martes, 30 de septiembre de 2008

La historia de una pasión



Crítica de arte que que publiqué en prensa el pasado 26 de septiembre de 2008:




Madrid exhibe estos días parte de los fondos de Pilar Citoler, conocida coleccionista y mecenas cuya trayectoria es sintomática de un evidente amor por el arte. Una exposición irregular pero apasionante.

Aunque hoy en día son muchas las alternativas que se nos ofrecen cuando queremos hacer uso de nuestro ocio, hay una máxima que siempre debe tenerse en cuenta: a igualdad de condiciones, si entre las posibilidades que estamos considerando se incluye una exposición de arte, hay que decidirse por ésta sin género de dudas. Esto se debe a que existe en tal opción una ventaja intrínseca sobre todas las demás (incluido el cine o el teatro, menos elocuentes sobre el punto que pretendo destacar), y es que las muestras de arte, hasta las más mediocres, siempre narran con extraordinaria transparencia la historia de al menos una pasión. Esta pasión puede ser albergada por los artistas, los comisarios, los galeristas, el público, o hasta por un consejo de administración. Y puede enfocarse hacia sus propios anfitriones, o hacia la vida, la muerte, el dinero, la fama, el amor… Las combinaciones que estos elementos pueden generar son infinitas, y lo más prodigioso de todo es que, de entre todas ellas, por lo general son varias las que concurren en una misma exposición. Resulta imprescindible estar bien atento: conviene perderse lo menos posible esta alquimia, que representa una de las pequeñas maravillas que se derivan de nuestra pequeña existencia humana y que la hacen más amable y valiosa, igual que el dry martini.

Por supuesto, del mismo modo que hay dry martinis y dry martinis, también hay pasiones y pasiones. La categoría e intensidad no siempre son las mismas, y en consecuencia el gozo que producen al espectador tampoco. En lo alto del escalafón figura, por el vigor de su manifestación y la riqueza de sus matices, la que dirige un coleccionista privado hacia el mero desempeño de la actividad que ha dado origen a la muestra. Semejante joya no puede dejarse pasar cuando la tenemos al alcance de la mano, como ocurre en el caso de esta “Lenguajes de papel” que nos ofrece el Círculo de Bellas Artes de Madrid conjuntamente con la Sala Alcalá 31.

Pilar Citoler es persona bien conocida entre profesionales y aficionados al arte contemporáneo. Desde hace más de tres décadas, ha dedicado una parte sustancial de su tiempo y energía a buscar, contemplar, evaluar y adquirir piezas artísticas con un entusiasmo que sólo puede ser fruto de la pasión más profunda. Su colección, bautizada como Circa XX, está compuesta por más de un millar de obras, y abarca básicamente la producción de artistas europeos y americanos desde inicios del siglo pasado hasta nuestros días. En ella conviven entre otros Eduardo Arroyo, Tàpies, Miró, Picasso, Chillida, Dubuffet, Andy Warhol, Le Corbusier, Rauchenberg o Nolde. Decidido eclecticismo, como puede apreciarse, o absoluta carencia de prejuicios. En todo caso, un dato nada secundario es que, según declara la propia Citoler, los recursos económicos que han permitido reunir semejante ramillete provienen única y exclusivamente de sus ingresos como odontóloga. Con esto, definitivamente, el caso adquiere dimensiones de auténtico fenómeno.

El título de la exposición hace referencia al factor común a todas las piezas seleccionadas, unos 350 trabajos de la colección que emplean el papel como soporte o medio artístico, lo que permite la suficiente amplitud de criterio como para abarcar dibujos, fotografías, serigrafías, collages o instalaciones. Se trata de una coartada tan válida como cualquier otra, aunque ha de admitirse que por sí sola resulta algo precaria a la hora de aportar al conjunto una utilidad amalgamadora. El resultado es un paseo abigarrado e irregular por algunos de los movimientos artísticos más relevantes del siglo pasado, incluyendo el expresionismo, cubismo, surrealismo, expresionismo abstracto, pop art, minimalismo, arte povera, arte conceptual o la transvanguardia italiana. Dentro de este torbellino, y además de los mencionados anteriormente, destacan pesos pesados como Man Ray, De Chirico, Calder, Lichtenstein, Hockney, Bacon, Baselitz, Matta, Christo, Enzo Cucchi, Sandro Chia, Joseph Beuys, Louise Bourgeois, Valdés, Arroyo, Gordillo, Saura, García Rodero o García-Alix. Por su parte, entre las obras de producción más reciente abundan las jóvenes generaciones españolas.

La apuesta desvela pronto sus limitaciones intrínsecas, en parte ya apuntadas. A falta de un cemento más consistente que los del rango cronológico y el material empleado (a veces secundariamente), el conjunto tiende a resultar disperso y deslavazado. Los desequilibrios de calidad son palmarios, y a menudo se nos sitúa ante obras menores de artistas mayores, o ante jóvenes autores que resisten mal la comparación con algunos de sus predecesores. Con todo y con eso, la exposición presenta nivel medio más que notable. Pero es necesario apreciarla sobre todo por aquello que más vale en ella: por su nítida, emocionante descripción de un espíritu ambicioso que ha hecho de la creatividad de los otros su motor vital. Es decir, por la pasión que escenifica.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Los arquitectos


Mis amigos los arquitectos del estudio J1 de Madrid acaban de ganar el premio Ricardo Magdalena al mejor edificio construido en Zaragoza en 2008, concedido por la Diputación de Zaragoza a través de la Fundación Fernando el Católico. El trabajo en cuestión es un concesionario de coches de marcadas aristas y vaga inspiración flatironesca, elevado sobre mínimos pilares cilíndricos, y uno de cuyos puntos fuertes es el acceso, resuelto mediante una fantástica escalera helicoidal de hormigón. Hay que felicitar por el logro a Jesús Gómez, Roberto Rodríguez Paraja, Miguel Villachica y Guzmán de Yarza.

