martes, 30 de junio de 2009
Al fin, Tetro
Maribel Verdú, sublime en "Tetro" de Coppola
Cuando “Tetro”, lo último de Francis F. Coppola, abrió la pasada Quincena de los Realizadores en Cannes, la crítica se dividió sin matices. Me refiero a la crítica internacional, porque la española fue con casi total unanimidad muy agresiva frente a la película. Sobre todo, aquélla que trabaja para los medios más difundidos. Entre las innumerables sandeces que se dijeron sobre la cinta, destaca aquélla según la cual Coppola, tras cinco décadas de una carrera que contiene varias obras maestras, estaría ahora copiando a Almodóvar.
Como digo, esta afirmación no es más que una majadería; sin embargo, me sirve como excusa para vincular las que me han parecido, hasta el momento, las dos mejores películas estrenadas este año, a saber “Los abrazos rotos” y ésta “Tetro” que acaba de llegar a los cines. Existen, por supuesto, otros puntos en común entre ambas obras. Anecdóticos (poseer espléndidos repartos), estilísticos (rehuir el naturalismo que parece exigirse con creciente y alarmante insistencia) y sobre todo temáticos (la familia, la biológicamente impuesta y la elegida; el padre Saturno que devora a sus propios hijos). Puntos comunes que se engloban en el más relevante de todos, y es que se trata de dos grandes cintas creadas por dos de los mejores directores mundiales en activo.
“Tetro” es en mi opinión una gran obra, la obra de un artista cuyo talento y creatividad resulta evidente en cada plano. Es también una película auténtica y llena de emoción, y sobre todo (como también lo era “Los abrazos rotos”) un monumento a la puesta en escena, que utiliza los muchos recursos estilísticos que están al alcance de su creador para llevar al espectador sensible a un estado cuasi hipnótico que no tiene nada que ver con la manipulación. Quizá Coppola posea un grandísimo ego, pero no puede estar más alejado de la mezquindad calculadora. Muy al contrario, el éxtasis al que nos conduce el director americano con sus imágenes barrocas procede de una generosidad inaudita, que lo lleva a hacernos partícipes de una verdad íntima, seguramente dolorosa, que subyace detrás de la aparente anécdota del folletín “à clef”. En efecto, para obtener este resultado no creo que haya sido decisiva la pequeña dramaturgia a lo Eugene O’Neill o Tennessee Williams, ni el tratamiento fotográfico (magnífico, de todas maneras) que remite al suntuoso falso realismo de un Elia Kazan en “Un tranvía llamado deseo”. Porque, en realidad, la intensa irrealidad de algunos puntos del argumento y la fuerza de las imágenes recuerdan sobre todo al cine mudo (Griffith, Murnau), el más poético que se haya realizado nunca. Así, algunas secuencias (toda la entrega de premios presidida por Carmen Maura y el viaje a la Patagonia que la antecede, el funeral con la orquesta que parece ser consciente de estar interpretando la banda sonora de la película que nosotros vemos), con todo su exceso y autoconsciencia, están rodadas con un brío insólito, casi desterrado del cine de las últimas décadas: hay que irse muy lejos en el tiempo para encontrar algo comparable en riesgo y capacidad emotiva. Y esto, las imágenes llenas de poesía que encapsulan una interpretación subjetiva sobre cierta realidad familiar, punzante, es lo que desencadena todo el patetismo.
No se puede hablar de “Tetro” sin referirse a sus actores protagonistas. Vincent Gallo y Alden Ehrenreich están soberbios en la piel de los hermanos protagonistas, como también lo está Klaus Maria Brandauer como su padre y su tío. En cuanto a Maribel Verdú, no tengo palabras. Extrañamente, su clarísima (y perdida) lucha contra la entonación en idioma inglés sólo sirve para hacer aún más conmovedor el trabajo que desempeña. La escritura y el tratamiento del personaje de Miranda por Coppola encuentran en Verdú un instrumento perfecto, impagable, para hacerse carne, que proporciona a la cinta momentos para los que el adjetivo “sublime” se queda corto. Dos secuencias de cara a cara entre Verdú y Gallo (en un hospital, en la mesa de un café) lograron arrebatarme hasta las lágrimas. Literalmente.
