lunes, 28 de septiembre de 2009

Up


No soy un fan del cine de animación. Menos aún del de animación digital. Estoy seguro de que, como dicen, se han hecho en este campo maravillas que desconozco, pero no puedo evitar sentirme más bien indiferente ante ellas. Me cuesta vincularme emocionalmente a una película cuyas imágenes han salido en un 100% de un programa de ordenador. Por el mismo motivo, encuentro que no existe ningún efecto especial en el mundo que me pueda asombrar tanto como el primer plano de un rostro humano.

El caso es que, ante las insistentes recomendaciones, por fin fui a ver "Up", de Pete Docter y Bob Peterson. Y, la verdad, no me pareció para tanto. Moderadamente entretenida, posee una larga sección de aventura que incluye perros parlanchines, un pájaro multicolor y una persecución estilo Indiana Jones que me resultó pesada y formulativa, aparte del final edificante con payoff que podía esperarse. Pero, aparte de las cuestiones técnicas (es cierto que la animación infográfica ha llegado a unas cotas de precisión asombrosas), hay otras cosas que me parecieron interesantes. Para empezar, la sola imagen de una casa elevada hasta el cielo por un enorme conjunto de globos posee cierto empaque visual. Además, la primera media hora de la película es una maravilla desde el punto de vista narrativo. Al tratarse de una cinta de animación, a "Up" se le permite dehacerse de los lastres naturalistas a los que está en general obligado el cine americano, de la necesidad machacona de explicarlo todo, de que todo quede justificado, remarcado, sellado. En su segmento inicial, "Up" resulta mucho más sintética y expresiva que la mayoría del cine americano actual, lo que es de agradecer. Después, por desgracia, su mensaje sobre la pérdida y la renuncia se enfatiza demasiado, pero eso no invalida todo lo que se ha visto antes.

En fin, que "Up" no vino mal para amenizar una tarde de domingo, aunque considerarla una obra maestra, como hay quien ha hecho, me parece llegar un poco lejos.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Antonioni y el tedio


Vitti y Delon: bellos y alienados


La Filmoteca Española dedica un ciclo al cineasta italiano Michelangelo Antonioni, fallecido hace dos años. El otro día se proyectaba "El eclipse", película de 1962 protagonizada por Monica Vitti, Alain Delon y Francisco Rabal: jueves a las diez de la noche, sala completamente llena.

Antonioni creó un considerable escándalo en el Festival de Cannes de 1960, en cuya sección oficial presentaba "L'Avventura". La crítica se dividió de manera fulminante entre quienes la adoraron y quienes la consideraron un espanto: todos estaban de acuerdo en que su estilo rompía con la concepción clásica de puesta en escena. Dos años después, el italiano triunfaba con todas las de la ley en el mismo festival con esta "L'eclisse", que ganaría el Premio Especial del Jurado.

Hace unos meses yo explicaba en este blog que no puedo entender como una película puede ser buena y aburrida al mismo tiempo. Para mí, el principal síntoma de que una película es buena es precisamente el entretenimiento que me produce, entretenimiento que puede adoptar diversos grados y matices (hasta llegar a la pura hipnosis, ver "Gritos y susurros" de Bergman: cuando esto ocurre, sé que estoy ante una obra maestra). Pues bien, Antonioni es el único director de la historia del cine que pone en crisis este principio, al conseguir fascinarme con sus imágenes mientras me envuelve una extraña sensación cercana al tedio. Esto es exactamente lo que me ocurrió viendo "El eclipse".

Una sofisticada joven de la burguesía romana (Vitti) abandona a su amante (Rabal), que se resiste a aceptar la situación. La madre de ella pierde una fortuna en la Bolsa, donde trabaja un chico guapo y con pocos escúpulos (Delon). La chica bien y el agente bursátil inician un flirteo marcado por la alienación propia de las clases acomodadas de la sociedad capitalista.

En este contexto argumental, Antonioni crea unas imágenes de una elegancia y un magnetismo asombrosos. Los barrios residenciales de Roma, las frenéticas sesiones de la Bolsa, los cuerpos de los protagonistas están soberbiamente filmados en un blanco y negro de antología. Mientras tanto, el ensimismamiento y el spleen existencial del personaje de Monica Vitti se contagia al espectador, que asiste a lo que ocurre en la pantalla con una vaga indiferencia sin por ello dejar de sentirse atraído por el modo en que todo está contado. Insólito estado de ánimo que sólo Antonioni era capaz de crear, y por el que encuentro que merecía toda la admiración del mundo.

