es hoy una rareza exquisita.

Desconozco si el libro puede encontrarse en las librerías, pero recomiendo vivamente el intento.

jueves, 9 de julio de 2009

Prodigio

Es extraño que nunca hasta el momento haya mencionado en mi blog a Lorena Uriarte, sobre todo porque ella es una de las personas que más cuentan en mi vida.

Nos conocemos desde que entramos en la mayoría de edad. Hace ya unos cuantos años de eso. Desde entonces hemos atravesado varias fases en nuestra relación: las primeras fueron más equívocas, pero creo que muy pronto quedó claro entre nosotros qué es lo que iba a unirnos en el futuro, o al menos hacia qué dirección avanzábamos. En los últimos años, hemos perseverado en esa dirección sin desviarnos un ápice de ella. Somos amigos, y de alguna manera también hermanos. Escribo esto porque pienso que, si la amistad normalmente se fundamenta en una equilibrada combinación de fortalezas y debilidades complementarias que derivan en un mutuo beneficio (relación simbiótica), en nuestro caso el predominio corresponde a una serie de semejanzas (en vivencias, puntos de vista, etc) determinantes que nos convierten en lo que algunos cursis llaman “almas gemelas”, y que acaban operando como un ADN común. Es por eso que mezclo la hermandad en todo el asunto. Sólo que, al contrario que en la mayor parte de las relaciones fraternales, incluso las más sanas y mejor gestionadas, de la nuestra quedan excluidos algunos elementos típicos como la competitividad o la suspicacia. Tampoco quiere esto decir que entre ella y yo las cosas hayan sido siempre idílicas. Hay algunos puntos en los que hemos encontrado y siempre encontraremos cierta fricción: guardaré para mí cuáles son esos puntos, que a nadie importan salvo a nosotros.

Lo esencial es que Lorena y yo hemos estado juntos en los momentos más complicados, y también en algunos de los más agradables. Nuestra educación sentimental ha avanzado casi en paralelo, y hemos llegado a conclusiones muy similares en lo que se refiere a las relaciones personales. Hablar con ella siempre me tranquiliza y me reconforta. Ella es una de las poquísimas personas de este mundo de las que jamás me canso. Más aún: es la única con la que siempre puedo reírme a carcajadas, a veces para desesperación de quienes se encuentran a nuestro alrededor. Contra todo lo que explicaba antes, compartimos muy poco en el campo de las aficiones, y no conseguimos vernos con tanta frecuencia como nos gustaría, pero eso de ningún modo evita que nos consideremos (o, al menos, que yo nos considere) casi como una sola mente cuando estamos juntos.

Me sorprende esta capacidad del ser humano para hiperempatizar hasta la certeza de encontrarse en comunión con el otro. No hay comunión posible, eso lo sé. Pero el mero hecho de que a veces nos instalemos en la ilusión de ser uno con otra persona, me parece uno de los prodigios que hacen la vida más llevadera. Lorena, mi prodigio, espero que de un modo u otro estés siempre cerca de mí.

domingo, 5 de julio de 2009

Dos amores


Crítica de arte que publiqué el pasado mes en Mugalari, sobre dos expos que vi en París:

Gran éxito de afluencia para dos de las exposiciones que animan este verano en la capital del Sena. Las muestras dedicadas a Calder y Kandinsky por el Centre Georges Pompidou poseen enfoques bien diferenciados pero idéntico interés.

Dos amores

La primera diferencia notable entre Kandinsky (1866-1944) y Alexander Calder (1898-1976) se remonta a sus mismos orígenes y se rige por el principio de la reacción. El primero nació en Moscú, dentro del entorno de la ya decadente burguesía rusa, mientras que el segundo vio por primera vez la luz en el umbral del siglo XX, en los Estados Unidos, dentro de una familia de artistas. Emerge así el contraste entre la voluntad de formar parte del germen de un nuevo mundo, un orden nuevo que sin embargo, quizá a su pesar, no puede evitar cierta nostalgia por un pasado de cuyo derrumbamiento fue testigo, y la búsqueda de un equilibrio propio, de resonancias primitivistas, a partir de una (falsa) tabula rasa cultural. El ejercicio comparativo entre ambos artistas a la salida del Pompidou es seguramente inevitable, aunque sus frutos puedan resultar dudosos. De todos modos, digámoslo ya, las dos exposiciones se disfrutan hasta el entusiasmo, aunque sea por distintos motivos.