El estudio de estos chicos (porque las edades de todos ellos bajan de la primera mitad de la treintena) es uno de los locales con más encanto del eje Chueca-Alonso Martínez. Tan acogedor que no parece un lugar de trabajo, y tan poco pretencioso que no parece un estudio de arquitectura. Confieso mi vicio de pasarme por allí uno ó dos días por semana, a veces distrayendo a los que allí trabajan con proposiciones para tomar una cerveza o fumar un cigarro en la puerta. Ellos quizá preferirían la visita de alguna de las chicas que trabajan en las tiendas de ropa cercanas, pero de todos modos se muestran encantados de ceder a la tentación. Siempre viene bien un poco de espuma, un poco de humo, un poco de cotilleo. Hay que decir que esto último es algo que ellos agradecen especialmente, y a lo que se suman con entusiasmo. El ambiente, de jóvenes amigos y compañeros de trabajo que comparten quizá demasiadas horas juntos, definitivamente lo favorece.

Enhorabuena, señores arquitectos, y hasta la próxima visita.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Woody goes to Barcelona

Bonito poster. Scarlett, cuidado con el pelo frito

Aunque hace tiempo, quizá desde “Maridos y mujeres”, que Woody Allen no se encuentra en su mejor forma, cualquiera de sus películas recientes vale más que la filmografía completa de la mayor parte de los directores. En ocasiones, como ocurría con “Todos dicen I love you”, “Balas sobre Broadway” o “Match Point”, sigue arreglándoselas para proporcionarnos un par de horas seguidas de felicidad y emoción de primer rango. Por lo que a mí respecta, no fue éste el caso de “Vicky Christina Barcelona”, o al menos no siempre. Aún seducido por el tono melancólico de la película, por su vistosa luminosidad (el gran Javier Aguirresarobe trabajando contra su registro habitual), por el simpático empleo de los tópicos españoles y por el talento narrativo de Allen, nunca llegué a apasionarme por esta historia sobre dos jovencitas que comparten incertidumbre emocional, una de las cuales casi siempre cree saber lo que quiere mientras que la otra comprende que no tiene ni idea. Las trayectorias de estas chicas, enfrentadas a distintas peripecias y sinsabores sentimentales, parten desde posiciones en teoría opuestas para converger hacia una misma insatisfacción, a la que parecen abocadas por su propia naturaleza. El estudio de caracteres es lo de menos, ya que ambos personajes funcionan más como ideas abstractas o recursos narrativos que como seres humanos, a lo cual no pongo ninguna objeción. Más bien al contrario: pocas apuestas pueden resultarme más simpáticas hoy en día que una actualización de las estructuras de la comedia sentimental americana de los 50, que es de lo que al final va todo esto. Las referencias a Rohmer que se han invocado repetidamente tampoco me parecen nada descabelladas, aunque a mí el auténtico Rohmer me conmueve más que un Woody Allen rohmeriano. Tengo la impresión de que donde radica el núcleo de mi parcial insatisfacción es en una puesta en escena ligeramente más perezosa de lo que Allen nos tiene acostumbrados, debido quizá a un exceso de confianza en los encantos propios del escenario escogido, desde la escalibada que invariablemente llena los platos hasta la arquitectura de Gaudí.

De todos modos, las principales virtudes del director norteamericano están bien presentes para quienes solemos disfrutarlas: espléndidos diálogos, buen gusto visual con cierta tendencia a aplanar los espacios para comprimirlos en el marco de una postal, creciente sensualidad que ha procurado algunos de los mejores momentos de sus últimas películas, impecable dirección de actores. Javier Bardem está espléndido, como las deliciosas Rebecca Hall y Scarlett Johansson. De entre las dos, las virtudes de la primera resultan quizá más evidentes debido a la mayor complejidad que aparenta su personaje por vivir instalado en una dolorosa contradicción, y es cierto que la recién llegada Hall proporciona cierta carne a su arquetipo de neoyorquina ansiosa por controlar las situaciones, pero no lo es menos que Johansson despliega su encanto ronco con naturalidad y eficacia.

Pero, como ya se ha dicho hasta la saciedad, la película pertenece por encima de todo a Penélope Cruz. Tras haberlo oído tantas veces, he de admitir que comparecí en el cine albergando la secreta esperanza de encontrarme con un petardo mojado, y por una vez la insatisfacción de un deseo no me causó frustración, sino todo lo contrario. Qué delicia comprobar cómo uno no ha perdido todavía la capacidad de asombro, qué reconfortante sensación la de disfrutar, en comunión con toda una sala de cine repleta, de los imaginativos trucos que ejecuta Cruz aparentando mayor facilidad del mundo. Los escasos minutos en los que aparece en pantalla le bastan para robar el show y dejar al público embobado. Me costaría describir con precisión la naturaleza del arte que domina en su encarnación de una pintora absolutamente desquiciada llamada María Helena (ahí es nada), pero me recordó muy vivamente a lo que hacía otra actriz única como Victoria Abril cuando de verdad era grande, cuando no se había dejado contaminar por un exceso de autoconsciente intensidad y nos regalaba trabajos tan originales y portentosos como los que desempañaba en “¡Átame!” o “El Lute”. Hace falta mucho talento, y una capacidad de observación fuera de lo común, para llevar a buen puerto lo que hace Penélope Cruz de la mano de Woody Allen.