Espero gracias a este ciclo poder ver otras películas de este director que aún no conozco ("El grito", "Crónica de un amor", "La noche"). Ya daré cuenta de ellas.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Malditos bastardos es una película...


Malditos bastardos”, de Quentin Tarantino, es una película cuyo director pretende que nos traguemos un hecho histórico que jamás ha sucedido, y que de haberlo hecho no sólo lo conoceríamos todos, sino que el curso de la historia habría sido completamente distinto.

“Malditos bastardos” es una película protagonizada por un ridículo Brad Pitt que imposta penosamente el acento sureño de los Estados Unidos mientras proyecta la mandíbula hacia delante en un gesto falsísimo.

“Malditos bastardos” es una película llena de descompensaciones e irregularidades, y además demasiado larga incluso después de haber sido evidentemente recortada respecto al guión original.

“Malditos bastardos” es una película que transcurre en los años cuarenta, pero cuya banda sonora juega al anacronismo incluyendo, por ejemplo, tonadas propias del spaghetti western y una canción de David Bowie.

“Malditos bastardos” es una película que por momentos parece realizada con la oscura ambición de servir de catarsis para la comunidad judía, que posee cierto poder en Hollywood, y así cubrir de Oscars a su director.

“Malditos bastardos” es una película en la que los bastardos del título importan más bien poco, y la atención se dirige hacia todo aquello que uno inicialmente tomaba por accesorio.

"Malditos bastardos" es una película hiperpoblada de referencias cinéfilas, algunas de ellas un pelín arbitrarias. Entre muchas otras, aparecen implícita o explícitamente Emil Jannings, Yvette Mimieux, Lilian Harvey, G.W. Pabst, Danielle Darrieux, Bernhard Wicki, Henri Georges Clouzot, Leni Riefenstahl, Marlene Dietrich, Ernst Lubitsch, Charles Chaplin y King Kong.

“Malditos bastardos” es una película que ofrece con orgullo sus diálogos demasiado escritos, su ingenio algo irritante, su ocasional histeria, y toda la batería de tics que conforma el entramado estilístico propio de Tarantino.

"Malditos bastardos" es una película en la que un excelso ramillete de actores europeos despliega su perverso encanto: destacan (por este orden) Christoph Waltz, Diane Krüger, Daniel Brühl, Julie Dreyfus, Michael Fassbender, Mélanie Laurent y Til Schweiger.

“Malditos bastardos” es una película que toma prestado de aquí y de allá, del western y la serie B de guerra italianos, del europudding, del cine francés de los años 40, de las pelis americanas de nazis de los 60 y 70, y de quién sabe cuántos referentes más, mirando cara a cara al riesgo de pastiche.

"Malditos bastardos" es una película sin sentido del ridículo, sin pudor y sin modestia.

¡Ah! Casi se me olvidaba: “Malditos bastardos” es una película sencillamente maravillosa.

¿No había quedado claro?

lunes, 21 de septiembre de 2009

A través del sonido


Crítica de arte que publiqué este verano:

La donostiarra Tabakalera exhibe diversos trabajos cuyo punto en común consiste en emplear las múltiples posibilidades del sonido. Algunas de ellas incluso se han creado específicamente para la ocasión. Sin embargo, no es siempre el oído el sentido que recibe más estimulación. Y, como de costumbre, el conjunto tiende a resaltar las virtudes del edificio.

Experimentar la arquitectura a través del sonido

Una docena de artistas exponen su obra en “Tabakalera suena”, cuyo sencillo punto de partida (la utilización del sonido en las artes plásticas) incorpora la promesa de una experiencia sensorial que ciertamente se cumple.

