jueves, 10 de junio de 2010

Cine y 3-D


Desde que se estrenó “Avatar”, se extiende la idea de que el 3-D es un filón. Y lo es casi literalmente, desde el momento en que, al cobrarse un mayor precio unitario, a igual número de entradas vendidas la recaudación total aumenta notablemente. Se habla de que en un futuro todas las películas se realizarán en este formato. Incluso he leído que el 3-D es una esperanza para la “salvación del cine”, al parecer amenazado por la piratería y las descargas por vía digital. ¿Perdón?

En los años 50 del pasado siglo, la irrupción masiva de la televisión en los hogares del mundo desarrollado también fue percibida como una amenaza para la industria cinematográfica, que contraatacó mediante una oleada de carísimas superproducciones apoyadas en muletas técnicas como el technicolor o el cinemascope. Poco después, el cinemascope se convertía en una opción más, entre muchas otras que podían tomarse a la hora de definir el contexto visual de una película. A nadie se le ocurre hoy en día decir que le apetece ir a ver una peli determinada porque está rodada en scope. Se producen y exhiben películas en todo tipo de formatos, incluído el vídeo digital. El caso es que el cine sobrevivió a la televisión por motivos muy distintos a la batería técnica empleada. Esos motivos, como siempre, radican en la esencia del fenómeno: lo que el cine es, y no lo que lo rodea.

Quiero decir que la experiencia del cine posee otros atributos mucho más relevantes que el formato de la cinta. La oscuridad de la sala, la presencia de personas desconocidas a nuestro alrededor que procesan las mismas imágenes que nosotros, el hecho de que estas imágenes sean proyectadas y no surjan del magma digital, incluso me atrevería a decir que el hecho de que la entrada tenga un precio, sí son determinantes, en mi opinión. Todo ello contribuye a crear una experiencia única y distinta, que las pantallas domésticas jamás podrán igualar. Ir al cine consiste, en los mejores casos, en ser transportados –la utilización de este verbo no es casual: de hecho, uno siente cómo las grandes películas lo arrastran consigo-, en un proceso cercano a la hipnosis. Por eso, en la sala de cine, las obras maestras se ven amplificadas, resultan mucho mejores de lo que resultan en el salón de nuestra casa, mientras que las malas películas sencillamente no hay quien las soporte.

A menudo decimos que tal o cual película “hay que verla en pantalla grande”. Por lo general, el criterio para nutrir esta categoría consiste en un cierto esplendor meramente visual de la obra: escenas de masas, grandiosos paisajes, fotografía exquisita, y demás. Pero, en mi opinión, lo que determina que una cinta haya de ser vista en el cine es única y exclusivamente su calidad: no puede apreciarse la grandeza de una obra maestra fuera de la sala oscura. Y esto vale tanto para la opulencia de “El Gatopardo” como para la seca austeridad de “Ordet”. Es más, me atrevería a decir sin miedo a exagerar que quien únicamente haya visto las obras de Visconti o de Dreyer (o de Hitchcock, o de Buñuel, o de Bergman, o de Cukor, o de John Ford) en televisión, sencillamente no las ha visto. Y esto no hay 3-D que lo pueda cambiar.

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