martes, 22 de junio de 2010

De calcos e inspiraciones


Hace poco caí en la cuenta de lo mucho que tiene en común “Io sono l’amore” –película de Luca Guadagnino de la que trataba una entrada reciente en este blog- con “La edad de la inocencia”, de Martin Scorsese. En ambos casos tenemos un argumento que se centra en explorar el enfrentamiento entre la naturaleza –a través de las fuerzas del amor y el deseo- y la sociedad -la institución familiar, las normas de clase-, todo ello tratado con un estilo visual tirando a ampuloso. El paralelismo se hace aún más claro cuando pensamos que en ambos casos los referentes estilísticos son los mismos, esto es, Luchino Visconti y Max Ophüls. La diferencia entre ambas obras es, sin embargo, aún más sustancial que lo que las asemeja: mientras Guadagnino ejecuta una agradable y algo tosca reproducción de lo que ya han hecho otros, Scorsese consiguió una obra personal y viva, dotada de absoluta entidad propia. Opino que “La edad de la inocencia” no es sólo una de las mejores películas de los años 90, sino una de las piezas mayores de la carrera de Scorsese. Al mismo tiempo cerebral y apasionada, clásica e innovadora, representa perfectamente las energías subterráneas pero imparables que las convenciones sociales aspiran a reprimir, y lo hace con una soberbia creatividad formal en la que es fácil identificar las fuentes de inspiración, pero donde difícilmente se rastrea el olorcillo naftalinoso del calco. Nos ofrece, pues, la medida de la distancia entre un creador que asume la influencia de sus maestros y un simple copista más o menos aplicado.

Esto nos lleva a una cuestión importante, y es la diferencia entre la copia y la inspiración. Quizá sea caer en el tópico decirlo, pero no existe la creación "ex nihilo": cualquier autor refleja, consciente o inconscientemente, el bagaje aportado por todos los que le precedieron. Las herencias son múltiples, complejas y entremezcladas: sin Leone y Kurosawa no habría sido posible Tarantino, ni sin Kurosawa habríamos tenido a Leone, como no habría Wong Kar-wai sin Antonioni y Sirk, ni Almodóvar sin Sirk y Bergman, ni Kieslowski sin Bergman, ni Bergman sin Dreyer, ni Lars Von Trier sin Dreyer, ni Dreyer sin Eisenstein. Este principio, al igual que se aplica en el cine, vale para todas las disciplinas, naturalmente. Lo interesante, lo que diferencia al autor del copista, es que se logre revestir con el barniz de lo nuevo, de lo inédito, aquéllo que en realidad no lo es ni puede serlo.

Volviendo al caso de Scorsese, después “La edad de la inocencia” el director norteamericano ya no volvió a ser el mismo. Su última gran película, “Casino”, ya incorporaba ciertas señales de agotamiento formulaico, y nada de lo que ha hecho más tarde ha tenido la energía de la primera mitad de su carrera. Cuesta admitir que los tristes y pomposos fotogramas de “The Aviator” o “Shutter Island” bien podía haberlos firmado un Luca Guadagnino…

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