miércoles, 17 de junio de 2009
Criterio crítico (II): Directores
Comentaba en mi entrada anterior que, por lo general, considero que el responsable último de que una película sea buena o mala es su director. Esto se debe a que en el cine (y en el arte, y en la literatura) suele interesarme mucho menos qué es lo que me cuentan que el modo en que me lo cuentan: al fin y al cabo, casi todas las historias y sentimientos están expuestos ya, y la única posibilidad de seguir creando algo con cierta vigencia y originalidad consiste en explotar las infinitas posibilidades de la forma sobre un fondo limitado.
Suelo ser fiel a los directores, pero esto no se debe a una decisión premeditada, sino a lo que yo entiendo como pura lógica. Si me gusta la visión de un director en concreto, salvo que este director renuncie a dicha visión (es decir, que renuncie a ser él mismo), también ha de gustarme, a la fuerza, prácticamente todo aquello que hace. Por supuesto, un buen director puede tener en su filmografía películas mejores o peores, hasta puede en un momento dado equivocarse tanto que engendre un trabajo deficiente, pero incluso en este caso encontraré seguramente algo que me guste, y es muy posible que ese algo me parezca motivo suficiente para salvar al conjunto de la quema. Creo que fue Truffaut quien escribió que una mala película de un buen director es mejor que una buena película de un mal director, y yo no puedo estar más de acuerdo con esta afirmación. En un trabajo fallido de Buñuel, de Bergman, de Hitchcock, de Almodóvar o del propio Truffaut (todos los tienen, desde luego) encontraré mayor motivo de satisfacción, y más deseos de regresar a la “escena del crimen”, que en una película buena de Julio Medem o Marco Tullio Giordana (que también las tienen, porque la flauta suena donde menos se la espera). A veces ocurre que las malas películas de buenos directores poseen un valor añadido, y es su particular elocuencia, por contraste, acerca del talento de sus artífices. Una obra redonda hace imposible la tarea de segregación de sus partes, mientras que en otra imperfecta los destellos de genio, de presentarse, lo hacen perfectamente aislados e identificables, y existe una emoción intrínseca al ejercicio de descubrirlos. Pero ese es parte de otro fenómeno al que también se refirió Truffaut, y es el de la gran película fallida.
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