El Sound-Art quizá no sea la más popular de las manifestaciones artísticas, pero tampoco constituye propiamente una novedad o siquiera una premisa subexplotada. Ya el Futurismo italiano, además el Dadaísmo y el Surrealismo, ensayaron con sus códigos, aunque el término en sí se acuñó y popularizó en las dos últimas décadas del siglo XX. La función divulgativa al respecto de la exposición posee desde luego un mérito que es justo reconocer. La selección de obras y artistas también resulta satisfactoria. Pero, una vez más, por lo que destaca la muestra es por su valor como herramienta empleada a mayor gloria del fascinante edificio de la Tabakalera.

Ya se ha sugerido en alguna ocasión anterior que prácticamente cualquier exposición que tenga lugar en Tabakalera parte con una ventaja intrínseca que, debidamente gestionada, puede bastar para hacer rentable la visita del espectador. El propio edificio y su sucesión de amplias salas de antiguo uso fabril poseen un encanto tan intenso y majestuoso que resulta imposible resistirse a él. Plenamente conscientes de ello, los autores de la exposición se las han arreglado para que cada una de las instalaciones selecionadas realce de un modo distinto el soberbio entorno en el que se integra. En los casos más espectaculares, cuesta incluso juzgar la propia obra bajo criterios distintos a aquel: “H.D.H.”, de Patxi Araujo, ofrece la proyección de un mar sintético de ondas sonoras que actúan como olas que se levantan en función del movimiento generado en la sala. Edwin Van Der Heide presenta “LSP – Tabakalera”, en el que unos haces de luz láser combinados con sonidos digitales generan ilusiones ópticas espaciales en una húmeda estancia que hace pensar en ambientes post-apocalípticos o en el cine de Tsai Ming-Liang (“The Hole”, “The River”). Este último constituye también un caso particularmente sintomático de uno de los fenómenos más extendidos en la exposición, y es que no es necesariamente el oído el sentido cuya estimulación prevalece. Esto resulta más flagrante en un caso en que entra en juego el olfato (extraña instalación de moquetas), el sentido más evocador de todos: suele aceptarse como una verdad absoluta que los siete volúmenes de “En busca del tiempo perdido” surgieron del dulce sabor de una magdalena, pero lo cierto es que el episodio en cuestión (incluido en “Por el camino de Swann”) concede más importancia al aromático té en el que Proust moja el pastelillo.

Digresiones aparte, y prosiguiendo con el repaso: Pe Lang acude con un interesante “Falling Objects”, artefacto minimalista en el que varios dispensadores suspendidos del techo dejan caer una a una hasta 100.000 diminutas esferas metálicas sobre los paneles de madera de un sistema de taquillas o buzones, generando una original música reminiscente de la lluvia. El colectivo francés oSONE reproduce la música ambiental reintegrándola en su espacio natural. Otro colectivo, Leerraum, ha ideado una instalación sonora multicanal que mezcla las obras de diversos artistas internacionales. El británico Will Schrimshaw juega a insuflar vida en los muros del edificio al hacer vibrar unos paneles de conglomerado que actúan como caja de resonancia. Marcello Liberato diseña un recorrido a través de diversos elementos cotidianos (crujientes hojas secas y retazos de plástico transparente o poliestireno expandido) que conforman un agradable laberinto sonoro. La escultura de Mikel Arce “*.WAP” emplea el agua como material susceptible de ser “modelado” por el sonido. Por su parte, y rizando el rizo, el donostiarra Juan José Aranguren propone unas “Partituras de silencios”, que poseen la ambiciosa pretensión de trasladar al lenguaje visual no ya las claves del sonido (recordemos a Kandinsky), sino las de su ausencia.

El conjunto, como comentábamos, termina resultando innegablemente seductor, y se muestra efectivo en la cobertura del objetivo de mostrar el edificio de la Tabakalera bajo una óptica original y atractiva. Privilegiando la interactividad del espectador, maneja hábilmente conceptos como la resonancia, la disonancia e incluso la ecolocación para invocar algo así como una experiencia de la arquitectura activa.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Toma catarsis


El domingo pasado yo no tenía un buen día. Nada iba particularmente mal, pero por motivos complicados que no viene al caso explicar (porque aburriría, y porque de muchos de ellos seguro que no soy del todo consciente) me sentía inquieto y algo triste. La comida y sobremesa en casa de un amigo (¡gracias, José Luis!) aliviaron un poco la situación, pero el impulso definitivo que logró enderezarla fue mi regreso a la reclusión doméstica con un DVD prestado. Se trataba de “Gritos y susurros”, de Ingmar Bergman, película ya vista en mi adolescencia, y que tenía ganas de revisar.

