lunes, 27 de septiembre de 2010

Carancho


Pablo Trapero es una de los directores más interesantes del nuevo cine argentino. También es quizá el que más éxito de público ha tenido. Dado mi feroz prejuicio ante las películas argentinas (no puedo con su habitual blablablá, frente al que he desarrollado una alergia salvaje, sobre todo si quien firma es el terrorífico Adolfo Aristarain), no me había molestado en acercarme a su obra, hasta que, hace unas semanas, asistí en la Filmoteca a un pase de “Leonera”. La película –centrada en las visicitudes de una joven embarazada que se llevada a la cárcel por su participación en un turbio crimen- me pareció más que interesante, a su manera algo burda y autoafirmativa. También me pareció que al director se le iba un poco la mano con los efectos y que por momentos había cierta grandiolocuencia de tono, pero no se le podía negar un excelente pulso narrativo y una muy buena dirección de actores. Lo mejor de todo era su protagonista, una chica no muy conocida pero llena de verdad llamada Martina Gusman, que no sólo era además la productora ejecutiva de la cinta, sino también la esposa del director.

Martina Gusman vuelve a protagonizar “Carancho”, del mismo Trapero, que acaba de estrenarse en nuestro país. Y ella, me parece a mí, vuelve a ser lo mejor de la película, por mucho que a su lado aparezca Ricardo Darín, que es un buen actor pero que siempre muestra una irritante tendencia a hacer ver lo intensamente que vive sus personajes. Por otra parte, a la película le perjudica un guión medianamente desarrollado y con un exceso de trampas argumentales, que deja a la vista los hilos del relato –coincidencias e inversión del principio de deus ex machina incluidos- con torpeza imperdonable. Por otra parte, la película está rodada en vídeo, en un estilo que por desgracia recuerda a las series televisivas de qualité en su abundancia de sobreexposiciones lumínicas y en la abusiva movilidad de la cámara. Esta decisión no beneficia en absoluto al trabajo de puesta en escena, que se abarata sin mucho remedio. Pese a todo esto, el buen trazo con el que están construidos los personajes, así como la renuncia al maniqueísmo y al énfasis excesivo, alejan a Trapero del cenagoso territorio de un Gonzáñez Iñárritu, fantasma que es invocado con timidez en los peores momentos de la cinta. El espectador llega a la mitad del recorrido de “Carancho” algo empachado de tanta pretendida intensidad, sin que un par de giros de guión posteriores puedan remediarlo, pero al menos puede reconocerse el intento de contar la historia con honestidad y empleando herramientas narativas que, si bien pueden resultar algo pedestres, no huelen a ilegítmas ni por asomo. En resumen, que se trata de una agradable película fallida, lo que hoy por hoy sitúa a “Carancho” muy por encima de casi todas sus compañeras de cartel.

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