martes, 2 de febrero de 2010

Tennessee Williams y lo pasado de moda


Cuando yo era niño, mostraba una preocupante afición por lo truculento. Preocupante sobre todo para mi madre, que me miraba como temiéndose lo peor. El caso es que entre mis preferencias había un hueco especial para todas las películas basadas en obras de teatro de Tennessee Williams. Calor sureño, sexualidades restallantes, histeria y frustración. ¿Cómo no iba a fascinarme aquello? Si al cóctel le añadíamos incesto, canibalismo y lobotomía (ése era el caso de “De repente… el último verano”) ya era la felicidad absoluta. Adoré esa absurda pieza, y su descabellada adaptación cinematográfica con Katharine Hepburn, Liz Taylor y Montgomery Clift, hasta bien entrada la adolescencia.

El mito Williams no se me cayó hasta que tuve veinte años, o así. Fue cuando presencié una adaptación de “La gata sobre el tejado de zinc caliente” protagonizada por Aitana Sánchez-Gijón y Toni Cantó. Lo pasé fatal: no sólo porque el montaje fuera infumable (lo era), sino sobre todo porque me di cuenta de lo mal que había envejecido el teatro de Williams. Ya estaba pasadísimo cuando a mí me gustaba, pero si ante un renacuajo sabihondillo aún podía ejercer un intenso poder de fascinación, la cosa se pone más difícil cuando entra en juego un espectador adulto y con cierta visión del mundo. Los floridos diálogos de Williams, la oscura naturaleza de los conflictos que expone, sus damas sureñas al parecer basadas en la madre y la hermana del propio escritor (las dos, locas de atar) siguen conservando cierto encanto, pero se trata de un encanto irremediablemente kitsch. Teniendo plena consciencia de ello, uno aún se lo puede pasar pipa con todo ello, pero difícilmente se lamentaría porque al dramaturgo jamás lo propusieran para el premio Nobel.

Bueno, cuento todo esto porque en el mes pasado compré en una librería de Nueva York un viejo ejemplar de las “Memorias” publicadas por Williams en los años 70. Esperaba algo revelador, o al menos algo escrito con cierto garbo estilístico, pero no fue así. A cambio, el libro tuvo la virtud de descolocarme por completo. Superficial, ligerito de tono, pasaba completamente de cuestiones como la génesis artística de las obras del escritor, su visión de la disciplina teatral o la literatura, para centrarse en narrar una serie de anécdotas más o menos escabrosas, donde el sexo ganaba claramente la partida. Es decir, que se trataba precisamente del tipo de libro que por lo general lleva la suculenta etiqueta de “biografía no autorizada”… ¡Sólo que estaba escrita por el propio biografiado! Además, le ocurría justo lo mismo que al grueso de la obra de Williams: en pleno siglo XXI, se le ha pasado el arroz. Puede que hace treinta y tantos años sus recuerdos de chaperos romanos, sexo en playas iluminadas por la luna y violentos marineros encontrados en Times Square suscitaran escándalo y morbillo, pero hoy en día estamos muy lejos de llevarnos las manos a la cabeza por cosas así. No sé si se debe a que la sociedad occidental ha madurado lo suficiente o a todo lo contrario (¿efectos colaterales de la telerrealidad y demás?) : me limito a constatar que me parece difícil que, si se publicaran hoy en día, las memorias de Tennessee Williams levantaran mucha polvareda, ni muchas cejas tampoco.

He encontrado en el libro, sin embargo, algunos bonitos pasajes. Lo relativo a su pobre hermana Rose (internada en varias clínicas psiquiátricas y sometida a una espantosa lobotomía, como los malos de la función querían hacer con la Catherine de “De repente… el último verano”), así como su breve recuento de las noches en Roma junto a la actriz Anna Magnani, sí genera cierta empatía en el lector. Esto, junto con una rara y aparente falta de autocomplacencia, me pareció lo mejor del libro.

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