Acerca de esto último, desde que vi la película conservo una duda fundamental. Las delirantes réplicas en castellano del personaje de María Helena, de una comicidad enajenada y castiza, que hacen botar en sus butacas al público como no dando crédito a lo que ven y oyen, dudosamente pueden haber sido escritas por un guionista americano que, como Woody Allen, nunca haya vivido realmente en España. Cabe pensar que se ha dispuesto de un excelente equipo de asesores, desde luego, pero me resulta mucho más agradable contemplar otra posibilidad. Si la chocante naturalidad de las líneas recitadas por Cruz se deben también a la cabecita de la actriz, en serio pienso que deberían reconocérsele derechos de autoría sobre el guión, y aún premiarla de algún modo por este desempeño.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Esto es un secuestro

La pasada semana asistí en el teatro María Guerrero al estreno de “Boris Godunov”, el último espectáculo de La Fura dels Baus. Para resumir el argumento, la función se estructura a partir de la alternancia de dos planos narrativos: por un lado, unos breves esbozos de la historia original sobre crímenes, intrigas palaciegas y revoluciones relatada por Pushkin; por otro, la simulación del secuestro de los espectadores por un grupo terrorista reproduciendo los tristes sucesos reales ocurridos en Moscú hace seis años. Se supone, como es lógico, que ambas líneas avanzan en paralelo y presentan toda clase de analogías, aliándose para procurar una reflexión acerca de la ambición, el deseo de trascender, la egolatría, la bulimia de justicia, la borrachera de poder, el impulso violento y vengativo, y tal. La platea estaba repleta de “compañeros”, pues así es como los actores suelen referirse a sus colegas de profesión en público (en privado se llaman otras cosas). Bueno, sobre todo de “compañeras”: Magüi Mira, Mercedes Sampietro, Berta Riaza, Julieta Serrano, María Asquerino, Julia Martínez, María José Alfonso, la gran Esperanza Roy… También Ian Gibson, Gerardo Vera, Jaime Chávarri, Lucía Etxebarria y la ministra Cabrera, entre otros. “A ver quién tiene los cojones de secuestrar a éstos”, debieron pensar los chicos de la Fura. Puede que eso explicara el extraño envaramiento de los terroristas de pega.

Un aspecto del espectáculo en particular me llamó la atención. Los fragmentos de teatro “tradicional”, en los que los actores representan el texto sobre Godunov sin salir del escenario y simulando que ellos son los únicos presentes en la estancia, sustituían cualquier decorado por la proyección en una gran pantalla de imágenes infográficas realistas que remedaban estancias palaciegas o un campamento militar. En ocasiones, la imagen digital adquiría movimiento, siguiendo los desplazamientos físicos de los personajes, para dar la impresión de tridimensionalidad. Siendo breve y diplomático, no compartí esta decisión, que me pareció sintomática de una obstinada incapacidad para aceptar las imperfecciones (y por tanto, la belleza) de la disciplina teatral.

Cada manifestación artística se define básicamente a través de sus limitaciones, existiendo por lo general una que reina sobre todas las demás y que, por defecto, otorga al género su misma razón de ser. En el caso de la literatura, se trata de la carencia de imágenes en movimiento. En el del cine mudo, la falta de sonido. En el anterior como en el cine sonoro, la bidimensionalidad real del marco sobre el que se proyecta la luz. Todas estas ausencias son intrínsecas e insoslayables, y los interesados en preservar el hechizo del hecho artístico lo que hacen es gestionarlas del mejor modo que está al alcance de su talento, pues ello implica estar gestionando directamente la imaginación del espectador. La imaginación es justo lo que sustituye al elemento faltante, y constituye el material más delicado y más fecundo de todos. El único cuyo adecuado tratamiento garantiza el éxito. Por el contrario, tratar de maquillar las limitaciones primordiales reemplazándolas por falsificaciones de realidad es una operación abocada al fracaso. Esta suicida insensatez conceptual fue la que me pareció percibir en el juego escénico de la Fura al pretender, con sus horrendas animaciones virtuales, boicotear uno de los pilares de la magia teatral, el asumido artificio de los decorados, lo que es físico pero falso y que en modo alguno pretende hacerse pasar por real. Otros elementos del espectáculo (secuencias de una mesa de reuniones filmadas con estética de spot televisivo, o personajes tan arquetípicos que al cabecilla de los terroristas se le hace gritar “¡El fin justifica los medios!”) no ayudaban a digerir el mejunje.

Los aplausos, me pareció, fueron de compromiso.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Actitud

La modelo de la foto lo hace de maravilla, aunque tiene truco: las gafas oscuras ayudan mucho

Este año mis obligaciones profesionales no me permitían asistir a los desfiles de Cibeles (evento ahora rebautizado con el enrevesado nombre “Cibeles Madrid Fashion Week”… o algo así), pero logré tomarme un respiro para acudir a la única cita que de verdad consideraba ineludible. De ninguna manera podía perderme el desfile de Miriam Ocariz después del gozo que me procuró su exposición barcelonesa, suficientemente descrito en entradas anteriores de este blog. Para que no me tilden de repetitivo, me limitaré a indicar que la colección presentada era espléndida, una de las más delicadas y originales de la diseñadora, y que en ella destacaban una vez más la complejidad del patronaje y la sabiduría en la explotación de las posibilidades ofrecidas por los tejidos.

Acudir a Cibeles es una experiencia que merece la pena, porque aunque por casualidad ocurra que los desfiles que uno ha visto hayan resultado una patata, siempre queda el entretenimiento reportado por toda la parafernalia que rodea a lo que debería ser la actividad principal. Es más, me atrevería a afirmar que lo más interesante de Cibeles no ocurre en la pasarela, sino alrededor de la misma; a veces, incluso fuera de las puertas de las salas donde se presentan las colecciones. Y no me refiero necesariamente a los famosos que acuden a la llamada de sus amigos diseñadores o publicistas, ni a la impresionante yuxtaposición de chiringuitos de publicaciones y compañías de cosméticos que convierten los pabellones expositivos en lo más parecido a un mercadillo, aunque desde luego todo esto forme parte del fenómeno. Hablo sobre todo del innumerable tropel de chicos y chicas que circulan por escaleras mecánicas, pasillos, salas y stands con la desquiciada seguridad de hormigas entre las grietas del pavimento, desplegando eso que está tan de moda y que se llama actitud. No tengo muy claro a qué se dedican (imagino que habrá entre ellos algunos periodistas de publicaciones menores, así como agentes de prensa, asistentes y colaboradores de las firmas, aprendices de coolhunters, estudiantes de moda, diseñadores en ciernes, qué se yo), pero actitud derrochan a raudales.