Algunos de los que ya conozcáis la película quizá consideréis que “Gritos y susurros” no es ni de broma la película que escogeríais en un día depresivo. Una mujer que agoniza de una enfermedad insoportablemente dolorosa, dos mezquinas hermanas que se detestan a sí mismas, mutuamente y a la moribunda, una mutilación vaginal con un pedazo de cristal roto, etcétera. Pues bien, después de haberla visto me quedé como nuevo. Lleno de energía y en un estado de placidez casi eufórica. ¿Cómo no va a sentirse uno así después de haber visto una obra maestra de tal calibre?

Ya me he referido en alguna ocasión anterior a mi fascinación por el cine de Ingmar Bergman. Su capacidad sobrehumana de materializar lo inexplicable, su admirable sabiduría visual, la impresionante empatía que logra con el espectador, me parece que están más allá del elogio. Sólo un artista de primerísima categoría, un genio de los que nacen en el mundo un puñado de ejemplares cada siglo es capaz de exponer como lo hace Bergman un fragmento de su esencia consiguiendo que quien lo contempla tenga la sensación de que su propia vida está allí contenida, como capturada y reflejada por un mentalista, y además amplificada. Viendo “Gritos y susurros” tuve por momento la impresión de que se estaba contando algo tan cercano a mí mismo, a alguna de mis experiencias vitales, y también a mis sueños y mis temores, que juro que experimenté lo más cercano a una catarsis que recuerdo haber sufrido en mi vida. Hipnotizado por el tictac de un reloj, por la alucinante composición visual a la que contribuyen las impresionantes luces de Sven Nykvist, por el más portentoso festival del rostro humano que jamás nadie haya sido capaz de concebir, viví aquello con una intensidad de experiencia mística. Su mensaje sobre la dificultad de sentir y demostrar amor y la frustración que esto produce me llegó directo y certero como una flecha. Y todo esto a través de la pantalla mezquinamente pequeña del televisor de mi cuarto de estar, con el sol que se filtraba a través de las persianas y demás inconveniencias caseras.

“Gritos y susurros” no es una película: es un alud, un fenómeno torrencial e inabarcable. Para mí, tiene todas las características de la obra de arte perfecta: no hay en ella nada que interpretar ni que comprender, lo que no evita que sea de una transparencia absoluta, y proporciona una experiencia estética de intensidad inigualable. De manera más específica, hay una secuencia en la película, cuando la criada y las hermanas son llamadas sucesivamente por la muerta que precisa su consuelo, ese momento entre la vida y la muerte, entre el sueño y la vigilia, que yo estaba percibiendo como un auténtico milagro. Creo en Ingmar Bergman, y estoy seguro de que mi fe es mucho mejor que la de Fernando Trueba por Billy Wilder.

NOTA: François Truffaut, que por otro lado admiraba la obra de Bergman, escribió de “Gritos y susurros” un comentario sutilmente irónico, afirmando que la razón del sorprendente éxito que esta película tuvo en su estreno radicaba en las paredes rojas que componen el decorado, detalle escenográfico que habría bastado para persuadir al público de que se encontraba ante una obra maestra absoluta. Encuentro ingenioso el apunte, pero también inexacto. Es cierto que la opción de Bergman de emplazar toda la acción en una casa de omnipresentes paredes rojas influye inevitablemente en el espectador, condicionando su percepción sobre lo que está viendo, como lo hace el resto de elementos de la puesta en escena. El conjunto de todos ellos es lo que convierte en genial esta película, y lo que el otro día consiguió pulverizar mi desagradable astenia dominical.

martes, 15 de septiembre de 2009

En tres palabras


Daniel Sánchez Arévalo obtuvo en España buenas críticas y unos cuantos premios gracias a su primer largometraje, “AzulOscuroCasiNegro”, que era sólo una película mediocre. Ahora vuelve a la carga con “Gordos”, donde la ambición se multiplica visiblemente (amplio presupuesto, reparto de los llamados “corales”, pretensiones de fresco social o psicológico), mientras la calidad de los frutos queda aún bastante por debajo de su predecesora.