Coppola nos ha devuelto, en 2009, la auténtica magia del cine, mientras revienta algunos de los corsés que están oprimiendo sus contornos con rigidez cada vez más asfixiante. Creo firmemente que algún día se hablará de “Tetro” como de una pieza fundamental en la evolución de este arte que, como todos los demás, precisa de autores sin miedo y espectadores liberados de prejuicios para llegar cada vez más lejos en sus premisas.
viernes, 26 de junio de 2009
El cine de los 90
El miércoles pasado me ocurrieron dos cosas que en principio no debían estar relacionadas, pero que terminé vinculando. La primera de ellas tuvo lugar cuando leí, en la sección de críticas de las películas emitidas por las televisiones en el día, una elogiosa reseña sobre “Ni uno menos”, planísima cinta de Zhang Yimou, en la que ésta era descrita como “un oasis en medio de la mediocridad del cine de los 90”. Poco después, sin haberme dado tiempo para reponerme de la experiencia, entraba en la Filmoteca Española para ver “Cuento de invierno” (1992) de Eric Rohmer. La yuxtaposición de ambos hechos irradia una ironía descomunal: qué curioso, que la mejor película que he visto en una sala en lo que llevamos de año fuera producida precisamente en los años 90.
“Cuento de invierno” es una joya, una auténtica maravilla artística, además de un ejemplo perfecto de aquello que escribía hace unos días, relativo a que en mi opinión la calidad de una película no reside tanto en lo que se cuenta como en el modo en que esto nos es contado. El argumento de esta película podría constituir el material perfecto para una fotonovela o una historia de Corín Tellado; sin embargo, en las delicadas pero maliciosas manos de Rohmer se convierte en una sublime historia sobre el amor como hecho religioso, sobre la capacidad de la fe para resucitar a los muertos, además de en el retrato de una fanática irredenta, una integrista del amor. La auténtica excepcionalidad de la cinta consistía en que, mientras ésta duraba, yo creía las descabelladas tesis sostenidas por su protagonista (interpretada por Charlotte Véry), del mismo modo que “La palabra” de Dreyer me hace creer en Dios y en los milagros… al menos durante dos horas.
En cuanto a la afirmación leída en El País, sólo puedo decir que me río a carcajada limpia. Su autor parece olvidar que la de los 90 fue una década que se abrió con “Atame!” y se cerró con “Todo sobre mi madre” de Almodóvar, y que entre medias se engendraron películas como “Tres colores: Rojo” y “La doble vida de Verónica”, de Kieslowski; “La reina Margot”, de Chéreau; “El sol del membrillo”, de Erice; “Europa” y “Rompiendo las olas”, de Lars Von Trier; “Muerte entre las flores”, “Barton Fink” y “Fargo”; de los Coen; “Van Gogh”, de Pialat; “A través de los olivos” y “El sabor de las cerezas”, de Kiarostami; “La boda de mi mejor amigo”, de Hogan; “Sin perdón”, “Un mundo perfecto” y “Medianoche en el jardín del bien y del mal”, de Eastwood; “Happy together” y “Chungking Express”, de Wong Kar-wai; “El valle Abraham”, “Viaje al principio del mundo” y “La divina comedia”, de Oliveira”; “Mi Idaho privado”, de Gus Van Sant; “La bella mentirosa”, de Rivette; “Principio y fin”, de Ripstein; “Los juncos salvajes”, “Los ladrones” y “Mi estación preferida”, de Téchiné; “Adiós a mi concubina”, de Chen Kaigé; “Todos dicen I love you”, “Maridos y mujeres” y “Balas sobre Broadway”, de Allen; “Caro diario”, de Moretti; “Reservoir Dogs” y “Pulp Fiction”, de Tarantino; “Howard’s End”, de Ivory; “Twin Peaks” (la serie), “Corazón Salvaje” y “Una historia verdadera”, de Lynch; “On connaît la chanson”, de Resnais; “Los amantes del Pont-Neuf”, de Carax; “Funny Games” y “Benny’s Video”, de Haneke; “Exotica”, de Egoyan; “Atrapado en el tiempo”, de Ramis; “Eyes Wide Shut”, de Kubrick; “Uno de los nuestros” y “Casino”, de Scorsese; “La ceremonia”, de Chabrol; “Eduardo Manostijeras”, de Burton; o “El maestro de marionetas”, de Hou Hsiao-Hsien. Seguro que me dejo varias. Y aún así me salen más de cinco grandes películas por año.