La actitud es algo intrínsecamente mutable, tendente a adaptarse al entorno, y muy convenientemente adopta formas distintas según lo requieran las circunstancias. En este caso, dominar sus claves resulta especialmente complicado, ya que requiere combinar un sustrato de indiferencia frente a todo lo que sucede alrededor (una cierta astenia es común denominador a todas las formas posibles de actitud) con la convicción inamovible de que se está asistiendo a algo realmente importante, lo que no es más sencillo que transitar de puntillas sobre la cuerda floja sabiendo que debajo no hay red.

Quien es capaz de hacerlo bien ha de saber que tiene entre manos una habilidad circense.

viernes, 19 de septiembre de 2008

La nueva carne



Neri y Béart. ¿Alguien se cree esos caretos en una película de época?


El otro día, cuando fui al cine para ver una de las películas cuya crítica ha aparecido ya en este blog, presencié el tráiler de la película “Australia”, de Baz Luhrmann, con alarma e inquietud. No porque la película tenga una pinta horrenda (que la tiene: a la altura por lo menos del anterior éxito del director, “Moulin Rouge!”), sino porque los primeros planos de Nicole Kidman muestran con implacable elocuencia los estragos que la cirugía estética pueden llegar a producir en un rostro humano. Por si fuera poco, los labios siliconados de la actriz, la cualidad cerúlea que el botox ha proporcionado a su piel, se refuerzan mediante un trabajo de iluminación y (sospecho) post-producción digital que acaban convirtiendo lo que debía ser la cara de una mujer de carne y hueso en la de una creación virtual de Manu Arregui.
Que la realidad (o la cultura popular) imite al arte no es per se una mala noticia, y menos aún si en ello está implicado el talento de Manu, pero no puedo dejar de encontrar perverso algo que cada vez resulta más habitual y que temo pueda desembocar de aquí a unos años en que la natural evolución de la dermis humana sea completamente excluida de las pantallas en beneficio de una nueva carne producto de la simbiosis entre biología, bisturí y píxels. Por el momento, y hasta que nuestros ojos se hayan acostumbrado a este potencial nuevo paradigma, se impone una sensación de extrañeza, sobre todo cuando estos seres híbridos aparecen en películas de época. Aún me cuesta asumir los rasgos mutantes de damas como Catherine Deneuve, Emmanuelle Béart, Francesca Neri o Isabella Ferrari entre miriñaques o sobrios atuendos de primera mitad del siglo XX, por mucho que estemos ante actrices de talento indiscutible (y tiemblo al pensar que Michelle Pfeiffer acaba de rodar una versión de “Chéri”, de Colette, en el papel de la envejecida cortesana Léa de Lonval). Lo mismo me ocurre, por otra parte, cuando atisbo los signos de un bronceado con bikini o unas mechas capilares demasiado evidentes en una película del oeste. El anacronismo involuntario es uno de los dos venenos más efectivos que existen contra la necesaria ingenuidad del espectador, ese estado de ánimo que lo predispone a ser engañado y por tanto a ser capaz de disfrutar de aquello que se le va a plantar ante los ojos. El otro, claro está, es la inanidad creativa.

martes, 16 de septiembre de 2008

Elegancia, elegantes

A medida que me hago mayor, voy descubriendo en mí manías nuevas. Como aún sigo siendo joven y ya acumulo un número considerable de fobias y aversiones, puedo afirmar sin equivocarme que, en el caso de que llegue a viejo, seré un anciano tirando a insoportable. Uno de esos que siempre está protestando y poniendo los puntos sobre las íes a todo el mundo. No estoy orgulloso de ello, más que nada porque creo que las personas poco críticas son más felices, que es de lo que en última instancia va todo esto. Pero, en fin, así son las cosas.

Una de mis antipatías de última hornada es la que he desarrollado hacia las listas. Cada vez que en un periódico o revista no saben cómo rellenar una sección, lo que ocurre constantemente, algún redactor poco imaginativo se saca de la manga una lista con la que cree estar quedando como un señor. Eso por no hablar de las asociaciones (de críticos, de profesionales de cualquier actividad) que, obligados a justificar su existencia de cara a la galería, han encontrado en las listas un filón de lo más productivo. Aquí el sector cinematográfico americano resulta particularmente prolífico: no pasa una semana sin que nos obsequien un nuevo e imprescindible listado: Las 100 Comedias Más Divertidas De La Historia, Los 50 Villanos Más Terroríficos, Las Mejores Películas Sobre El Holocausto. Los resultados son siempre para tirarse de los pelos.

Y luego está la Lista de las Listas, la que con muy pocas variaciones emiten anualmente las revistas de moda y los semanarios del corazón, que es la de los Hombres Y Mujeres Más Elegantes. Esta es la lista menos ofensiva de todas, porque a fin de cuentas se repite de manera casi idéntica a través de los años y las editoriales: para sacarlo a uno de sus casillas hace falta ser capaz de provocar una mínima estupefacción. Cuando la mayor sorpresa consiste en que este año la princesa X ha pasado del puesto 2 al puesto 5 por no haber dado con su talla justa en aquel estreno de la Ópera, o que en cambio la joven actriz Y ha ganado cuatro posiciones gracias al modelazo de Dior que paseó por la alfombra roja de los Oscars, lo más que se consigue de mí es un bostezo. La única irritación posible es la que inevitablemente acompaña a la pregunta: ¿cómo puede alguien citar entre las mas elegantes a una chica que no es sino el producto de tres estilistas y cuarenta agentes de prensa, y cuyo único mérito consiste en vestir obedientemente lo que esas personas le dicen que vista, y ponerse en manos de los mismos peluqueros, maquilladores y preparadores físicos que también se encargan de modelar otras quince pellas de barro idénticas a ella? La lista masculina es ligeramente más divertida que la femenina porque en ella, junto con los correspondientes ejemplos de lo que acabo de mencionar, también se incluye algún elemento con la vida lo bastante resuelta y la vanidad suficiente como para haber convertido su imagen pública en un circo de tres pistas, cosa que en las chicas suele ser penalizado.