Aquejada de una tendencia al subrayado y a la obviedad que desespera, carente de todo resquicio de imaginación, sutileza o encanto, la película va desmoronándose con perseverancia ante los ojos del espectador entre los gritos y aspavientos de unos actores protagonistas cuyo registro refleja a la perfección el espíritu torpe y chillón del conjunto. En este sentido, Sánchez Arévalo debería reflexionar sobre el hecho de que el único intérprete del reparto que no está espantoso sea además la única actriz no profesional, una chica llamada Leticia Herrero que consigue aportar los pocos instantes afortunados de la cinta, a pesar de verse obligada a poner cara de lela mientras la iluminación trata de resaltar burdamente el color lapislázuli de sus ojos. Mención especial para la pareja compuesta por un insufrible Antonio de la Torre y una Pilar Castro con apariencia de híbrido entre Hanna Schygulla y Esperanza Aguirre (lo que, en el fondo, quizá no sea algo malo). A lo largo de las más de dos horas de metraje, abundan las escenas de llanto y catarsis, de las que adoran los actores que se han educado repitiendo en su vídeo casero los momentos cumbre de Sean Penn y Meryl Streep. Por eso, no cabe descartar que el equipo interpretativo bese el suelo que Sánchez Arévalo pisa, ignorante de su propio ridículo.

Otra idea que me viene a la cabeza: soy incapaz de comprender a unos críticos que acusan de inverosímil a una película deliberadamente abstracta e hiperbólica como “Tetro”, de Francis Ford Coppola, mientras se muestran mudos ante la acumulación de situaciones intragables que depara esta “Gordos” con su pequeño enfoque realista. Y no hablo necesariamente de los cursis y manidos momentos finales, ya que la primera secuencia del grupo de terapia, con los asistentes desnudándose mientras explican su propio personaje al aforo, ya es de antología. Otra hipótesis es que en realidad Sánchez Arévalo albergue aspiraciones de estilista visionario, algo así como un Tati con verborrea o un Almodóvar de manual de autoayuda. Pero esta posibilidad sería aún peor, porque los resultados quedarían más lejos de las intenciones.

Se ha hablado de “Magnolia” de Anderson o de “Shortcuts” de Altman como referentes. Sin embargo, dos pistas colocadas con plena consciencia por el director nos sitúan en el buen camino. La primera, una ensaladera que se estampa contra la pared durante una cena familiar, transportada desde “American Beauty”. La segunda, la inauguración de los créditos finales con el nombre de Sánchez Arévalo que ocupa la pantalla como suelen hacerlo los de los productores ejecutivos de las series americanas de televisión de qualité: “Nip/Tuck” o “A dos metros bajo tierra”. En fin, que para ese viaje no hacían falta semejantes alforjas.

Jesulín de Ubrique precisaba dos palabras para expresar la magnitud de su asombro. Para calificar “Gordos”, yo necesito hasta tres: Mala, mala, mala.

lunes, 14 de septiembre de 2009

A grito pelado


Acaba de terminar la Mostra de Venecia. Resumen del palmarés: León de Oro para “Líbano”, del israelí Samuel Maoz. Ningún premio para las favoritas “Lola” de Brillante Mendoza y “Lourdes” de Jessica Haussner. No puedo juzgar la decisión del jurado, ya que obviamente no he visto ninguna de las películas a concurso (entre las que, una vez más, no había ninguna cinta de un director español). Como dato curioso, el hecho de que el modisto Tom Ford (sí, el de Gucci) haya conseguido colar en la sección oficial su primer trabajo como director de cine, una adaptación de la novela de Christopher Isherwood “A Single Man”. Precisamente por esta película, Colin Firth ha ganado el premio de interpretación masculina. El trailer se parece alarmantemente al anuncio de un perfume, a lo que no resulta ajena la breve presencia del modelo bilbaíno Jon Kortajarena.

Entre los momentos más esperados estaba una previsible pelea (aunque fuera dialéctica) entre el director americano Abel Ferrara, que dirigió hace diecisiete años “Teniente corrupto”, y Werner Herzog, que ha tenido el valor de realizar un remake de la misma, protagonizado por Nicholas Cage, contra la voluntad del autor original. El ansiado momento no se produjo, para decepción de casi todos. En cambio, hubo otro que nadie preveía, y que ha alimentado los contenidos de los programas culturales de todo el mundo estos días. El protagonista, el actor y director italiano Michele Placido.

