domingo, 21 de febrero de 2010

Fragmentado mundo de sombras



Crítica que publiqué el mes pasado:

Hace unas semanas revisitábamos en estas mismas páginas a Beaudrillard y su concepto de la hiperrealidad con motivo de la magnífica exposición de los hermanos Roscubas en la galería Trayecto de Gasteiz. La operación llevada a cabo en aquella ocasión por la pareja de artistas mallorquines (o, al menos, una de las operaciones que allí se ejecutaron) consistía en crear objetos e imágenes en los que la voluntad de suplantación de la realidad era tan palmaria como su falsedad intrínseca, destapándose así las abundante estrategias que surgen en nuestro entorno con el fin de lograr la aceptación del simulacro, a fuerza de reproducir los síntomas propios de la realidad aún con mayor verosimilitud de lo que se encuentran en ésta. Las implicaciones de tal idea han adoptado formas más o menos insustanciales (la saga Matrix, dirigida por los hermanos Wachowski), pero constituyen en todo caso una fecunda parcela para el cultivo del arte y el pensamiento.

De algún modo, el catalán Joan Fontcuberta (Barcelona, 1955) se sitúa en unas coordenadas similares con sus Googlegramas, que se presentan estos días en la bilbaína galería Vanguardia. Para elaborar estas imágenes se ha empleado la técnica del fotomosaico, que ha estado decididamente de moda en las últimas dos décadas y que resulta bien conocida entre otros por los adictos a la publicidad y los lectores habituales de suplementos dominicales. Así, una imagen (por lo general fácilmente reconocible) se crea mediante la yuxtaposición de muchas otras de menor tamaño en las que, a modo de mosaico, los distintos tonos cromáticos y texturas dan lugar a un nivel superior de representación que el ojo percibe como una globalidad. Es posible por tanto aproximarse al resultado en sus dos planos “micro” y “macro”, advirtiéndose en el resultado una apariencia de admirable prolijidad. Sin embargo, lo cierto es que existen programas informáticos que permiten realizar este trabajo en apariencia sumamente arduo con limitado consumo de recursos.

La sola posibilidad de que una miscelánea de fotografías se alíe para dar lugar a otra de mayor tamaño constituye per se una idea de innegable riqueza, plena de posibilidades. Fontcuberta construye bajo tal técnica -a estas alturas, ya un tópico en sí misma, por lo manida y divulgada- unas imágenes que son a su vez clichés de nuestra cultura popular, con una multitud de vertientes (cultural, sociológica o psicológica, entre otras) que en ocasiones se presentan imbricadas. Para completar el marco conceptual, se añade la circunstancia de que Fontcuberta ha construido sus cromos mediante hallazgos procedentes a su vez de internet, como resultado de búsquedas específicas a través de Google. La red, teórico paradigma de libertad, el cosmos donde todo puede encontrarse y donde el individuo depositaría e intercambiaría información sin sesgos ni restricciones, sirve como instrumento para componer una realidad simulada que se nos presenta en forma de iconos hiperexpuestos de una banalidad flagrante.

Fontcuberta echa mano por ejemplo de la llamada Gran Cultura a través de un detalle de la Última Cena de Da Vinci, pero también de las cataratas del Niágara, la Gran Muralla China, el agujero de la capa de ozono, las celdas de Guantánamo o el hundimiento del Prestige. Elementos todos ellos a los que se dispensa un tratamiento de una distancia y una ironía casi dadaístas, que posiblemente un Duchamp habría aprobado sin ambages. Esto nos devuelve a la idea inicial de la hiperrealidad, que esta vez surge como construcción y resultado de los millones de elementos que circulan por internet. El fenómeno hiperreal, que se desarrolla en todos los ámbitos de la vida, encontraría en la red un caldo de cultivo particularmente prolífico, por no decir un exponente paradigmático. El fenómeno resulta tanto más peligroso en la medida en que en ocasiones se relaja la capacidad crítica del individuo que, seducido por el potencial hipnótico y las múltiples posibilidades prácticas que se atribuyen a este nuevo medio ya cotidiano, tiende a asumir los frutos de su exploración sin cuestionarlos. Como se ha podido comprobar, Internet simplificaría la puesta en práctica de toda táctica de engaño colectivo, una vez que la efectividad de la radio o la televisión para tal fin parece haberse rebajado en los últimos tiempos (recordemos la famosa emisión radiofónica de “La guerra de los mundos” por Orson Welles en 1938). Destaca en este sentido la elocuencia de una de las fotografías presentadas por Fontcuberta, en la que unos ovnis sobrevuelan un plácido entorno rural. El fenómeno ufológico, un clásico de la charlatanería, la explotación de la credulidad y la paranoia, constituye uno de las coartadas aludidas por Fontcuberta con más acierto e inspiración.

Como complemento a la propia exposición, Joan Fontcuberta compareció en la biblioteca de Bidebarrieta de la capital de Bizkaia para ofrecer una breve conferencia y presentar “Era rusa y se llamaba Laika”, falso documental paródico que incidía asimismo en algunas de las cuestiones planteadas anteriormente. El artista catalán parece decidido, pues, a ponernos en guardia sobre los peligros que acechan a quien renuncia a mantener a toda costa el espíritu crítico, prefiriendo moverse en un mundo de sombras que, aunque se nos presente con su brillante superficie de paraíso digital, no se distingue en su esencia de la oscura caverna platónica.

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