Francamente, ante esto no sé qué resulta más ofensivo, si que el crítico afirmara con toda tranquilidad que los 90 fueron un erial cinematográfico, o que eligiera para salvar de la quema precisamente “Ni uno menos” de Zhang Yimou.
jueves, 25 de junio de 2009
Lo que es un asador
La pasada semana tuve ocasión de huir del asfixiante calor madrileño y dar una vuelta por el norte de España. Primera parada: Santiago de Compostela. Preciosa ciudad, fantástico clima (mientras yo estuve allí), estupenda comida. Segunda parada: Bilbao. Que me recibió con cielo gris y llovizna, aunque a lo largo del fin de semana la situación fue mejorando razonablemente. No me importaba mucho: lo que sea, antes que las insufribles temperaturas de la capital.
Entre los descubrimientos del fin de semana, tengo que citar un asador llamado Etxebarri, situado en el minúsculo pueblo vizcaíno de Axpe-Marzana, y del que antes ni siquiera había oído hablar. Acabé comiendo allí el sábado por recomendación de una persona llamada Alejandro Muguerza, ovni hiperinformado que vive entre Miami, Londres y Markina (¡!) y que por méritos propios acabará ganándose una entrada completita para él solo en este blog. Alejandro nos había dicho que Etxebarri es el mejor asador del País Vasco, y aunque no he estado en todos ellos para confirmar si tal afirmación es cierta, debo decir que no me extrañaría nada. Cada uno de los platos de la comida (croquetas, ensalada de bacalao y verduras asadas, pulpitos a la brasa, chuletón y tostada de pan con helado de chocolate) era perfecto, insuperable. Literalmente: se trataba de las mejores croquetas que había probado, la mejor ensalada de bacalao, y así sucesivamente. Agradecí especialmente que la chuleta, perfecta de punto y de una ternura increíble, con toda su grasa delicadamente infiltrada en la proteína (“y con todo su sabor a vaca vieja”, se relamía Alejandro), no llegara a la mesa en uno de esos espantosos tochos de cerámica que se supone que ayudan a mantenerla caliente, pero que en realidad lo que hacen es achicharrar la carne y ahumar a los comensales.
Todo ello en un entorno fantástico, todo lo bucólico y pastoril que uno puede esperar del emplazamiento. Impresionante experiencia: repetiré, espero.
lunes, 22 de junio de 2009
Jean Eustache en Madrid
El director de cine Jean Eustache no llegó a desarrollar una carrera extensa, pero lo poco que hizo fue maravilloso. En particular un largometraje llamado “La maman et la putain”, ganadora en 1973 del Premio Especial del Jurado y el Premio de la Crítica del festival de Cannes (Bergman presidía el jurado), y que hoy es considerado por muchos la mejor película francesa de los 70. No sé si hasta tal punto, pero desde luego se trataba de una película bellísima, inolvidable.
Además de esta obra, Eustache dirigió unos cuantos cortos y mediometrajes, que conforman una de las filmografdías más personales y apasionantes de la “nouvelle vague”. Hasta ahora no conocía ninguno de estos trabajos. Afortunadamente, la Filmoteca Española ha remediado esta situación, gracias un completo ciclo dedicado a este director francés que se suicidó en 1981.
El fin de semana pasado asistí a una sesión en la que se proyectaba el corto “Les mauvaises frequentations” y el mediometraje “Le père Noël a les yeux bleus”. Magnífico descubrimiento, sobre todo por la segunda de estas piezas. Un joven sin oficio ni beneficio, un parásito de provincias interpretado por Jean-Pierre Léaud, quiere a toda costa comprarse una trenca que le costará 10.000 francos, y para ello se emplea como Papá Noël en unos grandes almacenes, con insospechadas consecuencias. Una maravilla, narrativamente perfecta, con algunas secuencias de enorme fuerza expresiva, como cuando el personaje de Léaud coincide en un bar con una chica que le dio calabazas. Al parecer, Eustache pudo rodar este trabajo gracias al material sobrante de su rodaje que le cedió Jean-Luc Godard.
Seguid mi recomendación, quienes podáis, y no os perdáis una sola de las películas del ciclo que aún continúa en la Filmoteca. ¡Ah! También prosigue el ciclo de Melancolía en el cine, que este junio incluye algunas grandes películas de Fellini, Kaurismäki, Tarkovski, Rohmer… y el propio Jean Eustache.
miércoles, 17 de junio de 2009
Criterio crítico (II): Directores
Comentaba en mi entrada anterior que, por lo general, considero que el responsable último de que una película sea buena o mala es su director. Esto se debe a que en el cine (y en el arte, y en la literatura) suele interesarme mucho menos qué es lo que me cuentan que el modo en que me lo cuentan: al fin y al cabo, casi todas las historias y sentimientos están expuestos ya, y la única posibilidad de seguir creando algo con cierta vigencia y originalidad consiste en explotar las infinitas posibilidades de la forma sobre un fondo limitado.