Placido ha dirigido “Il grande sogno” una película que se presentaba a concurso, ambientada en el ámbito de la juventud italiana de izquierdas del mítico 1968. Bastante mal recibida por la crítica, un vistazo a su tráiler transmite una idea de la afectación y mal gusto visual que por otra parte ha caracterizado desde siempre la obra como director de la estrella italiana. Durante la rueda de prensa correspondiente, una periodista preguntó cómo podía un autor llamado a sí mismo de izquierdas, que además realiza una película con la temática de este “Grande sogno”, financiar sus proyectos a través de la compañía Medusa Films, que pertenece al magnate y presidente en sus ratos libres Silvio Berlusconi. Rojo de rabia y a grito pelado, Placido calificó la pregunta de “estúpida” y (agarraos) afeó a la periodista, por ser inglesa (error: en realidad, era española) una supuesta y descabellada vinculación con la guerra de Irak. El momento merece verse (pinchar aquí), porque no tiene desperdicio. Ante una reacción tan desatada cabe pensar que Placido estaba echándole teatro al asunto a modo de cortina de humo, con el objetivo de no tener que proporcionar una respuesta coherente a la pregunta que se le planteaba.

Majaderías aparte, no creo que Placido deba sentir particular vergüenza por trabajar a sueldo de Berlusca mientras propaga su encantador mensaje nostálgico. De lo que sí que debería avergonzarse es de dirigir películas tan inmoderadamente malas como “Romanzo criminale”, estrenada el año pasado en España, y sobre la que ya escribí en este blog.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Godard y la crítica


“Les années Cahiers” es una recopilación de algunos de los textos que el director de cine franco-suizo Jean-Luc Godard escribió en los años 50, durante su época como crítico para la revista Cahiers du Cinéma. Ha sido también uno de los libros que he leído este verano, muy productivo en la cuestión literaria. Lo recomiendo vivamente por varios motivos.

Uno, porque está estupendamente escrito: los textos de Godard tenían verdadero brío literario. Dos, porque casi siempre resulta divertido, y los refinados análisis críticos carecen por completo de pesadez o pedantería. Tres, porque los puntos de vista de Godard resultan originales y presentan al mismo tiempo una rara y admirable coherencia. Cuatro, porque evidencia hasta qué punto la crítica cinematográfica actual (con contadísimas excepciones) no sabe por dónde la da el aire, empantanada en su propia mediocridad.

El volumen recoge momentos de verdad antológicos, como el repaso a la sección oficial del festival de Berlín de 1958 (que ganó “Fresas salvajes” de Ingmar Bergman) redactado a modo de telegrama, o la crítica a “Les cousins” de Chabrol, una película “falsa que os dirá sus cuatro verdades”. Muy vehemente tanto en sus filias (Murnau, Rossellini, Renoir o Mizoguchi, entre los más citados) como en sus fobias (Juan Antonio Bardem, Stanley Kramer o Jean Delannoy), Godard no podría desde luego ser acusado de tibieza. El tiempo ha demostrado que en ocasiones se equivocaba a lo bestia (alabanzas para Roger Vadim, el director de “…Y Dios creó a la mujer” y demás morralla), pero sus juicios casi siempre resultan aún más afinados desde la perspectiva actual de lo que debieron parecer en su momento. En el fondo, ello se debe a que el director de "À bout de souffle" evidenciaba en su faceta crítica una notable claridad de ideas y un estricto sistema de valores que le permitía discernir lo bueno y lo malo, y defender sus opiniones con dignidad. Esto es lo que lo diferencia de casi todos los críticos de hoy en día, cuyo trabajo suele resultar vergonzosamente arbitrario y banal.

