domingo, 30 de noviembre de 2008

El objeto Belle de Jour


Por si no ha quedado claro hasta ahora: al igual que el resto de la gente, yo también tengo mis obsesiones. Una de las que me han acompañado desde la primera adolescencia (creo haberlo mencionado ya con anterioridad) es la de Buñuel, el hombre y su obra. Nunca me canso de ver sus películas, ni de hablar sobre ellas. Considero que se trata en todo caso de un tema inagotable, por mucho que él mismo, durante toda su vida, se encargara de boicotear de manera sistemática todo esfuerzo analítico de los críticos y demás expertos oficialmente autorizados. Por otra parte, como ya indiqué en una entrada anterior, soy de la opinión de que nada se ha escrito sobre él que tenga la profundidad y la belleza de su propia autobiografía, titulada “Mi último suspiro”, así que me abstendré de empeñarme en una disección exhaustiva sobre su complejo cine, poético y áspero a partes iguales.


Quisiera, sin embargo, dedicar unas líneas a algo bastante más superficial. Me gustaría realizar un ejercicio poco frecuente, consistente en recordar la extraordinaria elegancia estética de una de sus obras, una de las más conocidas y económicamente rentables de todas las que dirigió. Hablo de la francesa “Belle de Jour” (1967). Basada en una escandalosa novelita del mismo título escrita por Joseph Kessel, esta película contaba la historia de una joven burguesa que, como consecuencia de un trauma infantil, era incapaz de mantener relaciones sexuales con un marido cortés y apuesto pero se entregaba con gusto a una actividad clandestina como puta en un burdel doméstico, liándose además con un desaliñado criminal de poca monta. La historia en sí no era gran cosa, y su morbo ha sido casi completamente neutralizado por el paso del tiempo. A cambio, se mantienen intactas otras virtudes como la implacable línea narrativa, la perfección de la puesta en escena o el excelente trabajo de los actores, en especial Catherine Deneuve, inmejorable protagonista, así como Michel Piccoli, Geneviève Page y Pierre Clementi, respectivamente el cínico voyeur Husson, la dueña del burdel y el amante hampón.


Para cualquiera que haya visto esta película (y casi todas sus mejores obras, en realidad), ha de resultar incomprensible que se haya acusado a menudo a Buñuel de chapucero en lo puramente visual. Cosa distinta es su aversión a la belleza vacía y gratuita, a una simple exhibición decorativa a la que jamás cedió. No tengo reparo en afirmar que, bajo mi criterio, “Belle de Jour” es la película visualmente más refinada y elegante que se ha hecho nunca, y eso incluye a verdaderos maestros como Ophüls, Visconti, Oliveira o Demy. Desde la primera secuencia -un carruaje que recorre un parque otoñal- uno se siente admirado por la discreta sofisticación de sus imágenes, obra del magnífico director de fotografía Sacha Vierny, que había trabajado en algunas de las grandes películas de Alain Resnais (otro experto en la materia) y que más tarde sería responsable del abigarrado look pictórico que haría famoso a Peter Greenaway. El trabajo de iluminación resulta especialmente poderoso en los interiores, donde captura a la perfección el lujo infaliblemente francés del hogar de los protagonistas o el acogedor, ordenado ambiente de la casa de citas. La escena de la mansión del necrófilo, en la que Deneuve aparece desnuda y envuelta en un largo velo negro, es otro de los momentos cumbre. La cámara se mueve con seguridad y sutileza en todos estos ambientes, retratándolos con precisión ajena a toda voluntad demostrativa. El montaje responde también a esta implacable ley de la eficiencia: máxima expresividad a costa del mínimo empleo de recursos. Por todo ello, y habiendo renunciado al uso de la música en sus películas, Buñuel utiliza el movimiento de los actores dentro del plano para construir el ritmo interno de cada secuencia, a veces con efectos casi hipnóticos. Jean Sorel (que interpreta al sufrido esposo) muestra maneras de irresistible golden boy, Michel Piccoli se mueve con la elegancia amenazadora de un felino, y el envaramiento de Pierre Clementi aporta un lustre de patética dignidad a su personaje, mientras que los gestos de Catherine Deneuve remiten tanto a la pobre niñita perdida como a la dama de elevada posición.


En este sentido, y acorde con la conocida alergia anti-psicológica de Buñuel, el complicado personaje de Séverine Sérizy (Catherine Deneuve) está construido de fuera hacia adentro, resultando fundamental en ello la labor de vestuario, maquillaje y peluquería. Al mismo tiempo atemporal e inequívocamente vinculada a su época, la imagen de Séverine se parece a lo que podría concebir alguien que, dotado de un acusadísimo gusto estético, pretendiera hoy en día reproducir la esencia del estilo femenino burgués de los años sesenta del pasado siglo. La indumentaria era obra nada menos que de Yves Saint-Laurent: memorable. Un traje de chaqueta burdeos, un abrigo negro de charol a juego con un bonete del mismo color, un camisero beige, un severo vestido cóctel con grandes puños y cuellos blancos, son algunos de los hitos en este ámbito, que definen al personaje y el momento que atraviesa en cada caso con mucha más originalidad y exactitud de lo que podrían soñar todos los esforzados caracterizadores del Hollywood actual. Y jamás he podido borrar de mi mente aquel plano en el que los pies de Pierre Clementi, con sus calcetines agujereados, se instalan sobre los de Catherine Deneuve, que visten unos suntuosos zapatos de grandes hebillas plateadas. Años después de mi primer encuentro con esta imagen supe que aquellos zapatos habían sido creados para la ocasión por el gran Roger Vivier, y que aún hoy en día constituyen un icono de la moda, codiciadísimos por toda fashion victim que se precie. Hace unos meses, tuve la oportunidad de verlos en vivo en su versión masculina en un excéntrico homenaje rendido por Saint-Laurent, cuando nos los presentó a mis acompañantes y a mí Frank, encargado de la tienda del modisto francés en Faubourg Saint Honoré, como uno de los tesoros de la colección. Algo tan exquisito como difícil de asumir en un pie masculino, dicho sea de paso.