Mi noción de la elegancia no casa con la reproducción mimética de los looks exhibidos en las pasarelas de la última temporada, ni tampoco con la necesidad desesperada de llamar la atención. Pienso en cambio que para ser elegante, o al menos para vestir bien (sabiendo desde luego que ambas cosas no son lo mismo) se necesita auténtica creatividad, combinada con un acusado sentido de la armonía y espíritu crítico, aparte de una personalidad considerable, porque la ropa que uno decide ponerse, y el modo en que lo hace, son decisiones conscientes, sintomáticas por tanto de una determinada esencia. Alguien que sabe vestir es forzosamente alguien que sabe vivir, y para saber vivir hace falta atesorar muchísimas cualidades, entre las que no pueden faltar la generosidad, el sentido del humor, la empatía, la sutileza o el arrojo. No seré yo quien discuta que el buen gusto indumentario es una cualidad superficial y por tanto prescindible, al menos dentro de la escala de valores que considera profundas e indispensables cuestiones tales como el sentido de la existencia humana, el conflicto entre deber y libertad o la búsqueda de la justicia. Y, sin embargo, quien es elegante no puede ser superficial en modo alguno: siempre he considerado a la gente superficial esencialmente ridícula, y nada hay más opuesto a la elegancia que la ridiculez.

Las personas más elegantes tienen una cosa en común con las personas menos elegantes: su aspecto indica que lo mejor de ellos no es ni por asomo la imagen que proyectan. Si trato de pensar en alguien a quien de verdad considere elegante, sólo se me ocurren individuos a los que me gustaría conocer, en el caso de que no los conozca ya. Y no tengo el menor interés por que me presenten, pongamos por caso, a la oveja descarriada de una conocidísima familia de millonarios turineses ligados al negocio automovilístico, o a los andaluces vástagos engendrados por un aristócrata ya fallecido y una todavía resplandeciente ex modelo, aún reconociendo que me conmueve el transparente egocentrismo del primero y a mi vista le agrada el porte algo insulso de los otros dos. En cambio, me encantaría compartir un aperitivo con el actor Louis Garrel, en quien intuyo verdadero carácter y distinción. Por lo demás, de entre aquéllos con quienes sí he tenido el placer de compartir mi tiempo en mayor o menor medida, no se me presenta ninguna duda a la hora de identificar quiénes concentran más elegancia. Todo lo que abarca este concepto según mi visión del mundo lo reúnen el artista Eduardo Sourrouille y el diseñador de moda Rubén Gómez.

Espero que tres nombres no se considere una lista, o habré caído en uno de los vicios que, como indicaba al principio, más me irritan últimamente.

jueves, 11 de septiembre de 2008

El Che de Soderbergh

Benicio Del Toro como Che, Catalina S. Moreno como una glamourosa Aleida


Steven Soderbergh es un director de cine que desconcierta, lo que bien mirado constituye un mérito nada despreciable. “Sexo, mentiras y cintas de vídeo” no sólo logró situarlo a lo grande en el mapa de los “autores que cuentan” con una inesperada palma de oro de Cannes, sino que prácticamente fundó eso que se dio en llamar cine indie norteamericano, y que hoy en día es un desvirtuado cajón de sastre donde cabe de todo, pero en el que la tendencia principal apunta hacia el empleo de tediosas fórmulas bajo la insinceridad más desesperante. Tras unas cuantas películas que profundizaban en esta vena con menor fortuna, logró prestigio universal con las premiadas “Traffic” y “Erin Brockovich” y el éxito de masas con su serie de “Ocean’s”, ninguna de las cuales me interesó en absoluto a no ser por la excelencia mostrada en la dirección de actores (la siempre estupenda Julia Roberts se benefició particularmente de esta habilidad). Estos grandes proyectos se alternaron con otros de menor presupuesto y mayor voluntad de autoría, lo que dio lugar a lo peor (“Full Frontal”) pero también a lo mejor (“Bubble”). Entre las marcianadas en las que se ha embarcado después destacan un remake del tarkovskiano "Solaris" protagonizado por George Clooney y “El buen alemán”, un absurdo ejercicio nostálgico que trataba de remedar el ambiente de “Casablanca”. Así que ante la noticia de que Soderbergh ha rodado algo así como un biopic del Che Guevara uno difícilmente sabe qué puede esperar.


De manera que bajo ese estado de ánimo me presenté en el cine para ver “Che. El argentino”, esperando lógicamente que a la salida de la película (si no directamente a los diez minutos de haber comenzado ésta) mis sentimientos se habrían definido en un sentido u otro. Lo que no podía imaginar era que la mezcla de deleite y frustración iba a acompañarme durante las más de dos horas de proyección y que persistiría después. Incluso, con intensidad reavivada, mientras escribo estas líneas. Las primeras secuencias, que como la mayor parte del resto tienen lugar entre la maleza tropical, poseen el inequívoco nervio y poder de fascinación de las buenas películas, las que nos arrastran como un torrente y nos colman de una emoción que no se puede verbalizar. Sin embargo, este goce va disolviéndose después como una aspirina efervescente en un vaso de agua. Para empezar, las coartadas narrativas del guión resultan de una vulgaridad intolerable: la utilización a modo de espina dorsal de una entrevista evocada por medio de cortes y voces en off, la convencional y sensiblera utilización del personaje de Unax Ugalde, la ingenuidad de pretender ofrecer una mirada objetiva sobre el mito que no oculte sus aspectos más antipáticos (el nacionalismo demagógico, los fusilamientos en grupo) mientras no se pierde cuidado de dejar bien claro que dichos aspectos tenían en realidad “un sentido”. Todo ello resulta sencillamente de cuarta categoría. Por otra parte, está el pésimo empleo de la banda sonora de Alberto Iglesias, que boicotea la potencial emoción de algunas secuencias. En tercer lugar, la dirección de actores es inexplicablemente irregular.