Debo admitir que nunca he sido un gran fan de las películas de Jean-Luc Godard, pero esto se debe en gran parte a que conozco muy mal su obra. Me impongo como deberes inminentes ponerme al día: sospecho que el ejercicio me deparará todo tipo de sorpresas agradables.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Comprender el arte


Aproveché uno de los últimos días de las vacaciones que ya han terminado para acercarme a Fuenterrabía, precioso pueblo de la costa vasca que en esta época suele llenarse de veraneantes procedentes de las capitales de la comunidad autónoma. Allí presencié un espectáculo de música y danza llamado “Hormen arteko oihartzunak”, ideado por el compositor local Gorka Alda, que vive y trabaja en París y al que conozco ligeramente. Tomando como referencia y pretexto el juego de la cesta punta, Alda y su coreógrafo, Mikel Aristegui, reunían en el frontón del pueblo a varios músicos, bailarines y pelotaris que ejecutaron una función llena de originalidad y belleza. Contrariamente a lo que había temido (admito mis prejuicios, y suelo tratar de combatirlos), no encontré en todo aquello el menor resquicio de pedantería, afectación o falsedad. La hora larga que duró se me pasó volando, y en varios sentí una genuina emoción estética. Verdaderamente, un chico con talento, el tal Gorka Alda. Espero saber más de él en el futuro.

La cuestión es que, tras salir del frontón, los presentes intercambiamos nuestras opiniones sobre lo que acabábamos de ver. En general estábamos todos encantados. Pero hubo un comentario que me descolocó bastante, sobre todo porque procedía precisamente de un artista plástico. Esta persona dijo que se había aburrido durante un solo de danza y que le gustaría tener la ocasión de preguntar a Alda qué simbolizaba aquel movimiento, ya que si lograba comprenderlo quizá su opinión sobre él cambiaría, y llegaría a gustarle. Quien dijo esto, además de artista, es alguien cuyo trabajo aprecio mucho, y cuyas opiniones valoro y respeto enormemente, incluso aunque no siempre esté de acuerdo con ellas. Sin embargo, esta vez se había colocado en una posición diametralmente opuesta a la mía, y que además (los prejuicios, de nuevo) encontré inconcebible en alguien que se dedica a la creación artística.

Siempre he pensado que era absurda la exigencia que se dirige a los creadores, sean pintores, cineastas, músicos o escritores, de explicar su obra, tanto en un sentido conceptual como meramente técnico. Encuentro que en esto subyace una demanda justificativa que me parece, además de asfixiante, completamente superflua. Para mí, las obras de arte, si lo son, se justifican a sí mismas, y desde luego su calidad es, a posteriori, por completo independiente de los motivos que la generaron o los recursos estilísticos que se han empleado para ejecutarla. Para que una obra me guste, no necesito comprenderla, al menos no en el sentido al que se refería la persona mencionada. Y jamás se me ocurriría solicitar a su autor que me la explique. Es más: sospecharía inevitablemente de un autor que se muestra demasiado dispuesto a facilitar las claves de su trabajo y a demostrar que éste posee un rico trasfondo conceptual. Excusatio non petita accusatio manifesta.

Otro de los presentes hizo una afirmación que explica bien a lo que me refiero: “Un artista no es un filósofo”. Creo que esto es cierto, al menos como norma general. Hay desde luego artistas que plantean y se cuestionan temas cercanos a la filosofía, pero para mí el mensaje esencial de la frase hace referencia al hecho de que el arte y la filosofía son disciplinas distintas, y que sus finalidades y principios metodológicos son incluso opuestos. La filosofía se acerca a la ciencia, y en ella la investigación es esencial. No creo que el arte deba demostrar nada, ni mucho menos aún investigar nada. Yo no busco; encuentro, dijo Picasso. Siempre había pensado que todo artista, mayor o menor, habría de opinar lo mismo.

Por otro lado, me parece que otra de las características inherentes a la obra artística es que resulta imposible conocer exhaustivamente todas sus claves: no creo que ni el propio artista pueda conocerlas del todo, ya que en el proceso creativo entran en juego factores inconscientes de vital importancia. Y, si se conocieran, ¿qué iba a importarme, más allá del interés por acumular conocimientos? ¿Cambiaría mi opinión sobre “La maja desnuda” de Goya si me informaran que el pintor sorprendió desnuda a su propia madre cuando era niño, y que esa imagen se aferró a su subconsciente para surgir en el momento preciso en que se enfrentaba a la creación de aquel cuadro? Francamente, no lo creo. Remito para todo ello a una entrada anterior en este blog sobre el misterio.

