domingo, 4 de abril de 2010
En Oporto
Entre otras cosas, lo que uno intenta hacer en sus vacaciones es desconectar de la operativa habitual, hasta el punto que no es raro que valoremos la bondad de los días de asueto en función del grado de “desconexión” que se ha logrado.
En mi caso (como en el de mucha gente), la desconexión de la rutina implica también la desconexión de la red, con este blog a la cabeza. Por eso hace una semana larga que no lo actualizo.
Pues bien: vuelvo a la rutina, que ya va siendo hora. Y lo hago precisamente para dar un par de pinceladas sobre mis vacaciones, por si a alguien le interesara el tema (nunca se sabe lo que puede interesar a las personas).
El caso es que la mayor parte de la Semana Santa la pasé en la ciudad portuguesa de Oporto. La idea era básicamente huir de las procesiones –folklore y religión de la mano y elevadas a la enésima potencia: ¿cabe imaginar mayor pesadilla?- sin trasladarme demasiado lejos, y puedo decir que lo conseguí. Pero además la visita me sirvió para realizar algunos descubrimientos, lo que siempre es de agradecer.
El primer descubrimiento fue la ciudad en sí. Oporto es un tipo de ciudad cada vez más inusual, al menos en Europa: la Vieja Capital Aún No Remozada. Sus calles estrechas, sus empedrados, sus vetustos comercios –maravillosas tiendas de ultramarinos-, sus cafés decididamente cutres, sus abigarrados barrios populares, crean un ambiente cercano a la alucinación. Mención aparte para un nuevo testimonio de la obsesión de los portugueses con los azulejos, que decoran algunas de las fachadas civiles y religiosas más impresionantes. Las enormes gaviotas sobrevolando las plazas del centro también contribuyen a la irrealidad ambiental. Y la visión del Duero desde sus puentes no tiene precio. Conclusión: hay que conocer Oporto a toda costa. Daos prisa, antes de que cambie.
Dos visitas imprescindibles en las afueras de la ciudad. La primera, el salón de té y restaurante Boa Nova, diseñado en 1958 por el arquitecto Alvaro Siza y ubicado en la localidad costera de Leça das Palmeiras. Según nos aseguró el maître, todo el mobiliario que decora el comedor principal es original. El lugar no sólo es precioso, sino que en él se come francamente bien (sabroso arroz de marisco).
La otra visite resultó aún mejor. El Museo Serralves es el centro de arte más visitado del país luso, aunque las exposiciones que nos encontramos tampoco llamaban al entusiasmo. Ahora bien, el edificio está rodeado por un fantástico y descomunal jardín, un entorno natural de belleza embriagadora y algo artificiosa, que esconde una auténtica joya. Se trata de una villa originalmente construda por el conde Carlos Alberto de Prado, una mansión art déco que también puede visitarse y resultó ser una de las casas más increíbles en las que he estado nunca. Por una vez, me faltan las palabras para describirla. Se presenta al público sin un solo mueble, y ni falta que le hace para generar la certeza de que uno podría ser feliz sólo por vivir en ella. Indescriptible la sensación de armonía, confort y equilibrio que producen sus luminosas estancias.
No puedo imaginar mayor lujo en la habitabilidad de un espacio.
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