miércoles, 24 de febrero de 2010
Shutter island
Lo siento mucho, pero Martin Scorsese dejó de interesarme después de “Casino”. Considero en general su cine ligeramente sobrevalorado, aunque es cierto que hay películas suyas que me gustan mucho (las típicas, vamos: no soy muy original en esto), y una en concreto (“La edad de la inocencia”) que adoro. Su cine más reciente tiende a aburrirme, por acomodaticio, manierista e inútilmente fanfárrico. De todos modos, de todas las películas suyas que he visto, la que menos me ha gustado es la última en estrenarse, llamada “Shutter island”.
Basada en un guión de saldo, que habría dado para cualquiera de los thrillers con sorpresa final que llevan superpoblando la cartelera desde hace más de una década, la película no carece sin embargo de alicientes. Sobre cualquier otro destaca la banda sonora: la música no es original, sino que posee procedencias muy diversas (¡desde Mahler o Ligeti hasta Nam June Paik!), y su utilización es lo más creativo y estimulante de la cinta, con enorme diferencia. Luego está la caracterización de Ben Kingsley como psiquiatra maquiavélico, tan de comic, tan estereotipada que uno sólo puede pensar que hay algo de voluntariamente paródico en ella. El trabajo del actor británico mueve más a la risa que al miedo durante todo el (larguísimo) metraje de la cinta. A su lado, se agradece la presencia del siempre maravilloso Max Von Sydow, actor al que amo incluso cuando hace el ridículo (aquí mismo, sin ir más lejos). Del resto del reparto, diCaprio incluido, no hay mucho que decir: todos se esfuerzan como cabía esperar en hacer su numerito, y en general lo consiguen.
Por lo demás, el tratamiento deparado a la enfermedad mental es tan sensacionalista y folklórico como en las películas de los años 50 (hace poco hablaba en este blog de “De repente… el último verano”), y los efectismos visuales y narrativos son de una tosquedad que resultaría ofensiva si no fuera porque es posible disfrutarlos tomando un poco de distancia y tirando de sentido del humor. Algo peor se puede uno tomar los flashes de la liberación de Dachau en la Segunda Guerra Mundial, en los que se juega extrañamente a la banalización del horror. Pero lo peor de todo es la falta de ambigüedad del argumento: renunciando a ella en los minutos finales, director y guionista equiparan definitivamente su trabajo al de cualquier otro de sus cientos de congéneres.
Nada de esto es lo que uno esperaría de todo un Martin Scorsese, supuesto genio contemporáneo, pero como producto hollywoodiense estándar hay que admitir que no funciona peor que la mayoría. Algo es algo.
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