En todo caso, el debate resulta apasionante, y estoy dispuesto a participar en él, dentro o fuera de este blog.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Anticristo ahora


Después de todas las sandeces que se dijeron tras el estreno de “Anticristo” en Cannes (entre ellas, que Lars Von Trier era un demente, que ha hecho un trabajo ridículo e inmoral, o que odia a las mujeres porque su última protagonista tortura a su pareja antes de proceder a la automutilación), tenía unas ganas locas no sólo de ver la película, sino de que me gustara. Del mismo modo que a veces uno se siente tentado de cambiar de opinión y detestar las películas que a otros les gustan por motivos equivocados, cuando se leen según qué ataques contra ciertos trabajos de algunos directores, uno automáticamente tiende a colocarse de parte de éstos. Entré en la sala donde se proyectaba la cinta de Lars Von Trier, lo admito, bajo la influencia de un agudo prejuicio positivo.

Salí del cine relativamente satisfecho: “Anticristo” me había parecido una película fallida, pero en absoluto demencial, y menos aún ridícula. Es la obra de un auténtico director de cine (no hay tantas bajo el sol), y posee además la virtud de reflejar con una absoluta seguridad formal una determinada visión del mundo que tiende a lo indecible, o incluso a lo inasumible. Debo decir sin embargo que los mayores escalofríos que sufrí durante la proyección tuvieron lugar en los primeros minutos de ésta, que presentan una escena de un ultraformalismo alarmante: blanco y negro contrastado, ralentí extremo, el "Lascia ch'io pianga" de Händel a todo trapo, montaje paralelo, ¡todo a la vez! Hay anuncios de la lotería de navidad menos peripuestos. Afortunadamente, la escena termina pronto, y de inmediato se comprende que su finalidad era presentar el punto de partida con estridencia deliberada, no excluyendo la ironía, y contaminar así con este elemento algo corrosivo el punto de vista sobre unos personajes inmersos en el duelo. Habría sido imposible de otro modo que contempláramos al personaje de Willem Dafoe no sólo como un ser herido y digno de compasión, sino también como un hombrecillo impotente que se aferra a su risible pequeña racionalidad para tratar de contener el amenazador torrente de barbarie que se le viene encima. Por cierto, espléndida la interpretación de Dafoe, no menos que la de la premiada Charlotte Gainsbourg.

Encuentro, por otro lado, que ya hay que admirar a un autor que se atreve a erigir una película sobre la posibilidad de que la naturaleza sea malvada, que su orden sea el caos y que la guerra de sexos constituya una consecuencia de esta premisa de horror y autodestrucción. Porque se trata de un mensaje terrible e incómodo, y ciertamente difícil de materializar creativamente. En mi opinión, Von Trier lo consigue razonablemente, lo que ya es muchísimo. Pero, por desgracia, también encuentro que hay algo que se pierde en el camino, debido a que la película no es completamente coherente consigo misma, a que existe una disonancia fatal entre el misterio de algunos de sus mejores planos (un jarrón transparente en el hospital, una gran pira, una multitud de mujeres sin rostro, o todos los planos con animales) que remiten justamente al Tarkovski de la dedicatoria final, y unos recursos narrativos que en ocasiones parecen prestados de un producto estándar de terror de los que los americanos llevan décadas haciendo en serie aplicando para ello el mínimo de imaginación sindicalmente requerido. Así, los descubrimientos que efectúa Dafoe y que nos informan del momento y el modo en que Gainsbourg se había sumergido en la demencia y asumido su propia maldad (hallazgo de las notas para la tesis, inversión del calzado como método de tortura) poseen una pesadez demostrativa que me molestó sobremanera. Creo que esta indefinición entre la película de terror más primaria y un atrevido enfrentamiento al auténtico horror frente al universo que nos acoge es lo que impide a “Anticristo” ser una gran película. Pero su radicalidad de partida, su magnífico entramado formal y su enorme valentía merecen en mi opinión todo el respeto del mundo.

Se ha hablado mucho de "Secretos de un matrimonio" para establecer paralelismos con el último Lars Von Trier. Yo mencionaría otras dos películas de Bergman: "Persona" y "La hora del lobo".