Los intérpretes, hispanos de diversas nacionalidades, reproducen el soniquete cubano con fidelidad aceptable, lo que no evita que sus acentos originales (portorriqueño, español, mexicano, colombiano o brasileño, según el caso) se filtren a menudo a través de los poros abiertos por un despistado equipo de coaching. Sería mezquino no reconocer el muy buen trabajo de Benicio del Toro en el papel protagonista, encargado con éxito de lograr algo tan difícil como la representación del carisma. De su trabajo podía haberse temido un puro ejercicio manierista, y sin embargo no es así en absoluto: existe al verlo la impresión de estar ante un ser humano, y además se asume que el personaje real tuvo en efecto que poseer un acusado don de seducción que le procuró adhesiones inquebrantables. Para manierista ya tenemos al actor mexicano Demián Bichir, a cargo de un Fidel Castro digno del dúo cómico Cruz y Raya, una de las interpretaciones más insufribles de las que tengo recuerdo. Desde la primera vez que aparece en pantalla copiando (mal) los gestos enfáticos y la voz soporífera del actual líder cubano, uno siente ganas de estrangularlo. Otro caso que merece ser destacado es el de Catalina Sandino Moreno, cuya Aleida March es una especie de Natalie Wood con boina militar. Se trata de la guerrillera menos verosímil desde Nati Abascal en “Bananas”, pero no importa un pimiento: es un placer verla en cada fotograma que la contiene.


Hay sin embargo una fuerza que pasa por encima de defectos tan significativos, y que como un relámpago los ilumina tan cegadoramente que, por momentos, los vuelve invisibles. Se trata de ese nervio torrencial al que me refería más arriba, que es más notorio en las primeras secuencias de este Che, pero que resurge con tenacidad en otras posteriores, consiguiendo que el interés nunca termine de decaer y procurando momentos aislados de auténtico disfrute. Esa electricidad que uno reconoce en cuanto se genera, que ilumina de manera constante a todas las obras maestras que se han realizado, no proviene ni provendrá jamás de un guión perfecto, ni de una hermosa fotografía, ni de una música espectacular, ni siquiera de unas grandes interpretaciones, aunque de alguna manera contiene todas estas virtudes o las emplea como potenciadores. No hablo de otra cosa que de la puesta en escena.


La auténtica puesta en escena, inventiva, implacable y reveladora, no siempre está presente en “Che. El argentino”, pero cuando lo está evoca el regusto del gran cine.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

El caso Ocariz: la Crítica





El Palau Dalmases y una imagen del salón de baile con los maniquíes de la diseñadora




A inicios de esta semana, prometía una crítica sobre la exposición de Miriam Ocariz en Barcelona. No estaba previsto que el siguiente texto terminara en este blog, pero son cosas que ocurren. Allá va:







Coincidiendo con la pasarela de Moda 080, Barcelona ha dedicado una lujosa exposición a la diseñadora de moda Miriam Ocariz. Entre otras cosas, la ocasión ha servido para arrojar luz sobre algunos de los activos de la bilbaína que en la pasarela son eclipsados por otros méritos más obvios.


El caso Ocariz


Si se estudia detenidamente, el caso de Miriam Ocariz resulta bastante insólito: una diseñadora joven, íntegramente formada en Bilbao, ciudad alejada de los circuitos de la moda y de los centros de poder donde diseña y produce sus prendas que se venden no sólo en media Europa, sino también en lugares tan remotos e inaccesibles como Tokio o Nueva York. Empresaria con marca propia para la que siempre ha trabajado, exceptuando su etapa como responsable de la línea femenina de Armand Basi. Laboriosa artífice de una carrera que se ha construido a base de pasos breves pero decisivos, motivo por el que es hoy en día una de las presencias más respetadas de la Pasarela Cibeles. Todo ello apenas tres lustros después de haber exhibido sus primeros diseños e, incido en ello, manteniendo su asentamiento personal y profesional en la capital vizcaína. Pero la existencia de todo fenómeno, por insólito que parezca, posee unos motivos perfectamente lógicos que lo han originado y lo justifican. Cuestión aparte es que tales motivos sean o no evidentes. En el caso de Miriam Ocariz, una visita a Barcelona debería bastar para despejar cualquier duda que quede al respecto.


Por lo general, el perfil de los diseñadores a los que se dedica una exposición individual corresponde más bien al de un gran pope con varias décadas de notoriedad a sus espaldas, y el resultado acostumbra a tener algo de encorsetado y formulario. En esta línea todavía se mantiene en el Musée des Arts Décoratifs de París la retrospectiva dedicada al recientemente retirado Valentino Garavani, de indiscutible interés para los aficionados a la moda. En realidad lo que allí puede verse son varias vitrinas con grupos de maniquíes vestidos con diseños del modisto lombardo, organizados según convencionales reglas temáticas. El mensaje global que se transmite es que el estilo Valentino desafía a las modas, habiendo mantenido su vigencia sin apenas alterarse a lo largo de medio siglo. Para ese viaje no hacían falta semejantes alforjas.
La anormalidad del caso Ocariz, pues, prosigue con la organización de la muestra que nos ocupa. En primer lugar, no suele dedicarse una exposición a un creador de ropa que comenzó a vender sus prendas en los años 90. Tampoco deja de ser curioso que la iniciativa proceda de Barcelona, aunque es cierto que existen vínculos entre ciudad y creadora, gracias a su presencia en varias ediciones de la ya desaparecida pasarela Gaudí, así como al mencionado periodo Basi. Pero la mejor de todas las rarezas que concurren es el hecho de que la exposición constituya tal derroche de encanto y creatividad.