La muestra dedicada a Kandisnky posee el enfoque de una suma retrospectiva, y como tal resulta modélica. La evolución del imaginario del artista se aprecia con una transparencia casi demostrativa, a lo largo de sucesivas etapas que atestiguan un apasionante viaje al corazón de la abstracción. Así, sus primeros dibujos coloreados sobre cartón invocan la Rusia imperial y fabulosa de la que fue testigo en su infancia, y poseen el inconfundible halo de la ensoñación y el recuerdo idalizado. Pero pronto se abandona esta tendencia, coincidiendo con la publicación de unos escritos teóricos que la muestra documenta convenientente, mientras las formas geométricas y los contrastes cromáticos se adueñan del lienzo. Munich, Estocolmo y Berlín primero, París después, constituyen el marco en el que el pintor ruso desarrolló su obra más privativa, sus composiciones radicalmente abstractas y tocadas por la ambición de aparecer dotadas de una especie de ritmo sinfónico, musical. Todo ello se extiende a lo largo de no menos en una docena de salas en las que destaca un insuperable diseño expositivo a cargo de Laurence Fontaine. Como atractivo complementario, el Pompidou ha organizado un miniciclo de conciertos, uno de los cuales explora las correspondencias entre Kandinsky y el compositor (y también artista plástico) Arnold Schönberg.

Aún más apasionante resulta la otra exposición que nos ocupa, cuyo enfoque es precisamente el opuesto al caso anterior. “Les années parisiennes” se centra en un breve periodo dentro de la vasta trayectoria del escultor Alexander Calder, precisamente la que inauguraba su éxito, sirviendo de preludio para su producción más reconocida y característica. Durante sus años en un París restallante de vanguardia y dinamismo, Calder produjo unas piezas enormemente lúdicas, de una belleza y vitalidad esplendentes. Resulta imposible para el expectador resistirse frente a un circo confeccionado a base de alambre, hojalata, corcho y lo que parecen otros materiales de desecho, a las esculturas motorizadas que dotan de movimiento a la pura geometría, a obras de la rotundidad y el encanto de “Tiburón y ballena”. Pero, sobre todo, hay que mencionar las cotas de asombro que producen unos retratos elaborados en alambre de cobre, latón o acero, que operan como dibujos tridimensionales y pueden ser observados desde cualquier ángulo, encontrándose en cada uno de ellos un nuevo matiz y una visión única sobre el sujeto representado. Muy en especial, se ofrece una serie sobre Josephine Baker que logra captar a la perfección tanto la morfología del cuerpo armónico y salvaje de la legendaria artista de music-hall, como el endiablado ritmo que lo animaba. Quizá resulte fácil sospechar de esta parte de la producción de Calder, considerarla de una ingeniosidad pirotécnica y vacía: pero más sensato, y aún más sencillo, es disfrutarla en toda su generosa desenvoltura. Las películas que se han incluido en la muestra ilustran deliciosamente el proceso creativo de Calder (atención a la breve secuenia en la que éste elabora una escultura dedicada a Kiki de Montparnasse en presencia de la propia modelo), realzando el valor del conjunto.

A juzgar por la afluencia de público el día en que quien escribe estas líneas visitó el Georges Pompidou, las exposiciones disfrutan de un éxito indiscutible, lo que no es de extrañar. A la salida del Centro, a uno le dan ganas de imitar a Josephine Baker, a la que se acaba de contemplar abrazada a sí misma sobre el insólito escenario de un ring de boxeo, cantando “J’ai deux amours...”