lunes, 8 de marzo de 2010

La sonrisa de Deneuve


Hay algunos actores, sólo un puñado de ellos, a los que siempre me apetece ver, independientemente de la calidad de las películas en que participen. Es más: encuentro que su mera presencia basta para que el mayor bodrio del mundo merezca la pena ser contemplado. Ya digo que son pocos los que entran en esta categoría: Michael Caine, Jeanne Moreau, Cary Grant, Audrey Hepburn o Carmen Maura, y algún otro. Aunque todos ellos son buenos actores, no basta con serlo para aparecer en la lista: tengo que disfrutar por el mero hecho de verlos moverse, hablar, circular por el plano y ocuparlo a su particular manera. Alguien que sin duda alguna tendría un lugar prominente en la selección es Catherine Deneuve.

Hay muchos malentendidos respecto a la Deneuve. El más extendido de todos es doble, e incide en que se trata de una mujer bella pero una actriz fría. Contra la opinión generalizada, yo sostengo que ninguna de estas dos cosas es cierta, o al menos ninguna lo es en cierto sentido. Para empezar, si uno se fija con atención, Catherine Deneuve no es realmente bella, al menos no en el sentido exquisito, patricio y algo estatuario que se le atribuye (vamos, no como una Greta Garbo o una Grace Kelly). No lo es aunque lo parezca, y hay que decir que en ciertos momentos (los años 70 y 80) ha llegado a parecerlo tanto que la apariencia adquirió una admirable sintomatología de realidad. Pero insisto: fijaos bien en sus rasgos, sobre todo en las primeras películas de la diva. En sus ojos planos, en su barbilla un poco hundida, en su boca de ardilla y sus pómulos que no corresponden a una estructura ósea, sino al hábil trazo del maquillador. Pero, sobre todo, me rebelo contra la idea según la cual C.D. es una actriz fría. Quien repite este cansino mantra sin duda no la ha escuchado en versión original, no ha podido admirar su voz de una enorme riqueza de inflexiones y tonos, siempre justa, siempre humana, perfecta en la desesperación, el dolor, la compasión, la fantasía y (sí, ahí también) la altivez. Catherine Deneuve puede ser (ha sido) una profesora alcohólica o una reina, una vampira o un ama de casa, una mujer de negocios o una campesina, una puta o una burguesa, una huérfana inocente o una amargada mujer de mundo – de hecho, a menudo se le ha requerido ser varias de estas cosas en una misma película-, y jamás la he visto por debajo de la excelencia, ni racaneando la emoción o la veracidad. Tampoco sobreactuando. Aunque haya tenido que pasar por encima de las debilidades de guionistas y directores, de su propio estereotipo, y (el peor enemigo de todos) de los efectos de la cirugía estética en su rostro. Por todo eso la adoro, y siempre deseo volver a verla, sea donde sea.

Pero hay algo más. ¿No os habéis fijado en un maravilloso tic que tiene, una leve sonrisa de labios cerrados, llena de misterio y vagamente maliciosa? Uno no tiene muy claro qué pasa por su mente cuando sonríe así, pero a mí hace pensar en la actitud de alguien que se encuentra, sin haber probado ni una gota de alcohol, en mitad de una fiesta en la que el resto de los invitados ya se han puesto hasta arriba, y empiezan a desvariar sin complejos. En esa fiesta, Deneuve, perfectamente sobria, observaría lo que ocurre a su alrededor y sonreiría exactamente de ese modo. Y su sonrisa encerraría toda una visión del mundo. Almas gemelas, Deneuve y yo.

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