El Palau Dalmases, lugar que sirve de marco al evento, es un edificio señorial barroco construido a su vez a partir de otro medieval. Se trata de un inmueble rotundo, lleno de personalidad, cuyas especificidades han sido astutamente explotadas para la ocasión. Entre los aciertos más palmarios, un salón de baile cuyas paredes conservan sus antiguos frescos es ocupado por una treintena de maniquíes en diversas poses, mientras que en una diminuta capilla contigua se recrea una escena nupcial intimista y alucinada, intensamente bañada en luz fucsia. En total son siete las salas del edificio que se han empleado, y en ellas se realiza un completo recorrido que puede percibirse desde diferentes prismas, según la voluntad de cada cual. En primer plano, se representa con cierto espíritu didáctico el prodigio de la materialización de la creatividad, el tránsito de una idea surgida a partir de un magma algo confuso formado por las vivencias, el entorno y los deseos del autor hacia la pieza terminada, pasando por las diferentes fases técnico-creativas: diseño de figurines, estampados, selección y producción de tejidos, etc. Al mismo tiempo, se incide particularmente en la representación de un lenguaje propio, donde cada decisión de la meticulosa puesta en escena, cada mínimo objeto seleccionado para su exhibición, son representativos del complejo mundo de Miriam Ocariz. La atmósfera conseguida a partir del trabajo de iluminación y sonido (la música de Pascal Comelade resulta una banda sonora excelente, nada intrusiva) arrastra inevitablemente al espectador. Los curiosos no podrán pasar por alto la gran urna de cristal en la que un maniquí aparece semienterrado entre toda clase de objetos de diverso tamaño y naturaleza, guiño irónico al fetichismo de la diseñadora. Posteriormente, los prolijos estampados de las prendas se trasladan al papel pintado que recubre los muros de dos de las estancias, producido por la empresa Tres Tintas.

La originalidad y la belleza de los estampados son sin duda lo más conocido del trabajo de Ocariz, lo que no es extraño porque en ellos se ha apoyado desde sus inicios y ciertamente atraen la mirada de un modo natural. La exposición les reserva, por tanto, un generoso lugar. Sin embargo, al contemplar detenidamente las prendas, lo que se pone de manifiesto con mayor vehemencia es la ardua labor de patronaje sobre la que están construidas. De esta manera, se combina un vistoso aprovechamiento de las caídas de ciertos tejidos con una tendencia más o menos clara a remarcar las formas del cuerpo femenino con laboriosidad anatómica. Ocariz está lejos de ser una minimalista, y sin embargo no hay nada banal o superfluo en su ropa: cada lazo, cada jareta, pliegue, remate o botón dan la impresión de estar allí por algo, lo que habla de un rigor y un sentido de la coherencia extremos. El romanticismo que opera como denominador común de sus diseños posee, pues, un contradictorio sesgo racionalista, juego de opuestos en el que radica su auténtica fuerza. Las mujeres que Ocariz parece querer vestir no responden en absoluto a la tópica respuesta de diseñador que recae en la fascinante (e inexistente) semidiosa que, todo arrojo y decisión, toma un vuelo a primera hora de la mañana para asistir a un par de reuniones, deslumbra en un cóctel a media tarde y acuesta a sus hijos horas más tarde. La diseñadora bilbaína vestirá más bien a damas llenas de dudas y contradicciones, que sienten una necesidad irreprimible de expresarse (y se frustran porque no acaban de conseguirlo), y son capaces de albergar en poco tiempo todo el rango de emociones permitidas al ser humano. Por decirlo de algún modo, a ellas les ocurren más cosas, y mucho más excitantes, hacia dentro que desde afuera.


Todo esto se muestra con nitidez en esta exposición barcelonesa que se contempla con la misma entrega y el mismo embeleso algo aturdido con que se asiste a la ocurrencia de ciertos fenómenos naturales.

martes, 9 de septiembre de 2008

Dada y el malestar

Rrose Sélavy. La inteligencia fría y refinada de Duchamp y Man Ray



Entre las actividades a las que me entregué en mis mini vacaciones catalanas, no faltó la habitual de ir a ver exposiciones. Una de ellas, la dedicada por el MNAC a los dadaístas Duchamp, Man Ray y Picabia. La crítica que realicé sobre ella se publicó hace ya varias semanas en Mugalari, así que no tiene sentido extenderme ahora sobre ella. Diré para valorarla que es maravillosa, y eso será suficiente (además de cierto).

Ya incidí en su momento sobre el hecho de que la voluntad de los dadaístas era llegar a la fascinación del espectador irritándolo antes que seduciéndolo. No puedo decir exactamente que me sintiera irritado a la salida, pero sí algo inquieto, y creo que mi malestar procedía de la naturaleza glacial del genio de los artistas. Picabia aún resulta más humano, pero la inteligencia fría y refinada de Duchamp y Man Ray la encuentro casi psicopática. Sus frecuentes juegos de palabras, casi siempre con connotaciones sexuales, son al mismo tiempo primarios y rebuscados, como la broma de un adolescente conflictivo. Todo lo que se muestra en la exposición destila una genialidad intensísima; también una evidente egolatría.

Como contrapunto, la exposición de Olafur Eliasson en la Fundación Miró, con sus colores saturados y sus aparentes efectos de luz vespertina, era todo un bálsamo. Otra cosa es la relevancia del talento exhibido, sobre la que se podría discutir a voluntad.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Barcelona, Palau Dalmases, etc

Dibujo de Miriam Ocariz
Bueno, pues ya he vuelto de mi viaje a Barcelona. Reincorporado en Madrid a la vida cotidiana, estoy contento y exhausto. Tal y como esperaba, lo he pasado de miedo gracias a la ciudad catalana, a las personas amables que en ella viven y trabajan, a su maravillosa comida, a su arquitectura, a sus museos y a la piscina del hotel en el que me alojaba. Pero también, y sobre todo, a las personas con las que he coincidido allí, barceloneses y bilbaínos, previamente conocidos o encontrados por primera vez.

Sólo por la primera tarde, el viaje ya habría merecido la pena. La exposición que inauguraba Miriam Ocariz en el Palau Dalmases (en pleno barrio gótico, junto al Museu Tèxtil), “De la idea a la pasarel.la” era un lujo, un gran objeto bello y generoso que uno contempla con emoción y algo de sobrecogimiento, como se admira algunos fenómenos naturales. En fin, antes de pasarme de cursi prefiero, ya con cierta distancia, explayarme sobre la cuestión en una crítica que si todo va bien se publicará en breve. Por ahora, una recomendación (ID A VERLA. SIN FALTA) y unas pocas fotos.


















lunes, 1 de septiembre de 2008

Barcelona

"Al pont aeri, si us plau!"


Esta misma tarde me voy a Barcelona, y como es lógico estoy encantado. Primero, porque nada más llegar me espera un evento de lo más apetecible donde me encontraré con mucha gente a la que estimo. Segundo, porque visitar Barcelona es siempre, siempre, un placer y un regalo.