No es el calzado de Vivier el único de los objetos que causan una rara fascinación de entre todos los que aparece en la película. El fetichismo, bastante habitual en la obra buñueliana, toma aquí la forma de unas raídas botas que Clementi apoya en su espalda, una silla de ruedas abandonada en plena calle, unas copas en las que se vierte aguardiente de cerezas, una maleta forrada en moaré mostaza y ocupada por el inquietante instrumental para el rito masoquista, un gran ramo de lirios funerarios, unos delicados cascabeles sostenidos con la punta de los dedos, y el más conocido de todos, una cajita que zumba y cuyo contenido provoca reacciones contrapuestas, pero que el espectador jamás llega a ver.


Como he indicado al principio, ésta es una manera decididamente epidérmica de enfocar una aproximación a “Belle de Jour”, película bastante rica en contenido y calidad expresiva. Sin embargo, no creo que se trate de un análisis banal: toda esta elegancia de lo puramente visual desplegada secuencia tras secuencia no ocupa jamás el primer plano en la percepción del espectador, pues Buñuel se guardó siempre de que la belleza de sus imágenes resultara evidente y construída. Revisar “Belle de Jour” constituye un placer que puede disfrutarse desde cualquiera de sus múltiples facetas: una vez exprimidas todas las que la convierten en una gran película, no es mala opción entretenerse con las que hacen de ella, además, un objeto bello y cautivador.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Una alegría inusual

Ayer por la tarde me llevé una alegría inusual cuando supe que habían concedido el Premio Cervantes a mi escritor contemporáneo en lengua española preferido, Juan Marsé. Rara vez me emociono porque a alguien le den un premio: menos aún si a ese alguien ni siquiera lo conozco personalmente. Esta vez ha sido distinto, lo supe desde el momento en que, al escuchar la noticia en la radio que sonaba en casa, mi corazón dio un vuelco fulminante e instintivo, como cuando apartamos la mano al tocar por accidente un hierro ardiendo.

Muy pocos escritores me han procurado la emoción que contenían libros como "Ultimas tardes con Teresa" o "Un día volveré". El principio de la primera y el final de la segunda los releo a veces cuando creo necesitar una dosis urgente de belleza y sentimiento, y entonces mi dosis me es administrada de manera infalible.


"Si te dicen que caí" me parece un simple prodigio de lenguaje literario, de una creatividad compleja y musical. "El embrujo de Shanghai" era una delicia narrativa que Trueba arrastró por el fango en su sonrojante adaptación al cine. Otras novelas ligeramente menos logradas ("La oscura historia de la prima Montse", "Rabos de lagartija") sigo encontrándolas portentosas de todos modos.


Hay otros grandes escritores, también en lengua española, también contemporáneos. Creo que ningún premio concedido a ellos me habría llenado de semejante alegría instantánea. Después de mucho preguntarme a qué se debía esto, he llegado a una conclusión un poco dura de confesar: Marsé escribe como yo desearía ser capaz de escribir, y por eso de algún modo íntimo y secreto yo sentía que el premio me lo estaban dando a mí.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Goitia goes to Miami

Ignacio te invita en persona: él es así



Lo que voy a escribir a continuación nunca se lo he dicho al interesado: cuando conocí al pintor Ignacio Goitia caí de lleno en un malentendido que sospecho bastante habitual, y que afecta tanto a la persona (es decir, al propio Ignacio) como a su trabajo. En ambos casos, los valores superficiales resultan tan evidentes y portentosos que pueden producir cierto rechazo: el postmodernismo nos ha instruido para desconfiar del impecable acabado técnico de un cuadro, así como de un físico demasiado cercano a los cánones de belleza comúnmente aceptados. Imagino, de todos modos, que a Ignacio le importa un bledo tener que pagar este precio por ser coherente consigo mismo, y hace muy bien. Por lo que he creído percibir, en general las modas y sus tiranías le preocupan bastante poco, ya sea en el arte o en la vida.


Uno de los rasgos que me causan más irritación e impaciencia en una persona es el esnobismo. Para mí, un esnob es alguien que ante todo presenta ciertos problemas para distinguir la verdadera importancia de cada cosa, por lo que tiende a trastocar lo banal en esencial, y viceversa. Como resultado, es incapaz de apreciar realmente las cosas superfluas (de las importantes, ni hablamos) y se limita, según sus posibilidades, a desearlas con codicia o a acumularlas compulsivamente. Ignacio es exactamente lo contrario de un esnob: sabe como pocos qué es lo que de verdad importa en esta vida, que es la vida misma, y es por eso que -también como pocos- disfruta del lujo, de lo que sin más es bello o sienta bien, en suma de todo lo prescindible.


