viernes, 25 de junio de 2010

Opera y cine



Hace unos días asistí al estreno de un montaje de la zarzuela “Mirentxu”, de Guridi, en el teatro Arriaga de Bilbao. La obra posee un argumento banal hasta la caricatura, y su trasfondo es de un rancio nacionalismo mezclado con el melodrama más cheap, pero musicalmente posee momentos maravillosos, situándose muy por encima de lo habitual en el género. El director del montaje había ideado una escenografía al mismo tiempo minimalista y recargada con abundancia de tonos dorados, paneles pintados móviles y complicados efectos de iluminación. Mientras estaba sentado en mi butaca, no podía dejar de soñar en una adaptación cinematográfica radical que se cargara las infumables partes habladas conservando únicamente las canciones y melodías y que empleara visualmente el estilo riguroso y denso de Dreyer. Todo muy en serio, para crear tanta atracción como desconcierto. Estoy convencido de que algo así sería necesariamente una obra maestra.

Me pregunté también por qué sería que la ópera ha tenido tan mala suerte en sus adaptaciones cinematográficas. Pienso por ejemplo en los mohosos intentos del tándem Franco Zeffirelli-Plácido Domingo y el bostezo llega con toda puntualidad. La razón de esto, creo yo, es que el cine se basa en el principio de la hipnosis –y por tanto induce a la somnolencia- mientras que la ópera es, en los mejores casos, un poderoso euforizante*. La combinación, sencillamente, no funciona. La partitura ligera y agradable de un musical de Broadway está bien como complemento de los fotogramas, ¿pero “Las bodas de Fígaro” completa? No, eso es demasiado, no puede ser.

Luchino Visconti, en “Senso”, adaptó al cine los códigos estéticos de la ópera italiana, consiguiendo una obra maestra. Pero no se trataba de una ópera filmada, sino, como digo, de una apropiación de ciertas premisas de estilo.

Sólo recuerdo una excepción a la norma, y es una estupenda “La flauta mágica” creada por Ingmar Bergman para la televisión en los años 70. El maestro sueco optó por lo contrario a lo habitual, es decir, una adaptación que reforzara el componente teatral renunciando a la espectacularidad, consiguiendo con ello un exquisito artefacto creativo.

Pero para eso hace falta ser el mejor director del mundo.



*NOTA: Cuando digo que la ópera euforiza, soy consciente de que para muchos es un somnífero tan poderoso como el Rohipnol. No es incompatible: a mí el fútbol me amuerma horrores, lo que no evita que, cada domingo, haya hordas que abandonan los estadios con la adrenalina por las nubes. Cuestión de gustos, nada más.

No hay comentarios: