martes, 16 de febrero de 2010

Coincidencias



Casualmente, el mismo fin de semana que he presenciado la nadería estética y conceptual de “Un hombre soltero” de Tom Ford, he podido revisar en vídeo otras dos películas, “El año pasado en Marienbad”, de Alain Resnais, y “Confidencias”, de Luchino Visconti, con las que la primera guarda ciertas similitudes, así como algunas diferencias insalvables.

Centrémonos primero en los parecidos. En las tres películas el elemento plástico resulta primordial, en particular por lo que se refiere al peso que poseen en el plano los decorados y elementos ornamentales. Los pasillos y salones del hotel por el que pasean como sonámbulos los personajes de Resnais, las abigarradas salas del piso señorial que comparten Burt Lancaster y la decadente familia viscontiana, las confortables estancias sesenteras que nos muestra Ford, adquieren una presencia determinante y constituyen, cada uno a su manera, elementos centrales incluso a nivel narrativo. Por otro lado, en todos los casos la hiperestilización por la que optan formalmente los directores se desarrolla sin complejos: en especial, existe una tendencia a tratar de representar los mecanismos de la memoria y la sensación subjetiva del tiempo mediante laboriosos recursos visuales (ralentí, complejas iluminaciones) y narrativos (repeticiones y saltos temporales). En un tercer nivel de similitudes, todas estas películas tienden irremediablemente a transitar la delgada línea que separa lo sublime de lo ridículo.

Las diferencias vienen curiosamente por este último lado. “El año pasado en Marienbad”, película que revolucionó en el año de su estreno (1961) la concepción misma de la puesta en escena, generando apasionadas defensas y rabiosas descalificaciones, se ha consolidado hoy en día como una obra maestra, una película misteriosa y rica en significados, y sobre todo como un puro ejercicio de hipnosis. En cuanto a “Confidencias”, encuentro que está muy lejos de ser de las mejores películas de Visconti, pero posee algunas virtudes que la hacen por momentos apasionante, y me resulta imposible no admirar el modo en que su director consigue una vez más que lo decorativo, que por lo general no suele atraer la atención de mi ojo y que más bien acostumbra a generarme empalago visual, cuando es él quien lo emplea me sorprenda y me apasione. A ambas cosas (la capacidad hipnótica, la fascinación por el ornamento) recurre Tom Ford en su primera cinta, y fracasa estrepitosamente en el intento. Su trabajo me resulta vulgar y superficial, no me interesa en ningún plano narrativo, estético o de significado. Ridícula, en efecto, es una palabra que considero que la define bien, pero hay otra aún más apropiada: soporífera.

Podría pensarse que ha sido cruel acudir a Resnais y Viconsti después de haberme dado una vuelta por la propuesta de Tom Ford, pero juro que se ha tratado de una casualidad. Uno tiene sus escrúpulos, aunque a veces no lo parezca.

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