Por lo que a mí respecta, habiendo conocido más en profundidad al artista y los cuadros que pinta, estoy encantado de haber superado mi error inicial. Hablaba antes de coherencia: de verdad que conozco muy pocos casos en los que la esencia de un autor y la de su obra se correspondan con tanta exactitud. Todo el optimismo, el sentido del humor, la malicia, el perfeccionismo, la perspicacia y la libertad que irradian de una manera tan palmaria los trabajos de Goitia son los mismos que están contenidos en su personalidad, y que él despliega generosamente en el ámbito privado. Tener la suerte de conocerlo proporciona un bienestar no menor al que se derivaría de disponer en la propia casa de uno de un gran salón ocupado por media docena de sus lienzos.


En cuanto a éstos, cuando los vi por primera vez fue en un catálogo, y los juzgué bonitos a su evidente manera, demasiado abigarrados -aunque un genuino buen gusto y cierto ingenio los alejaran del kitsch- y también algo epidérmicos. Cosas de las prisas y los prejuicios. Afortunadamente, no me llevó mucho tiempo descubrir que en realidad estaban llenos de verdad y de vida, que era densidad lo que yo confundía con abigarramiento y que, sobre todo, no había nada de evidente, ni mucho menos de epidérmico en ellos. En cualquier cuadro de Goitia se superponen los planos narrativos, los significados, las interpretaciones. Por eso resultan al mismo tiempo leves y majestuosos, sumamente serios y de lo más juguetones. En algunas de sus imágenes, la fuerza y la solemnidad llega a cortar el aliento, y ante otras es imposible contener la sonrisa. Su perfección técnica resulta chocante, por inusual en los tiempos que corren, pero no es sólo que no ahogue la expresividad del cuadro: es que para cualquiera que esté un poco atento ni siquiera resulta la característica más llamativa. Cada cual elegirá lo que más le gusta de la obra de Goitia: para mí, lo mejor de todo es el intenso, conmovedor respeto mostrado hacia el misterio, que es donde (nunca me cansaré de decirlo) ubico la esencia del arte. Pero ya me explayaré sobre eso, si todo va bien, en la crítica que espero publicar en breve.


Por el momento, sólo pretendía informar de que el Hardcore Art Contemporary Space de Miami (http://www.hardcoreartcontemporary.com/) dedica a Ignacio Goitia una exposición que se inaugura a principios del próximo mes. Si no me equivoco (que me corrija él mismo si es así), se trata de su primera individual fuera de España y Francia, donde ya tiene cientos de adictos. Hace tiempo que no hay quien lo pare, de lo cual me alegro infinitamente. Ni siquiera me preocupa la amenaza de que su cotización en el mercado esté a punto de ponerse por las nubes: aunque insalvables restricciones presupuestarias me impiden disponer de una estancia decorada con sus obras, puedo obtener el mismo estimulante efecto disfrutando de vez en cuando de su presencia material.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Las horas del verano

Olivier Assayas es uno de los directores franceses actuales más interesantes, y también uno de los más desconocidos en nuestro país. Fue en los 80 guionista de André Téchiné, y después uno de los directores mimados por los Cahiers du Cinéma, que apreciaron incluso algunos de sus trabajos más discutidos, como las postmodernas “Demonlover” y “Boarding Gate” o la clásica (algunos hasta la tildaron de “academicista”) “Les destinées sentimentales”. La sección oficial del festival de San Sebastián acogió hace unos años “Fin août, début septiembre”, por cierto con bastante éxito de crítica. Este año, Assayas ha dirigido y estrenado “L’heure de l’été” (“Las horas del verano”, en la traducción española) con muy poco ruido pese a contar en su reparto con una estrella como Juliette Binoche: ninguna presencia en el concurso de los grandes festivales internacionales y críticas tibias en su país de origen. Ni siquiera ha entusiasmado a los Cahiers, que por una vez han tratado a Assayas con cierta displicencia.

Yo fui a verla el pasado fin de semana, y salí entusiasmado del cine. Creo que se trata, de hecho, del estreno que más me ha gustado este año que está a punto de cerrarse sin que pueda recordar ninguna otra novedad memorable.

Perfectamente narrada y puesta en escena, con una inusual utilización de la elipsis y una perfecta sabiduría de la duración del plano, “Las horas del verano” está dirigida como si fuera una película de época, sólo que da la casualidad de que esa época es la presente. Existen curiosos vínculos temáticos y formales con la que en mi opinión es la mejor película de James Ivory, “Howards End”, e incluso una secuencia muy similar a otra que había en ésta última, en la que una mujer se acerca a una casa de campo y es filmada desde el interior, a través de los cristales de las ventanas. No hay tremendismo, y nada resulta nunca demasiado explícito, aunque algunos de los temas tratados podrían hacer salivar a un productor de telefilms de sobremesa. El trabajo de iluminación es en sí una auténtica obra de arte, con Éric Gautier luciéndose en todos y cada uno de los planos: pocas veces se ha dispensado semejante tratamiento visual a los objetos, que aparecen como depositarios y reflectores de sentimientos humanos. En cuanto a los actores, Charles Berling y Jérémie Rénier están espléndidos, como Édith Scob (¿alguien recuerda “Los ojos sin rostro” de Franju?), sutilmente irritante en un papel de monomaniaca. A Binoche se le reserva uno de esos sostenidos planos de sufrimiento desnudo en los que está justamente especializada, y el director consigue que su aura estelar no chirríe en casi ningún momento.