Suelo ser fiel a los directores, pero esto no se debe a una decisión premeditada, sino a lo que yo entiendo como pura lógica. Si me gusta la visión de un director en concreto, salvo que este director renuncie a dicha visión (es decir, que renuncie a ser él mismo), también ha de gustarme, a la fuerza, prácticamente todo aquello que hace. Por supuesto, un buen director puede tener en su filmografía películas mejores o peores, hasta puede en un momento dado equivocarse tanto que engendre un trabajo deficiente, pero incluso en este caso encontraré seguramente algo que me guste, y es muy posible que ese algo me parezca motivo suficiente para salvar al conjunto de la quema. Creo que fue Truffaut quien escribió que una mala película de un buen director es mejor que una buena película de un mal director, y yo no puedo estar más de acuerdo con esta afirmación. En un trabajo fallido de Buñuel, de Bergman, de Hitchcock, de Almodóvar o del propio Truffaut (todos los tienen, desde luego) encontraré mayor motivo de satisfacción, y más deseos de regresar a la “escena del crimen”, que en una película buena de Julio Medem o Marco Tullio Giordana (que también las tienen, porque la flauta suena donde menos se la espera). A veces ocurre que las malas películas de buenos directores poseen un valor añadido, y es su particular elocuencia, por contraste, acerca del talento de sus artífices. Una obra redonda hace imposible la tarea de segregación de sus partes, mientras que en otra imperfecta los destellos de genio, de presentarse, lo hacen perfectamente aislados e identificables, y existe una emoción intrínseca al ejercicio de descubrirlos. Pero ese es parte de otro fenómeno al que también se refirió Truffaut, y es el de la gran película fallida.
lunes, 15 de junio de 2009
Criterio crítico (I): Aburrimiento y obras maestras
Hace poco, en una cena con amigos, se discutía sobre la posibilidad de que una película sea al mismo tiempo buena y aburrida. Para mí, estas dos hipótesis son mutuamente excluyentes, como lo es en un organismo animal tener fiebre y estar completamente sano. Uno no esta enfermo porque tenga fiebre, pero lo segundo constituye el síntoma más habitual de lo primero. Del mismo modo, el aburrimiento que me produce una película es para mí el principal síntoma de su maldad. Una vez he constatado que la cinta me ha aburrido (si el aburrimiento aparece minutos después del inicio, es raro que abandone la escena antes del final), es cuando comienzan a evidenciarse las razones de esta circunstancia, es decir, las verdaderas causas de la patología. Encuentro que por lo general estas causas están relacionadas con el cometido del director. Aprecio la calidad de un buen guión, condición necesaria (pero no suficiente) para que la película sea excelente, pero hasta el mejor guión del mundo puede ser hundido por una dirección inepta, mientras que una puesta en escena extraordinaria sí puede convertir un guión plagado de deficiencias en una película con interés, al menos bajo mis criterios. Encontraré motivos de entretenimiento siquiera admirando el modo en que el director sortea todos los inconvenientes del material de partida para, a fuerza de pericia y creatividad, dar lugar a una obra que posea el hálito inconfundible de lo bien hecho.
Igualmente, cuando una película me está entreteniendo de manera sostenida (y percibo por tanto que posiblemente se trate al menos de un buen trabajo) empiezo a distinguir los matices. En primer lugar, aquéllos que tienen que ver con los motivos del entretenimiento, que de nuevo hacen referencia a la dirección, y en los que suele darse la concurrencia de factores: ¿Un reparto magníficamente guiado? ¿Un dominio evidente del ritmo interno, de la duración y la composición del plano? ¿Una originalidad en la mirada, en la manera de contar lo que inevitablemente ya han contado otros antes? Incluso: ¿una admirable elección del guión de partida? Como digo, normalmente la dirección hábil implica que confluyan varios de estos elementos.
