sábado, 27 de marzo de 2010

Tim Burton en el MOMA


Crítica publicada el mes pasado:

El MoMA de Nueva York ofrece estos días una exposición dedicada al cineasta norteamericano Tim Burton, que reúne el privilegiado doble estatus de niño mimado de las taquillas y artista ampliamente reconocido. Revisión de un mundo personal, y de un autor que en los mejores casos ha sido capaz de crear una extraña poesía.

El mundo de Burton en Nueva York

En los últimos meses, hemos sido testigos de al menos dos buenas exposiciones dedicadas a cineastas: una, la de la donostiarra Tabakalera sobre “Un perro andaluz” de Luis Buñuel, ya revisada en estas mismas páginas; otra, “Fellini, la Grande Parade” recién terminada en el Jeu de Paume, y que pronto podrá verse en el CaixaForum de Barcelona. Buñuel y Fellini son dos de los más grandes directores de cine de su época (y de todas las épocas), creadores de un universo personal e intransferible, poseedores de una creatividad desbordante, autores de extensas filmografías, y sobre cuyo trabajo existe abundante material de todo tipo. Resultaban, por tanto, inmejorables candidatos para el formato expositivo, y dignísimos inquilinos para un centro de arte.

El MOMA ha retomado el testigo eligiendo a un director que, en parte, reúne la batería de características antes expuestas: en efecto, Tim Burton es un autor bastante reconocido, posee una imaginería y un mundo personal muy fácilmente reconocibles, y su creatividad parece fuera de toda discusión. Por otro lado –lo que forzosamente ha debido de resultar aún más interesante a ojos de los responsables del centro neoyorquino-, el idilio entre Burton y el público está firmemente asentado desde hace dos décadas, y en los tiempos que corren conviene a toda costa atraer visitantes. Desde luego, puede decirse que en este sentido la operación se ha saldado con un éxito rotundo: la hiperpoblación en las salas que acogen la exposición sobre el cineasta es constante, hasta el punto de dificultarse seriamente la contemplación y el disfrute de las piezas expuestas. Lo que, según desde el prisma desde el que se observe, puede considerarse una buena noticia.

Vayamos por partes. Sería absurdo negar que la idea de dedicar una exposición retrospectiva a Tim Burton (Burbank, California, 1958) carece de astucia. Desde luego que existen muchos directores en el mundo con más méritos artísticos que Burton (y unos cuantos sólo en los Estados Unidos), pero pocos han sido capaces de elaborar un universo visual propio tan ampliamente identificable, y sobre todo tan apto para el formato expositivo, que es lo que al fin y al cabo de lo que trata el asunto. Por otra parte, sorprende la ingente cantidad de material que Burton y sus colaboradores (directores artísticos y diseñadores de vestuario, básicamente) han generado para construir los elaborados looks visuales de sus películas. Así, el mundo burtoniano, sus ambientes de un gótico naïf, sus personajes que rozan la monstruosidad, sus poéticas historias de inadaptación, se apropian del museo neoyorquino a través de más de setecientos dibujos, pinturas, fotografías, películas, marionetas, maquetas, trajes y elementos escenográficos. Algunas de las influencias más evidentes en la obra de Burton (el expresionismo alemán, el trabajo de Todd Browning y el cine de monstruos de la Universal) se resaltan como era de esperar, aunque otros (ni rastro de Jean Vigo o Jean Cocteau) aparentemente son pasados por alto. Entre lo más interesante (los estupendos dibujos y bocetos elaborados al inicio de la carrera del director) y lo más espectacular (un cochecito para bebé pingüino, trajes y muñecos para “Mars Attacks!”), la muestra resulta sumamente agradable de contemplar, incluso aunque no perdure en la mente del espectador una vez que éste ha abandonado el museo neoyorquino.

Resulta difícil, contemplando la exposición, hacerse una idea de la evolución que ha experimentado la carrera del cineasta californiano, por lo que quizá no esté de más un breve repaso de la misma. Después de deslumbrar con la oscura poesía de las bellísimas “Vincent” (1982) y “Frankenweenie” (1984), Burton se puso al servicio del extravagante cómico Pee-Wee Herman con “Pee-wee’s Big Adventure” (1985), tras lo cual engendró la alocada y entrañable historia de zombis de “Beetlejuice” (1988). Inmediatamente después vendría el gran triunfo con los blockbusters “Batman” (1989) y “Batman returns” (1992), que le concedió de manera definitiva el envidiable sello de autor capaz de atraer al gran público. Mientras tanto, conseguía ejecutar sus dos mejores trabajos, las maravillosas Edward Scissorhands (1990) y Ed Wood (1994), donde aparecían con mayor transparencia y poder emotivo algunos de sus temas más característicos: el drama y la grandeza de ser diferente, el impulso creativo como don y motor vital. Su carrera posterior ha alternado los proyectos más personales, pero ya no tan logrados (Big Fish, 2003) con mediocres productos comerciales (su absurdo remake de El planeta de los simios de 2001), mientras obtenía resultados mucho mejores al aplicar su talento visionario a la técnica de la animación (Nightmare Before Christimas, Corpse Bride). Su plana versión de “Charlie y la Fábrica de Chocolate” no aportaba nada a la extraordinaria novela original de Roald Dahl, ni a las ilustraciones que para la misma realizó Joseph Schindelman. Mientras, en todo el mundo se calientan motores para el último proyecto de Burton, de estreno inminente. Se trata de una adaptación de la Alicia de Lewis Carroll con un espectacular reparto que incluyen a los habituales Johnny Depp y Helena Bonham-Carter junto a Anne Hathaway y la joven Mia Wasikowska. Resulta curioso comprobar a tenor del abundante material gráfico promocional en circulación cómo, una vez más, el resultado parece deber mucho a sus precedentes, en especial a la conocida versión de Walt Disney sobre este clásico. Por otro lado, no parece descabellado pensar que la apuesta del MOMA forme parte de la ingente maquinaria promocional de una cinta carísima, que ha de arrastrar masas a los cines si pretende recuperar la inversión realizada.

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