Hay otro motivo distinto de los valores puramente artísticos (que son los únicos por los que un crítico debería juzgar una película o una obra de arte), y es la forma en que Francia, y todo lo que de ella admiro, aprecio y disfruto, aparece encapsulada en la cinta de Assayas. El concepto del bienestar, de la herencia, de la sociedad, la familia, el arte, la belleza, la comida, que irradia la película es inconfundiblemente francés, hasta el punto que recomendaría a cualquiera que quisiera aprender algo sobre cultura e idiosincrasia galas que acuda a ver “Las horas del verano” como si se hubiera matriculado en un cursillo intensivo. A cambio del mismo precio que suele pagar por ver una mala película, obtendrá su cursillo y también lo más parecido a una obra maestra que es posible encontrar en la actual cartelera de estrenos.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Cosas ricas

"Les yeux sans visage" de Georges Franju es una de las referencias de Manu Arregui



José Luis Vicario es un artista cántabro que vive y trabaja entre Madrid -donde concibe y produce sus piezas- y Granada –en cuya universidad imparte clases de escultura. Además, su estudio madrileño acoge algunos domingos del año un evento llamado “La sonrisa de la ballesta”, en el que se ofrece a otro artista la oportunidad de mostrar algún trabajo poco difundido o en apariencia insólito dentro de su carrera. El pasado domingo eran tres los autores que concurrían, tres pesos pesados además: Bene Bergado presentaba sus delicados dibujos, Manu Arregui una fantástica selección de imágenes encontradas en películas y revistas (desde “Les yeux sans visage” de Franju y “Persona” de Begman hasta la serie Z de zombis), y Miguel Ángel Gaüeca un muestrario de objetos emparejados pero dispares que representaba sorprendentemente bien su característico mundo visual. Indiscutible éxito de público, personalidades televisivas incluidas. Entre los miembros del “gremio” (artístico, se entiende) que asistieron, aparte de Vicario, Bergado, Arregui y Gaüeca también destacaban Eduardo Sourrouille, Elssie Ansareo, Sira Cornejo, Guzmán de Yarza -que me contó sus muy interesantes proyectos para 2009- o Aitor Saraiba, que a principios del próximo año expondrá en la inauguración de la Fresh Gallery (prometo seguimiento). Además de arte y personas, también había café y un espectacular bizcocho de clavo y canela que había elaborado el propio anfitrión y del que me comí al menos la tercera parte.

Siempre hay cosas ricas allí donde quien decide es José Luis Vicario. A menudo, durante la semana recibo en mi móvil un mensaje suyo preguntándome si ya he cenado (lo que obviamente casi nunca ha ocurrido), con lo que mi apetito se despierta de inmediato: reflejo condicionado se llamaba eso, según recuerdo. En la siguiente hora, el apetito se transforma en hambre sin paliativos. Cuando llego a su casa, definitivamente voraz, resulta que los preparativos de la cena acaban de comenzar. No hay que desesperarse: la comida está sobre la mesa apenas veinte minutos más tarde, y es perfecta. Quiero decir perfecta para la ocasión de que se trate. Tiene el aspecto, el olor, la textura y el sabor que uno necesita en ese momento. Humea en invierto y tonifica en verano. Es ácida cuando las cosas parecen ir bien, melosa cuando amenaza la depresión y muy picante si lo que asoma es el tedio. Para alguien como yo, de habilidades culinarias tan tristemente limitadas, lo de Vicario es lo más parecido que puede existir en la vida real a los superpoderes.

Después de la vernissage, cuando todo el mundo se había ido a casa, hice algo que yo sí se hacer. Me lo llevé al cine, porque sabía cuál era la película que él no podía perderse. Adelanto que acerté, pero de eso tratará mi siguiente entrada.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Erotismo de Salón




Mi última crítica, publicada el pasado 7 de noviembre:


Helmut Newton
Del 30 de octubre al 27 de noviembre de 2008
La Fábrica Galería. Madrid

Sin duda, la afluencia de visitantes a la madrileña galería La Fábrica crecerá espectacularmente durante todo el mes de noviembre. El motivo no es otro que una vistosa exposición dedicada al fotógrafo Helmut Newton. Conviene no olvidar algo que la realidad nos demuestra con insistencia: definitivamente, el erotismo vende.