Y, por otra parte, están otros matices, que son los relativos a la índole y el grado de la satisfacción obtenida. Una buena cinta me puede simplemente entretener (y eso ya es mucho), pero también puede asombrarme, hipnotizarme, hacer que me desternille de risa, me embarguen el horror o la melancolía, o provocarme la certeza de que mis ideas sobre la disciplina cinematográfica deben ser sometidas a revisión. En todos estos casos, y según la intensidad con que se presenten las emociones, consideraré que me encuentro ante una película muy buena, excelente, maravillosa o ante una obra maestra. Esta última, la pieza inabarcable que genera una fascinación misteriosa pero inequívoca, es la más complicada a la hora de la valoración, porque su belleza escurridiza impide cualquier aproximación analítica. También se trata, por supuesto, del caso menos frecuente de entre todos los posibles. Digan lo que digan los que encuentran cinco obras maestras entre los estrenos de cada mes.
viernes, 12 de junio de 2009
Still Walking
“Still walking” / “Aruitemo Aruitemo”, del japonés Hirokazu Kore-eda, que se estrenó en España hace unas semanas, participó en la última edición del festival de San Sebastián, en la que se convirtió en favorita instantánea para la concha de oro. Finalmente el premio se lo llevó una película turca considerada menor que acaba de estrenarse en nuestro país, “La caja de Pandora”. No hubo ningún galardón oficial para la cinta de Kore-eda, decisión respetable como cualquier otra, pero que cuesta entender.
“Still walking” presenta el engañoso aspecto de una peliculita costumbrista y hasta sentimentaloide, pero me parecería miope considerarla simplemente como eso. Por su estupenda puesta en escena, por su espléndido reparto y su enorme capacidad de sugestión, por su nada enfático discurso sobre la familia, las relaciones intergeneracionales, el duelo y la progresión de la vida, disfruté bastante viendo esta película, y algunas de sus secuencias permanecen agradablemente en mi recuerdo. Maravillosa (aunque a veces irritante) la abuela interpretada por una actriz llamada Yui Natsukawa, a la que se le reservan algunos de las mejores líneas del estupendo guión.
Por cierto, estoy seguro de que si vais a ver esta película, entre otras cosas, a la salida tendréis unas ganas locas de ir a cenar a un buen restaurante japonés. La familia protagonista se pasa la película degustando unos platos que tienen un aspecto inmejorable, y que en ocasiones son cocinados en primer plano ante nuestras sugestionadas narices.
jueves, 11 de junio de 2009
Viento y confeti
Ante la noticia de que Juan Marsé había ganado al fin un premio Cervantes que lleva décadas mereciendo (ver una entrada anterior en este mismo blog), el autor catalán tuvo la ocasión de realizar afirmaciones públicas como que el principal problema del cine español es la falta de talento. Se organizó cierto revuelo al respecto, lo que de ningún modo puede eclipsar una verdad indiscutible: si alguien ha de saber algo sobre el tema es el propio Marsé, que ha visto varias de sus novelas atrozmente trasladadas al cine, casi siempre por directores españoles. Quizá “Si te dicen que caí”, de Vicente Aranda, puede salvarse un poco más que el resto, con el mérito añadido de que se trataba, por la extrema complejidad narrativa del original, de una de sus novelas más difíciles de adaptar. En cuanto a lo que hizo Fernando Trueba con “El embrujo de Shanghai”, era directamente de jugado de guardia: por desgracia, hay casos aún peores.
Estos días he estado releyendo “Últimas tardes con Teresa”, la novela que situó a Marsé en el mapa de los grandes autores allá por los años sesenta. Y lo he hecho con un placer indescriptible, con una fruición que me ha llevado a avanzar lentamente por sus párrafos, a recrearme en algunos pasajes particularmente logrados, una práctica muy poco habitual en un lector con tendencia a la bulimia, como es mi caso. El estilo de Marsé roza por momentos un barroquismo que, me consta, no gusta a todo el mundo, pero que yo encuentro sublime. El tópico y la cursilería, cuando entran en acción, son de inmediato dinamitados por una ironía diabólica, una absoluta falta de complacencia que sin embargo, insólitamente, no entra en conflicto con el romanticismo esencial de la obra. Esto es algo que me asombra especialmente en la novela: su capacidad para moverse entre dos aguas que deberían anularse mutuamente, la de una melancolía arrebatada y la de un sarcasmo corrosivo, implacable con varios estamentos sociales catalanes, en especial su juvenil gauche caviar y la reaccionaria burguesía de la que la primera procedía.
