miércoles, 16 de septiembre de 2009
Toma catarsis
El domingo pasado yo no tenía un buen día. Nada iba particularmente mal, pero por motivos complicados que no viene al caso explicar (porque aburriría, y porque de muchos de ellos seguro que no soy del todo consciente) me sentía inquieto y algo triste. La comida y sobremesa en casa de un amigo (¡gracias, José Luis!) aliviaron un poco la situación, pero el impulso definitivo que logró enderezarla fue mi regreso a la reclusión doméstica con un DVD prestado. Se trataba de “Gritos y susurros”, de Ingmar Bergman, película ya vista en mi adolescencia, y que tenía ganas de revisar.
Algunos de los que ya conozcáis la película quizá consideréis que “Gritos y susurros” no es ni de broma la película que escogeríais en un día depresivo. Una mujer que agoniza de una enfermedad insoportablemente dolorosa, dos mezquinas hermanas que se detestan a sí mismas, mutuamente y a la moribunda, una mutilación vaginal con un pedazo de cristal roto, etcétera. Pues bien, después de haberla visto me quedé como nuevo. Lleno de energía y en un estado de placidez casi eufórica. ¿Cómo no va a sentirse uno así después de haber visto una obra maestra de tal calibre?
Ya me he referido en alguna ocasión anterior a mi fascinación por el cine de Ingmar Bergman. Su capacidad sobrehumana de materializar lo inexplicable, su admirable sabiduría visual, la impresionante empatía que logra con el espectador, me parece que están más allá del elogio. Sólo un artista de primerísima categoría, un genio de los que nacen en el mundo un puñado de ejemplares cada siglo es capaz de exponer como lo hace Bergman un fragmento de su esencia consiguiendo que quien lo contempla tenga la sensación de que su propia vida está allí contenida, como capturada y reflejada por un mentalista, y además amplificada. Viendo “Gritos y susurros” tuve por momento la impresión de que se estaba contando algo tan cercano a mí mismo, a alguna de mis experiencias vitales, y también a mis sueños y mis temores, que juro que experimenté lo más cercano a una catarsis que recuerdo haber sufrido en mi vida. Hipnotizado por el tictac de un reloj, por la alucinante composición visual a la que contribuyen las impresionantes luces de Sven Nykvist, por el más portentoso festival del rostro humano que jamás nadie haya sido capaz de concebir, viví aquello con una intensidad de experiencia mística. Su mensaje sobre la dificultad de sentir y demostrar amor y la frustración que esto produce me llegó directo y certero como una flecha. Y todo esto a través de la pantalla mezquinamente pequeña del televisor de mi cuarto de estar, con el sol que se filtraba a través de las persianas y demás inconveniencias caseras.
“Gritos y susurros” no es una película: es un alud, un fenómeno torrencial e inabarcable. Para mí, tiene todas las características de la obra de arte perfecta: no hay en ella nada que interpretar ni que comprender, lo que no evita que sea de una transparencia absoluta, y proporciona una experiencia estética de intensidad inigualable. De manera más específica, hay una secuencia en la película, cuando la criada y las hermanas son llamadas sucesivamente por la muerta que precisa su consuelo, ese momento entre la vida y la muerte, entre el sueño y la vigilia, que yo estaba percibiendo como un auténtico milagro. Creo en Ingmar Bergman, y estoy seguro de que mi fe es mucho mejor que la de Fernando Trueba por Billy Wilder.
NOTA: François Truffaut, que por otro lado admiraba la obra de Bergman, escribió de “Gritos y susurros” un comentario sutilmente irónico, afirmando que la razón del sorprendente éxito que esta película tuvo en su estreno radicaba en las paredes rojas que componen el decorado, detalle escenográfico que habría bastado para persuadir al público de que se encontraba ante una obra maestra absoluta. Encuentro ingenioso el apunte, pero también inexacto. Es cierto que la opción de Bergman de emplazar toda la acción en una casa de omnipresentes paredes rojas influye inevitablemente en el espectador, condicionando su percepción sobre lo que está viendo, como lo hace el resto de elementos de la puesta en escena. El conjunto de todos ellos es lo que convierte en genial esta película, y lo que el otro día consiguió pulverizar mi desagradable astenia dominical.
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