En cierta manera, Helmut Newton (Berlín, 1920-West Hollywood, California, 2004) fue el fotógrafo de moda perfecto, afortunado depositario de la destilación de las preciosas esencias que operan como vigas maestras de dicho oficio. Magnetismo evidente e inmediato de la imagen. Ninguna voluntad de estudio psicológico sobre el individuo retratado. Extraordinaria tensión erótica. Propensión al fetichismo. Posiblemente, nunca se ha alcanzado en este ámbito una identificación tan perfecta entre los recursos formales desplegados y el objeto de la empresa, como prueban sus muy divulgadas instantáneas para publicaciones como Vogue, Elle o Harper’s Bazaar. No quiere esto decir en absoluto que sus virtudes fueran de un orden superior al de compañeros de profesión tan ilustres y creativos como Irving Penn o Cecil Beaton, pero sí es cierto que su talento encaja como un guante con el modo en que se concibe la fotografía de moda, al menos desde los años setenta del pasado siglo. En este sentido, no sorprende su recurrente colaboración con creadores como Yves Saint Laurent o Karl Lagerfeld, sensibilidades oblicuamente cercanas o al menos complementarias de la suya, y cuyos universos visuales contribuyó decisivamente a construir. A su vez, entre las influencias que Newton sintetizó destacan la de Enrich Salomon, uno de los más reputados profesionales de la fotografía en el periodo de entreguerras, tristemente fallecido en Auschwitz, junto con la sordidez sublimada de un Brassaï.


Sus imágenes, de una gelidez perturbadora, ofrecen una visión al mismo tiempo fascinante y temible del cuerpo femenino, encarnada en unos prototipos de larguísimas y musculosas piernas, agresivamente tensionadas debido a los ubicuos zapatos de tacón sobre los que se encaraman; en unos rasgos de belleza fría, felina; en unas expresiones distantes y autoritarias; en una sexualidad radicalmente explícita. Como indicaba antes, no se percibe interés alguno por reflejar la personalidad o los pensamientos de las modelos, reducidas a estatuarias fantasías eróticas. Sin embargo, no por esto puede cometerse la ligereza de tachar al trabajo de Newton de hueco y superficial… o, al menos, no siempre.


Los lectores quizá recuerden las líneas dedicadas a Richard Avedon en estas mismas páginas hace un par de meses, con ocasión de la exposición retrospectiva que le dedicaba el parisino Jeu de Paume, y que ahora puede contemplarse en Berlín. Puede resultar oportuno rescatar alguna de las reflexiones que entonces se vertían acerca del fotógrafo norteamericano para explicar con más claridad el caso de Newton, de quien fue coetáneo. Casi siempre se ha etiquetado a Avedon de fotógrafo psicológico, empeñado en construir visualmente un reflejo de la personalidad y estado de ánimo de sus retratados, ya fueran celebridades o anónimos habitantes del oeste americano. En mi opinión, tal definición es cierta solo en parte, en la medida en que la pretensión de revelar un determinado perfil psicológico mediante la presentación del correspondiente rostro, por muy rica y sugerente que pueda resultar la expresividad y orografía de éste, se me antoja más bien vana. En resumidas cuentas, siempre he desconfiado de la afirmación según la cual la cara es “el espejo del alma”. A cambio Avedon, artista de una perspicacia y un talento plástico prodigiosos, era capaz de materializar todo el espectro de matices asociados a ciertas ideas abstractas bajo la más absoluta economía de medios, escrutando con maestría cada mínimo detalle del rostro humano. Por contraposición, Helmut Newton sí es un autor auténticamente psicológico, quizá el más psicológico de todos, ya que bajo la aparente frialdad de sus imágenes late una amalgama compuesta por gran parte de los temores, deseos y neurosis que albergan el individuo y la sociedad misma, y cuyas raíces se hunden sobre todo en el terreno de la sexualidad, pero no en él exclusivamente.


Los orígenes judíos de Newton lo obligaron a abandonar su Alemania natal en la adolescencia y a pasar parte de su juventud en un campo de internamiento, pese a lo cual sus claves estéticas parecen coquetear inquietantemente con aquella imaginería pornofascista que también utilizarían con dudosos fines y elevada rentabilidad cineastas como Tinto Brass o Liliana Cavani. O, elevando un poco la mirada (y el listón), tampoco estamos tan lejos de la visión idealizada, nietzschiana sobre el cuerpo humano de una Leni Riefenstahl.


Las dieciocho piezas recogidas en la muestra de La Fábrica Galería constituyen una perfecta muestra de ello. Se trata de una recopilación realizada a partir de los trabajos incluidos en las series “Cyberwomen” y “Special Collection”, junto con las instantáneas “Parlour Games”, “Domestic Nude” y “Trader and Slave”. En ellas aparece en todo su esplendor la batería de recursos estilísticos que dio notoriedad a la obra de Newton: imágenes en un sombrío blanco y negro, cuidadosamente puestas en escena en entornos fríos, tan suntuarios como impersonales -salones enmoquetados y lujosas habitaciones de hotel-, donde diosas de formas longuilíneas desempeñan sus rituales eróticos con determinación glacial e implacable. El cuerpo femenino tratado como objeto de placer y tortura, tentadoramente carnal al tiempo que dotado de una hostil cualidad metálica. Fetichismo de cuero, corpiño, correa y tacón de aguja. Tímidas referencias al marqués de Sade, tamizadas por una sensibilidad burguesa que incluye ojos vendados, bragas enrolladas a la altura del muslo y un listón de madera preparado para el azote. Lesbian chic al gusto del consumidor. Ciertamente, se trata de un posicionamiento que no excluye la superficialidad y el déjà vu, pero que también ofrece, incrustada en su lustrosa corteza, una ventana (una mirilla, más bien) al entramado de mecanismos que conforman la inabarcable psicología del ser humano.