Como en todas las grandes obras, uno descubre cada vez que lee “Ultimas tardes con Teresa” nuevos aspectos o dimensiones que en lecturas anteriores le habían pasado desapercibidas. En esta ocasión, me ha maravillado especialmente su cualidad cinematográfica: de una punzante sensualidad, la narración parece seguir la voluntad de recrear imágenes que se yuxtaponen como secuencias fílmicas. Por momentos, se tiene la sensación de estar “leyendo” una película de Douglas Sirk o Nicholas Ray. Que semejante material haya sido desaprovechado como lo ha sido no admite perdón de ningún tipo. A modo de ejemplo, basta con leer el prólogo de la novela, que describe el momento mágico en el que una pareja -cuyos nombres aún desconocemos- transita de madrugada por las calles de un barrio popular barcelonés para verse sorprendida por un torbellino de viento y confeti que los envuelve anunciándoles el final del verano. Por favor, corred a la FNAC o la biblioteca más cercana (o, mejor, pinchad aquí mismo) y leed únicamente estas páginas si no estáis dispuestos a enfrentaros a la novela completa. Son lo más bello que yo recuerdo haber leído de todo lo que se ha escrito en lengua castellana durante el siglo XX.
miércoles, 10 de junio de 2009
Juego de espejos
Crítica que publiqué en prensa el pasado mes de mayo:
Salvo error, nos encontramos ante la tercera exposición individual que la galería Espacio Mínimo dedica a Manu Muniategiandikoetxea (Bergara, 1966). Tras Una situación extraordinaria en 2002 y Orain en 2005, llega esta Etxe Gorrian. Destaquemos, en primer lugar, la alternancia de lenguas en sus títulos, que difícilmente será casual: de hecho, en algunos casos los idiomas han llegado a combinarse dentro de una misma denominación, como ocurrió con la reciente Behar Gorria Primavera Azul (2008) en el Koldo Mitxelena Kulturunea de Donostia. Por otro lado, aunque la madurez del artista irrumpió hace ya tiempo, de manera precoz e inconfundible, ésta se impone en cada encuentro como una evidencia cada vez más deslumbrante.
Si bien es cierto que la obra del guipuzcoano posee entidad e implicaciones propias (pero ya entraremos en esto más adelante), una de sus principales virtudes consiste en la honestidad y transparencia con que reclama el legado de sus mayores. Oteiza, desde luego, pero no en menor medida, si nos basamos en una mirada superficial, Vladimir Tatlin, El Lissintzky o Alexander Rodchenko, y los constructivistas rusos y sus múltiples derivaciones en general. Del mismo modo, algo hay de los arquitectones de Vladislav Streminski, o de las imponentes, despojadas formas geométricas coloreadas de Georges Vantongerloo, en la obra de Muniategiandikoetxea. Y, quizá más aún, de los grupos Abstraction-Création o Züricher Konkreten, así como de la racionalidad geométrica del sueco Max Bill. La nada nueva ambición de aprehender el espacio a medida que éste es construido, la fascinación por la aparente lógica de los volúmenes geométricos y su interacción, y finalmente el deseo de hacer que las formas puras hablen, expresen (“¡Está vivo!”, aullaba el doctor Frankenstein de su criatura), encuentran ahora en Muniategiandikoetxea un depositario por lo menos a la altura de su nada despreciable exigencia.
En este sentido, hay que decir que las esculturas presentes en Etxe Gorrian sintetizan y reflejan bien el espíritu de su creador. Se trata de seis piezas de pequeño formato, elaboradas en metal y madera, éstas últimas desnudas o provistas de discretas, estudiadas pinceladas de color (rojo, blanco, verde), junto con dos grandes esculturas que se apropian majestuosamente de los espacios más amplios de la galería. En este caso, el montaje se refuerza con una opción arriesgada, que consiste en contraponer las piezas con un cuadro que actúa como reflejo plano, o directamente con un espejo que enfrenta a la escultura consigo misma al tiempo que prolonga sus formas a modo de trompe l’oeil. Ambos juegos de espejos, desde luego barrocos, algo teatrales pero sumamente efectivos, tampoco suponen una novedad en el artista y sirven para incidir en la capacidad para manipular el espacio con el fin de obtener percepciones únicas, obligando al espectador a replantearse sus referencias mientras asiste a este diálogo entre la escultura y la pintura, el volumen y el plano, la realidad tangible y su reflejo multiplicado.
