martes, 24 de agosto de 2010

Revelación


En una entrevista concedida a Cahiers du Cinéma hace más de una década, el director de cine chileno Raúl Ruiz afirmaba que nadie ha leído realmente “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust. El mismo acababa de dirigir una adaptación del último volumen de los siete de que consta la obra, “Le temps retrouvé”, presentada en el festival de Cannes sin pena ni gloria (lo que, por cierto, fue bastante injusto porque la película no estaba mal). Quizá a Ruiz no le falte razón: de toda la gente que conozco que asegura haber leído la obra maestra de Marcel Proust, me jugaría el cuello a que al menos las tres cuartas partes mienten. Hace poco, alguien me dijo que “qué bonito era”. De todos los adjetivos que existen, no creo que “bonito” sea uno de los que aplicaría al novelón proustiano alguien que de verdad lo haya leído. Según los gustos de cada cual, me creo “magistral”, “abrumador”, “brillante”, “insufrible”, “prolijo”, “irritante” o “prodigioso”. Hasta “ridículo”, me creo. Pero, ¿¿¿¿“bonito”???? “Bonita” puede ser la poesía de Neruda, una opereta de Offenbach o una película de James Ivory. Proust, de ninguna manera.

Cuando leí (devoré) por primera vez los siete tomos, empezando curiosamente por el quinto, era verano y yo tenía veintidós años. Quizá no estemos ante la lectura más apropiada para las tardes de playa, pero así fue. Y desde que abrí la primera página no pude parar hasta que, tres meses más tarde, hube completado el círculo con la última página del cuarto volumen. Aquello fue una revelación. Aunque esto resulte un tópico que se emplea muchas más veces de lo que aconseja la prudencia, os aseguro que me pregunté cómo había vivido toda mi vida hasta entonces sin haber leído a Proust. Me parecía absurdo, inconcebible. Se acaban de abrir ante mí las puertas de un mundo único, extraordinario, que habían permanecido cerradas debido sólo a mi negligencia. El choque fue tan fuerte que desde entonces no me atreví a reabrir estas puertas, por miedo a sentirme decepcionado en una segunda aproximación. Alguna vez había escuchado que se trata de un efecto bastante habitual.

Hasta este verano, en que he retomado “Por el camino de Swann” (volumen 1) y “El mundo de Guermantes” (volumen 3). Los peores augurios no se han cumplido. He vuelto a enamorarme de la prosa de Marcel Proust, y, lo que es aún más importante, he vuelto a quedarme noqueado ante su naturaleza de ovni, su esencia rarísima y fuera de toda norma.

Este blog no es desde luego el contexto adecuado para analizar el talento de Proust, ni las implicaciones de su obra. Ni yo soy, desde luego, la persona más apropiada para hacerlo. Así que ni lo intentaré. Pero, como todo enamorado, no puedo evitar propagar en todos los medios a mi alcance las declaraciones de este amor, que me parece tan absoluto y gozoso como el que en mi vida haya podido dirigir a un ser humano. EBDTP no es una novela, no es ni siquiera un libro (o una sucesión de ellos): es todo un universo, y desde luego un género en sí misma. Enumerar todas las maravillas que contiene sería imposible. Una de las que suele causarme más asombro es cómo mezcla sin despeinarse, y con la mayor naturalidad del mundo, lo que nosotros por lo general consideramos planos de relevancia completamente distintos y casi incompatibles. La reflexión más profunda sobre la memoria y el paso del tiempo puede aparecer entrelazada con el puro cotilleo de una recepción en casa de una princesa, y el análisis sobre el amor y los celos, o cualquier otro aspecto de la naturaleza humana, con una sorprendente interpretación metalingüística acerca del arte. Asimismo, Proust puede estar describiendo con marcado dramatismo el para él terrible momento de la muerte de su abuela (hasta el punto de que el lector puede pensar: “sí, sí, una maravilla de escritura, pero, a ver, ¿dónde está la tragedia en el hecho de que vaya a morir una anciana que lleva años enferma?”), cuando de pronto la visita a su casa del duque de Guermantes permite que nos adentremos en una frivolona crónica sobre las extrañas costumbres sociales de este personaje.

Proust es al mismo tiempo un inteligentísimo pensador y un snob incorregible. Y esto se nota en su obra, donde todo –lo más frívolo y lo más profundo- se presenta con la misma importancia. Pero, si nos paramos a pensar, eso es exactamente lo que ocurre en nuestra mente, prejuicios culturales aparte: el intelectual más exquisito puede ser al mismo tiempo un devorador de programas e informaciones del corazón, y mientras está leyendo el “Hola!”, el contenido de esta revista será para él tan importante, y le hará disfrutar tanto, como cuando devora a Derrida o Schopenhauer. Igualmente, somos capaces de estar atravesando momentos de duro dramatismo sin poder evitar ponernos nerviosos porque tenemos al lado a una persona, no sé, mal vestida, o que tiene una llamativa mota de polvo sobre el hombro.

Posiblemente a este enfoque tan original y certero sobre el mundo le deba Proust la extraña sensación que genera en los lectores “pro” (los “contra” simplemente lo consideran un coñazo), la sensación de que “la vida” aparece inexplicablemente contenida en sus páginas. Es exactamente así, aunque resulta difícil relatar el modo en que esto ocurre. A quienes aún no hayáis accedido a este mundo, os recomiendo vivamente que al menos lo intentéis. Concretando más aún, os sugeriría que comenzarais por el segundo capítulo del primer volumen, llamado “Un amor de Swann” (que fue, por cierto, mediocremente adaptada al cine por Volker Schlöndorf en los años 80), que por diversos motivos resulta lo más accesible del conjunto. En el peor de los casos, encontraréis aburridísimo lo que tenéis entre manos, y lo dejaréis para seguir con el siguiente libro de vuestra lista. Pero, en el mejor, se habrán abierto ante vosotros las mismas puertas que, hace más de una década, cambiaron mi vida para siempre.

Os animo a que hagáis la prueba de asomaros a ellas.

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