Oliveira es un milagro, y punto

En el grupo, tres de los presentes en el evento de ayer. Con bastón, el centenario Manoel de Oliveira. A la derecha, el director del la Filmoteca de Lisboa. El primero por la izquierda es Ricardo Trêpa, actor y nieto del maestro.


Ayer corrí a la Filmoteca Española a la salida de mi trabajo, porque a las 19:30h comenzaba la proyección de “Viaje al principio del mundo”, película del Oliveira de finales de los 90, que entre otras cosas destaca por ser la última que interpretó el gran Marcello Mastroianni antes de morir. En ella, el ya consumidísimo Mastroianni interpreta un nada disimulado alter ego del director, en una breve y hermosa historia sobre un actor francés que debido a un rodaje se encuentra visitando Portugal, situación que aprovecha para reencontrarse con sus raíces familiares en compañía de tres miembros locales del equipo. El actor está interpretado por un correcto Jean-Yves Gautier, y junto a él destacan los estupendos veteranos del casting, Mastroianni e Isabel de Castro (actriz portuguesa mítica, que fuera toda una estrella en los 50 tanto en su país como en el nuestro). Vuelven a estar presente la elegancia de Oliveira para el encuadre y el movimiento de los actores, los planos luminosos y expresivos, el humor al mismo tiempo naïf y sofisticado, los diálogos limpios y redondos. En suma, la película me encantó.

Pero lo mejor de todo fue la sorpresa que me esperaba nada más llegar. No tenía ni idea de que, previamente a la proyección, se contaba con la presencia nada menos que del mismísimo Manoel de Oliveira para responder a las preguntas de los espectadores. En el escenario del cine Doré se había instalado una gran mesa de madera y, a la vista del público que abarrotaba la sala (sólo quedaban libres varios asientos destinados a autoridades y otros invitados, vergonzosamente etiquetados y sin ocupante), aparecía un grupo de seis personas, lideradas por un hombre que aparentaba unos setenta y cinco años y subía las escalerillas con absoluta agilidad, pese a llevar un bastón cuya función parecía más que nada ornamental. Obviamente, éste era Oliveira. El resto del séquito estaba compuesto por los directores de las filmotecas madrileña y portuguesa, el crítico de cine Carlos F. Heredero, una señora de mediana edad que oficiaba (hilarantemente mal) como traductora, y un muchachote que fue presentado como “Ricardo Trêpa, actor portugués que ha trabajado de varias películas de Oliveira”. Nadie mencionó que además el resultón Trêpa es nieto del director: francamente, alguien debería asegurarse de que los genes de esa familia no se pierden. Si algún día nos desyunáramos con la mala noticia de que el ser humano se encuentra en peligro de extinción, el ADN de los Oliveira podría bastar para revitalizar la especie.

La cuestión es que me fascinó Oliveira. Una hora estuvo allí sentado, respondiendo a las tópicas preguntas que le dirigió Heredero, y después a las algo más sustanciosas del público. Bromeó varias veces, hizo algunos interesantes (y, todo hay que decirlo, también algo reaccionarios) comentarios sobre lo público y lo privado, el cine y el vídeo y el uso de la palabra en su cine, sobre lo que fue preguntado por enésima vez. Soy incapaz de comprender por qué casi todos los críticos parecen obsesionados con la utilización de la palabra en las películas de Oliveira. Es cierto que sus diálogos son deliberadamente literarios, cualidad reforzada por el bonito modo antinaturalista en que los actores los recitan, pero lo que en mi opinión posee más fuerza y originalidad en su obra es el tratamiento visual, de un gusto y una inventiva insólitos.

En menos de un mes, Oliveira cumple cien años. Si todo va bien, la ocasión lo cogerá trabajando en su próxima película, que aprovechó para anunciar ayer en la Filmoteca. Se trata de “Singularidades de uma Rapariga Loira”, basada en un cuento de Eça de Queiroz, que protagonizará su nieto junto a la habitual Leonor Silveira. Se mantiene, pues, la premisa de rodar al menos una película por año. Todo asombroso, desde luego.

Mientras Oliveira volvía a bajar las escaleras, llevando su bastón casi como lleva su vara una majorette, el público aplaudía entusiasmado. Por un momento, todos creímos que los milagros existen.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

De bares

Interior de "La Venencia", en Madrid. Como en casa... o mejor.


Pocas cosas en la vida me reconfortan tanto como ir a bares. Cuando viajo a alguna ciudad, trato de conocerla a través de las especificidades de sus tabernas y locales de copas. Como en todo, en lo que se refiere a los bares también tengo mis manías. Por ejemplo, suelo apreciar los bares de los hoteles (no así sus cafeterías y restaurantes, que detesto). Por lo general, no me gustan en un bar los grandes ventanales que dan a la calle: considero que en este tipo de establecimientos es importante una cierta intimidad, un cierto recogimiento. En cuanto a la estética, la madera y el latón son bienvenidos, aunque cualquier entorno que no agreda visualmente me parece bien.