Estuve trabajando en la capital catalana durante casi dos años, entre 2003 y 2005, los más felices de mi larga época como consultor financiero (de la que posiblemente hablaré en detalle otro día). Me gustaba la ciudad, la gente, la comida y hasta el idioma, del que aprendí un small talk que me permitía pedir el desayuno, hacer una reserva en un restaurante o solicitar por teléfono a una secretaria que dejara a su jefe una nota para que me llamara en cuanto terminase su reunión. Recuerdo Barcelona siempre luminosa, incluso en invierno. Y tan húmeda que al salir del avión tenía la impresión de adentrarme en un túnel de lavado.

No he vuelto desde aquellos tiempos, salvo por un brevísimo viaje que realicé hace unos meses, pero eso no cuenta porque ni siquiera hice noche. No veo el momento de coger el puente aéreo, actividad que constituye en sí misma una notable experiencia: no hay que dejar de apuntarse al clásico juego consistente en tratar de adivinar la ciudad de procedencia de cada uno de los pasajeros. ¿Barcelona o Madrid? En mis tiempos, gafas de pasta y camisa oscura con traje equivalían inequívocamente a Barcelona, mientras que una corbata rosa sobre una camisa azul pálido sólo podían asociarse con Madrid, por ejemplo. Tengo que comprobar sin falta si estas y otras sencillas reglas siguen siendo válidas en 2008.

Me voy a Barcelona. Adeu-siau!

Todo lo que Kristin Scott Thomas no hace


Hace mucho que te quiero”, de Philippe Claudel, es una mala película. Contiene algunos momentos de una extrema cursilería y otros sencillamente grotescos. El director subraya lo evidente recurriendo a fastidiosos efectos musicales, mientras emplea la cámara digital de un modo atropellado y confuso. Una lástima.

Sin embargo, un motivo bastó para que no lamentara haber pagado 7 euros por la entrada. Se trata de su protagonista, Kristin Scott Thomas, o más exactamente de la interpretación que aquí realiza. Su trabajo es una absoluta rareza, una feliz anormalidad. Desempeña el goloso papel de una ex convicta que asesinó a su propio hijo sin realizar una sola mueca ni sacarse de la manga tic alguno. Para aparecer algo ajada en los abundantes primeros planos (hay que convenir que la elegante belleza de la actriz podía comprometer la verosimilitud del papel) le basta con prescindir del maquillaje. Su registro de voz, ahora neutro, ahora severo, ahora agitado, no recorre trescientos tonos dentro de una misma línea de diálogo. Cuando el guión la obliga a la histeria, no gira los ojos fuera de sus órbitas ni agita la cabeza como la niña del Exorcista. Gracias a todo lo que K.S.T. no hace en la película, pasé encandilado las dos horas que ésta dura.

Hace mucho que admiro a Kristin Scott Thomas. Desde ahora, la considero mi favorita de entre todas las actrices de su generación.

Buñuel y sushi

Acudir a la Filmoteca Española es un placer cuya intensidad aumenta en verano, estación algo dada a la exhibición de la fealdad que se guarda durante el resto del año. En el cine Doré, su maravillosa sala, se genera un ambiente de gravedad y expectación muy similar al del rito religioso, lo que para un agnóstico no deja de ser un chollo: obtener la emoción litúrgica sin tener que tragarse una homilía. En lugar de homilías, lo que la Filmoteca nos ofrece son películas. Si hubiera sesiones los domingos por la mañana, las beatas se lo pensarían dos veces antes de encaminarse hacia la parroquia de su barrio.

El pasado viernes por la noche había quedado con mi amigo Miguel y su novia Ana para ver “El ángel exterminador” en la Filmoteca, pero la combinación Doré más Buñuel debió de resultar igual de tentadora para un montón de gente, así que las entradas se habían agotado a media tarde. Como Miguel es un hombre de recursos, me propuso una alternativa que tampoco estaba mal: alquiló la película en el vídeo-club de enfrente de su casa y compró comida japonesa. Así que los tres nos inflamos de sushi mientras nos dejábamos hipnotizar por las imágenes buñuelianas.

“El ángel exterminador” sigue siendo una obra maestra absoluta, de una radicalidad y una belleza extremas. Contiene algunas de las mejores secuencias filmadas por el director aragonés. Curiosamente, también la peor: por obvia, algo que Buñuel nunca se permitió en el resto de su carrera. Se trata un diálogo en el que una de las señoras atrapadas en el lujoso comedor de la mansión explica que, habiendo sido testigo del descarrilamiento de un tren y de la consiguiente carnicería humana, no se sintió conmovida por la experiencia, mientras que la muerte de un príncipe amigo suyo la llenó de desolación. Otra mujer aprovecha entonces para hablar de la insensibilidad de la plebe ante su propio dolor físico, comparándola con un toro impertérrito mientras se desangra en el ruedo. Por fortuna, poco después aparece una perla de genialidad que borra el mal sabor de boca: en pleno delirio febril, una tercera dama expresa su deseo de peregrinar a Lourdes en cuanto termine su cautiverio. “¡Prométame que me comprará una virgen lavable de caucho!”, exige al atónito interlocutor.

Por lo demás, la mencionada cualidad hipnótica de la película no da tregua al espectador. Ello se debe al talento de Buñuel como creador de imágenes llenas de misterio e intensidad y a la sabiduría de su puesta en escena, pero también a su habilidad narrativa. Cualquier otro autor habría agotado a los veinte minutos la anécdota sobre la que está construido el guión de la película, y sin embargo Buñuel consigue sacarle partido durante hora y media gracias a la perfecta progresión dramática y a una astuta dosificación de las sorpresas y momentos clave. No se me ocurre ningún otro cineasta capaz de llevar a buen puerto la combinación entre un punto de partida más bien absurdo y un tratamiento hiperrealista de su desarrollo.

Al terminar la película me vi contagiado del viscoso deterioro que sufrían sus protagonistas y, como es lógico, sentí unas ganas incontrolables de abandonar la casa de mi amigo.

No hubo sobremesa.