lunes, 7 de junio de 2010
Un plano de menos lo hace todo
Los críticos del suplemento cultural de “El Mundo” han decidido realizar una aportación más al fecundo panorama de las listas, alumbrándonos con la elección de las mejores películas de los últimos veinte años. La ganadora se pasó el otro día en la Filmoteca Española, tras una breve presentación a cargo del director de la revista. Y debo reconocer que la elección no me pareció nada descabellada: no sé si se trata de la mejor película de las dos últimas décadas (en las que, entre otros, han dado grandes obras autores como David Lynch, Lars Von Trier, Pedro Almodóvar, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Hou Hsiao Hsien, Krzysztof Kieslowski, André Téchiné, Patrice Chéreau, Víctor Erice, Nanni Moretti, Clint Eastwood, Manoel de Oliveira, Eric Rohmer, Jacques Rivette, Maurice Pialat o incluso Ingmar Bergman), pero como la mayoría de los que estábamos allí, disfruté locamente volviendo a ver “Deseando amar”, de Wong Kar-wai.
Toda la película está tocada por un estado de gracia que se contagia a un espectador que la percibe, de principio a fin, como algo importante. Tiene, por tanto, el halo orgánico e inefable de las obras maestras, ese raro sello de certificación que es señal distintiva de todo lo que accede a la posteridad. Como ocurre siempre en estos casos, sus cualidades superficiales han sido copiadas hasta la náusea, por lo general con resultados tirando a espantosos (¿Isabel Coixet, anyone? ¿Tom Ford, anyone?), porque sin el armazón de un auténtico genio creador, sus extremas y arriesgadas apuestas estilísticas están abocadas al derrumbamiento. El gusto de Wong Kar-wai no es tan exquisito como parece –en realidad, si uno lo piensa, todos esos ralentíes con música de cuerda, esos idénticos cheongsam en sedas estampadas de distintos colores, esos planos de cortinas rojas en el pasillo de un hotel, se acercan bastante a lo relamido y lo kitsch-, pero hay un toque maestro que los redime convirtiéndolos en otra cosa. Y esa cosa resulta sublime.
La mayor parte de las veces, el genio del director de Hong-Kong no se manifiesta tanto en lo que muestra como en lo que decide ocultar. El mejor ejemplo de esto radica, precisamente, en el final de “Deseando amar”, que transcurre en las ruinas del antiquísimo templo hinduista de Angkor Wat, en Camboya. El protagonista recita su secreto amoroso en un agujero de la piedra, con la intención de sepultarlo allí. Ampulosos giros de cámara, juegos de luz, música abrumadora. Nos encontramos alarmantemente cerca del código visual de la mística de una película de Jean-Claude Van Damme, côté orientalista. La alarma aumenta cuando descubrimos que la escena está siendo presenciada por un joven monje, que causalmente estaba encaramado al techo del templo. Durante los pocos segundos que dura el plano en que la cámara se sitúa detrás de la cabeza desenfocada del monje, estamos con el alma en vilo, temiendo lo peor: el contraplano que muestre el rostro inexpresivo pero lleno de significado del testigo mudo. Y, sin embargo, este contraplano que esperábamos –que temíamos- nunca tiene lugar, al ser sustituido por la imagen del protagonista saliendo con decisión del templo, que queda desierto en una impresionante sucesión de travellings. Se dinamita de este modo la dinámica en la que parecía haberse instalado esta coda final de la película, que no sólo es salvada, sino que se convierte en uno de los momentos más bellos y emotivos de su metraje. Y todo gracias a un plano, un simple plano de menos. Qué grande, Wong Kar-wai.
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