Los tres bares que más me gustan están en Madrid. Uno se llama La Venencia, y se encuentra en la calle Echegaray. Otro, Stop Madrid, en Hortaleza. Cock, el tercero, se ubica en la calle Reina. Son muy distintos entre sí: cada uno de ellos es más apropiado para un momento distinto del día; las especialidades, el tipo de decoración y el ambiente tampoco tienen nada que ver. Pero en todos ellos me siento a gusto, como si por algún motivo que posiblemente nunca llegue a averiguar fueran mi lugar natural.

martes, 4 de noviembre de 2008

La seducción de la vida



Mi última crítica publicada, del pasado 31 de octubre.





Artífice. Guillermo Pérez Villalta
Del 24 de septiembre al 7 de diciembre de 2008
Museo Colecciones ICO. Madrid



Guillermo Pérez Villalta, uno de los artistas plásticos españoles más representativos de los años 80, es ahora objeto de una exposición organizada por la Fundación ICO. Las piezas seleccionadas corresponden a las facetas menos conocidas de su producción, y arrojan una nueva mirada sobre un creador decididamente inquieto y personal.

La obra pictórica de Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, 1948) se configura hoy en día como uno de los testimonios más elocuentes y representativos sobre una cierta estética, una cierta sensibilidad que se fraguó durante los primeros años de la democracia española, y que en la década de los ochenta del pasado siglo conoció una difusión sin precendentes, ofreciendo al mundo una imagen colorista y seductora, sumamente asequible para el consumo, de su entorno de procedencia. Galardonado a la temprana edad de treinta y siete años con el Premio Nacional de Artes Plásticas, Pérez Villalta conquistó en este contexto un éxito fulgurante, basado en la combinación entre su perfecto encaje dentro de las claves estéticas coyunturales y una rigurosa aplicación de su indiscutible talento. Sus influencias son múltiples y variadas, a menudo contradictorias, destacando de manera bastante evidente la herencia grecolatina, los pintores del quattrocento y renacentistas, el barroco y el rococó, y más recientemente el surrealismo y, aunque en menor medida, el pop art. Inquieto y muy creativo (con frecuencia tópicamente descrito como un hombre del Renacimiento), ha extendido su rango de intereses hacia campos como la arquitectura (profesión que ejerció de facto en colaboración con profesionales titulados, puesto que él no llegó a terminar la carrera) o el diseño de carteles, tapices, estampados textiles, joyas, muebles y otros objetos de uso cotidiano.




Es precisamente esta parte de su producción, quizá menos divulgada que su actividad como pintor, de la que se ocupa esta “Artífice”, comisariada por Oscar Alonso Molina y exhibida en el madrileño Museo Colecciones ICO. En ella, la pintura cede el paso a esos otros aspectos no tan conocidos de la obra del creador gaditano que, agrupados y distribuidos con notable gusto y sensatez en el espacio expositivo, generan una impresión inicial algo desconcertante que (al menos en quien escribe estas líneas) pronto evoluciona hacia sensaciones más complejas y contradictorias.




Entre los primeros trabajos con que se topa el visitante, adquieren un considerable protagonismo los bocetos, planos, acuarelas y maquetas de construcciones –hayan sido o no efectivamente edificadas - salidas de la imaginación del Pérez Villalta arquitecto. El Kursaal de Algeciras, el proyecto de remodelación del puerto de la misma ciudad con su gran piña-fanal, y sobre todo los templos destinados a extravagantes cultos paganos que se plasman en acuarela con profusión de colores chillones, constituyen toda una declaración de principios (casi una advertencia) sobre lo que lo aguarda a uno. El rechazo instintivo a toda esta imaginería kitsch, fuertemente abigarrada, de raíces mediterráneas resulta bastante comprensible, casi se impone por sí mismo. La sensación se acentúa al contemplar los dibujos que representan, otra vez a todo color, unos nuevos órdenes arquitectónicos que se añaden a los conocidos dórico, jónico y corintio, y que no tienen reparos en añadir elementos árabes a las clásicas formas griegas. Un juego de naipes que sólo cabe describir como desquiciado (lo que no es necesariamente malo), o el empleo frecuente de alegorías sobre motivos tales como los doce signos del zodiaco, las cuatro estaciones del año o las edades del hombre, contribuyen a la estupefacción. Una vez que el visitante ha superado esto, se encuentra sin duda en un estado mental óptimo para asimilar todo lo que viene a continuación y, en el mejor de los casos, para disfrutarlo sin complejos.




Los puntos fuertes del artista, donde a uno no le queda más remedio que asumir la feliz rareza de su talento, emergen gracias a algunos de los muebles que ideó a lo largo de su carrera. Destaca en este sentido una sólida fuente-aparador, o un escritorio-fauno de madera. Junto a ellos, un bellísimo juego (convoy) para aliñar ensaladas con forma de carruaje, y un más discutible tocador-paleta de pintor constituyen algunas de las piezas más sorprendentes. Aquí predomina como apuesta conceptual un surrealismo de intensidad media, pasado por el túrmix del diseño industrial inequívocamente ochentero. Resultan también agradables para la vista los bocetos y la maqueta con la escenografía y vestuario de un montaje de la ópera “El rapto en el serrallo”, así como los carteles de ferias andaluzas, donde las influencias arquitectónicas se filtran con impecables resultados. Por fin, el apartado dedicado a la joyería no depara grandes sorpresas, ofreciendo unas piezas de inspiración clásica en metales preciosos, bonitas a su manera más bien convencional.




