jueves, 30 de septiembre de 2010

Salinger y Holden Caulfield


Lo creo firmemente: si un adulto joven (y sensible) es capaz de leer “El guardián entre el centeno”, de J.D. Salinger, sin sentir nostalgia o desazón, puede considerarse afortunado. Eso significa que ha dejado atrás definitivamente una etapa de su vida, y que su existencia progresa con perspectivas de un razonable equilibrio. Como es bien sabido, esta novela ha obsesionado desde su publicación a millones de personas en todo el mundo, en especial a un amplio sector cuya edad oscilaría entre los dieciséis (la misma de Holden Caulfield, el protagonista y narrador) y los treinta años. Algo contienen sus páginas que ha conectado con cierto sentido de angst vital adolescente, incluída su versión extemporánea y patológicamente prolongada. En la época de los Peter Panes, de los eternos adolescentes, el libro de Salinger ha de ser forzosamente considerado como poco menos que una biblia.

Para mí no lo es ni lo ha sido nunca, ni mucho menos. Pero no descarto que eso se deba a que no la he leído en el “momento oportuno”.

El librito cayó por primera vez en mis manos cuando yo debía tener unos once años. A mi hermana mayor –que cursaba segundo de BUP, o así- se lo habían incluído entre las lecturas obligatorias del curso y, como solía, yo me apropié de él. Leí la traducción al español con bastante interés, sorprendido sobre todo por su lenguaje: Salinger reproducía la forma de hablar de un jovencito americano de los años 40, llena de argot, de redundancias y divagaciones. Como el argot envejece muy rápidamente, y su traducción es particularmente complicada, el resultado me resultaba muy artificioso, pero precisamente por eso me atraía. Por lo demás, se me escapaban completamente las motivaciones del personaje, por qué era inacapaz de hacer cosas en teoría tan sencillas como centrarse en sus estudios, detener su errático trayecto por un Nueva York invernal y dejar de mentir a todo el mundo. Intuía que el chico estaba internamente torturado y que ansiaba algo que ni siquiera a sí mismo podía explicarse, pero se me escapaba en qué consistía ese algo (si no lo sabía ni él, ¿cómo iba a yo a tener la más remota idea?). Por aquel entonces, la psicología de cualquier personaje fantástico salido de la imaginación de Tolkien me resultaba sencillísima de comprender, pero la del tal Caulfield era, a mis ojos, el misterio más impenetrable del mundo. Como consecuencia de ello, la novela no me marcó en absoluto, e incluso me decepcionó su anticlimático final.

No volví a leer la obra de Salinger hasta hace unos meses, esta vez en inglés. Y qué queréis que os diga, tampoco esta vez le encontré la gracia. De acuerdo, ahora puedo entender qué es lo que le pasa al pobre muchacho, qué es lo que le falta y lo que anhela, y de dónde procede su sufrimiento. Valoro también la valentía del ejercicio de plantear la narración como una especie de monólogo interior, siempre coherente con el carácter disperso y confuso del protagonista. Además, en su idioma original las expresiones de argot no suenan tan artificiosas, e incluso hay muchas de ellas que siguen tienendo vigencia en el lenguaje coloquial. Pero, sobrepasado todo residuo de la edad del pavo, este guardián no me conmueve demasiado, ni desencadena en mí los mecanismos de la identificación. De verdad consiero que se trata de una novelita bastante sobrevalorada, y que la mayor parte de su éxito procede de quienes la leyeron en una época particularmente sensible a sus encantos, que –salvo patologías varias- está abocada a disiparse como consecuencia del mero paso del tiempo. En fin, quizá me gane algunos enemigos por decir esto, pero el bueno de Holden me deja bastante frío. Y, francamente, no me parece mala señal.

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