Otro cuadro, en el que el color rojo domina la composición y que por tanto remite y proporciona sentido al título mismo de la exposición, domina la zona cercana a la entrada en la planta superior de la galería. “Soy Manu. Soy pintor”, afirma Muniategiandikoetxea de sí mismo, dando a entender que estas dos circunstancias son las únicas certezas que lo alumbran. Todo lo demás, incluyendo su estatus como escultor, pertenecería al ámbito de la incertidumbre, si nos atenemos a una interpretación literal de sus palabras. Dejando aparte la vidriosa cuestión de la identidad del creador, debemos quizá deducir que es en la pintura el único ámbito donde el artista se encuentra dentro de su medio natural: sin embargo, cuesta creerlo contemplando aquí su dominio de los espacios y los volúmenes, los apasionantes diálogos que establece entre ellos con perfecta apariencia de sencillez (que, como sabemos, es uno de los efectos más difíciles de lograr). Otra interpretación más reconfortante de esta afirmación sería que en realidad Muniategiandikoetxea posee una concepción pictórica de sus esculturas, y que sus criterios y metodología a la hora de enfrentarse a una disciplina u otra no difieren en lo esencial. Poco importa, finalmente: en uno u otro caso, lo innegable es que la obra de Manu Muniategiandikoetxea está dotada de auténtica ambición y de un rigor que resultaría imposible no admirar.
domingo, 7 de junio de 2009
No hay quien entienda a esta Coco
Coco Chanel (Audrey Tautou) y Émilienne d'Alençon (Emmanuelle Devos), encantadas de conocerse
La fiebre del biopic francés continúa con fuerza. Después de Piaf, Sagan y Mesrine, y a la espera de Gainsbourg y Coluche, ven la luz con unos meses de diferencia dos proyectos dedicados a la modista y simpar creadora Coco Chanel. Una de ellas, “Coco Chanel & Igor Stravinsky” (Jan Kounen) clausuró el último festival de Cannes con la indiferencia esperada, mientras que la otra, “Coco avant Chanel” (Anne Fontaine), se ha estrenado aquí casi al mismo tiempo que en Francia.
Que el personaje en cuestión tiene su interés, pocos podrían discutirlo. En sus múltiples facetas de empresaria artífice de un imperio a partir de la nada, revolucionaria de la moda femenina, mujer independiente y sin embargo enamoradiza, mitómana irredenta, harpía tiránica, implacable advenediza, entre otras, el fenómeno ciertamente presenta material de sobra para quien tenga el talento de darle forma. Por desgracia, no es éste el caso. La película de Fontaine no procura otra cosa que inmoderado aburrimiento, no presentando ni siquiera el gusto necesario para resultar agradablemente decorativa. Resulta, además, algo contradictorio que se pretenda alabar la osadía de una mujer que proporcionó un completo vuelco a la imagen de las mujeres de clase alta de su época (y, por imitación, a las del resto de estamentos sociales) liberándolas de los corsés y el peso de los metros de tela, mientras se cuenta su historia con toda la pesadez y el frufrú de un telefilm de lujo. Por otro lado, imprecisiones biográficas aparte, el personaje de Chanel nos es mostrado no como una adelantada a su época, ni siquiera como una visionaria, sino directamente como una extraterrestre procedente del planeta Minimal que hubiera aterrizado en la sociedad francesa de principios del siglo XX y no dejara de sorprenderse y horrorizarse ante el barroquismo ornamental que animaba las indumentarias femeninas de la época. Audrey Tautou interpreta con loable convicción a esta mujer incomprensible que nos presenta la película, liderando un reparto sin sorpresas, salvo la deparada por una vital Emmanuelle Devos como Emilienne d’Alençon, a la que la película presenta como una actriz de teatro, pero que en realidad era más bien artista de variedades y cocotte (vamos, puta de altos vuelos).
Y, hablando de las cocottes de hace cien años, ¿cuándo va a estrenarse en España la versión de Chéri dirigida por Stephen Frears?
jueves, 4 de junio de 2009
En París: amigos, cuadros, rockeras burguesas, garden parties y la superación de la lucha de clases
He pasado unos días muy divertidos y bastante agotadores en París. Debía estar allí para asistir a un par de reuniones de trabajo, aunque también he aprovechado la ocasión para visitar amigos y hacer vida social. Todo muy enriquecedor y muy agradable, a lo que contribuyó el fantástico tiempo reinante casi tanto como las personas con las que me encontré en la capital francesa.