Hay algo de admirablemente seductor en el modo en que está concebida esta exposición, algo que arranca la adhesión del espectador más reticente de un modo sutil pero implacable. Es posible que gran parte de la responsabilidad de esto descanse en un montaje modélico, magníficamente resuelto. Sin embargo, poco podría extraer un buen diseño expositivo de un artista irrelevante, de manera que el principal mérito ha de corresponder por fuerza al propio trabajo de Pérez Villalta, casi siempre chocante, en ocasiones difícil de suscribir, pero desde luego marcado con el contagioso, indeleble signo de la vida.

El retorno del retorno

Ben Whishaw en "Retorno a Brideshead". Poor Sebastian Flyte!






Finalmente, caí. A pesar del tráiler, no pude resistir la tentación de ver la nueva adaptación de “Retorno a Brideshead”, quizá por el puro morbo de comprobar de primera mano la magnitud del desastre que se anunciaba. Bueno, la verdad es que no fue para tanto: como se suele decir, en peores garitas he hecho guardia.

“Brideshead Revisited” es el título original de una novela escrita por el autor británico Evelyn Waugh, especialista en corrosivos relatos satíricos como “Los seres queridos” o “Noticia bomba”, y que con esta saga sobre familia, religión y clases sociales alcanzó un merecido prestigio como escritor “serio”. Según sus propias declaraciones, lo que pretendía con “Brideshead” era exponer la influencia de la gracia divina en un grupo de personajes, y al leer el libro en efecto se advierte que la religión (católica) constituye el núcleo central alrededor del cual giran otros elementos -sentimental, social, histórico- que conforman un todo complejo y fascinante. Escrita en un lenguaje rico y evocador que retrata con todo lujo de detalles a los personajes y su sofisticado ambiente, mientras sugiere más que nombra la naturaleza de sus conflictos íntimos, la novela es una absoluta obra maestra. Y una de mis lecturas de referencia, añado.

En los primeros años 80, la televisión británica financió y exhibió una teleserie de 11 episodios basada en el libro de Waugh, con un magnífico reparto que incluía nombres como Jeremy Irons, Anthony Andrews, Claire Bloom, John Guielgud, Lawrence Olivier o Stéphane Audran. Académica ilustración de la fuente original que no profundizaba en ninguna de sus múltiples facetas, la serie conoció un enorme éxito en todo el mundo, gracias sobre todo a sus indiscutibles valores de producción (principalmente, vestuario, decorados y música) y al folletinesco tratamiento de la trama. Al parecer, cuando se estrenó en España generó una auténtica conmoción, aunque entonces yo era demasiado pequeño para tener conocimiento de todo esto. En realidad, no llegué a verla hasta hace un par de años, en Londres. Yo estaba trabajando en la capital británica, donde la serie se reponía todos los lunes por la noche. No me perdí un capítulo: resultaba tan bonita de contemplar que esto me compensaba por la ocasional irritación ante la plana epidermis a la que había quedado reducida la novela original.

La referencia a la recordada serie de Granada TV antes de entrar en esta nueva versión que acaba de estrenarse en cines es pertinente sobre todo por la extraña fidelidad que a ella ha guardado el director Julian Jarrold, fidelidad superior en cierto modo que a la novela original. Incluso ha rodado en la misma propiedad que en los 80 ya se hizo pasar por la mansión Brideshead, y algunos de los personajes (en especial Julia Flyte y Lady Marchmain, así como el flemático, distante padre de Charles Ryder) aparecen maquillados, peinados y vestidos para parecer réplicas exactas de sus televisivos precedentes. Los actores, por cierto, están magníficos casi sin excepción, destacando Matthew Goode, Ben Whishaw, Michael Gambon y, en un pequeño y bello papel, Greta Schacchi. Lamento no poder decir lo mismo de Emma Thompson, actriz cuya principal virtud, la naturalidad, resulta completamente anulada por el transparente esfuerzo de recrear un personaje cuya rigidez y fanatismo terminan contaminando al propio desempeño interpretativo. Las costuras de la actuación resultan demasiado visibles, y en consecuencia el personaje aparece lastrado, más teórico que humano.

Por otra parte, y aunque se aprecia la voluntad de otorgar mayor peso a la parte espiritual del relato, la complejidad con que la novela trataba la cuestión del catolicismo y su irresistible influjo sobre los personajes vuelve a perderse en el camino. Aquí todo pivota sobre el algoritmo pecado-culpa-autodestrucción, tríada desde luego familiar para todo el que haya crecido en entornos católicos, pero que simplifica palmariamente el intrincado armazón que desarrollara Evelyn Waugh. A cambio, los guionistas inventan nuevas secuencias cuya función es irritantemente explicativa, reforzando el aspecto sentimental y atreviéndose a delimitar lo que en el texto original resultaba más bien ambiguo. Hay una renuncia imperdonable al misterio, un misterio esencial para la trama y por completo coherente con su religioso trasfondo. Esta carencia, junto con el recurso una vez más al academicismo visual más estricto, derivado de una nula inventiva estilística, termina por dinamitar el interés por lo que sucede en la pantalla.

Por lo demás, volvemos a encontrar las esperables excelencias en la fotografía, vestuario y diseño de producción. Están puestas al servicio de una empresa fallida, pero casi logran compensarnos por ello.