Entre los momentos cumbre de la visita, destaca la inauguración de la última exposición de Ignacio Goitia en la Galerie 13 de Jeannette Mariani (36,Rue du Mont Thabor), que recomiendo vivamente. Enorme éxito social (acudió todo pichichi) y artístico (los nuevos dibujos y cuadros de Goitia son de lo mejor de su producción), amigos, sangría y cena en un restaurante asiático bastante especial llamado Dave. De todos modos, espero volver sobre este tema en un futuro texto de este blog.
La noche anterior se produjo otro gran momento, cuando un amigo (muy generoso) celebraba su cumpleaños invitándonos a cenar en el restaurante Anahí (en Rue Volta), un lugar al que hay que volver sin falta cada vez que uno viaja a París. No sólo porque la comida es excelente -no muy variada, pero de calidad inmejorable, y basada en la cocina de varios países latinoamericanos- y el comedor muy bonito y original -una antigua carnicería, muy tenuemente iluminada, con una fachada exterior que parece al borde del derrumbamiento-, sino por el espectáculo que durante y después de la comida uno puede encontrarse allí… o en el que puede terminar participando. Entre los clientes de Anahí uno puede encontrarse a las personas más diversas. Esta vez teníamos en la mesa de al lado, cenando con un amigo de aspecto insulso, a una señora inglesa que acaparaba varios de los códigos de la burguesía más tradicional: dos hileras de perlas en el cuello, tailleur azul marino con ribetes blancos, bolso acolchado de Chanel, melena pródiga en mechas rubias, acento inconfundiblemente high-class. Pues bien, aquella la dama burguesa, que parecía una versión británica de mi tía Lola, resultó no ser otra que la rockera y actriz Marianne Faithfull (me di cuenta en cuanto pude escuchar su inconfundible voz), con la que terminamos compartiendo unos cigarritos en la puerta del restaurante. En un momento dado, emergió de algún sitio indefinido el gran director teatral y cinematográfico Patrice Chéreau (responsable de una de mis películas favoritas de los últimos tiempos, “La Reine Margot”, a la que ya me referí en un texto anterior), que había dirigido a Faithfull en “Intimacy” -otra espléndida película-, y los dos se saludaron con un beso en los labios extrañamente civilizado.
Pero, aunque todo esto resultó bastante inolvidable, el verdadero gran momento del viaje había tenido lugar un día antes del encuentro con la señorona ex-rockera. El marco de lo que voy a contar era el jardín de un castillo de la región del Loira donde tenía lugar una larga y espectacular fiesta campestre a la que habíamos sido invitados por la dueña del inmueble, una mujer muy simpática cuya familia al parecer habita allí desde hace innumerables generaciones. Sobre lo sumamente bien organizada que estuvo la fiesta, su perfecta combinación de desenvoltura, magia y prodigalidad no tiene mucho sentido que me extienda: mencionaré en todo caso que sólo los franceses saben hacer estas cosas tan bien. Entre los invitados había muchos amigos de la organizadora, pero tampoco faltó el numeroso personal que vive y trabaja en alguno de los edificios que componen el castillo. En un momento dado, me encontré hablando precisamente con una de las personas que trabajan para la anfitriona. No entendí muy bien cuál era exactamente su cometido: sólo sé que lleva desempeñándolo desde que su empleadora era niña, y que durante las tres últimas décadas no se ha separado de ella. El lejano día en que fueron presentados por primera vez, la niña aristócrata y su aristócrata hermanito ejecutaron una reverencia ante la nueva sirvienta, lo que llenó a esta última de gozo, hasta el punto de que en aquel instante tomó la firme decisión de permanecer junto a aquella familia durante el resto de su existencia. “Y desde entonces” me aseguraba la buena mujer, componiendo una expresión de éxtasis beatífico quizá algo sobreactuada, pero que estoy convencido de que en esencia no era falsa, “mi vida ha sido un sueño". "Un vrai rêve!”, insistió después con cierta ferocidad fanática en los ojos, como si no me viera muy convencido (en realidad, yo estaba perplejo y fascinado).
Tuve entonces el convencimiento de haber asistido a algo en verdad memorable. Y no pude evitar el pensamiento de que, si Karl Marx hubiera podido sospechar que aquella escena post-lucha de clases iba a tener lugar sobre la faz de la Tierra un siglo y medio después de haber escrito “El Capital” con la inamovible certeza de que aquello iba a cambiar el mundo, posiblemente lo habría dado todo por perdido, trocando sus ambiciones de último profeta de la humanidad por una fatal adicción a los antidepresivos.
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