viernes, 26 de junio de 2009
El cine de los 90
El miércoles pasado me ocurrieron dos cosas que en principio no debían estar relacionadas, pero que terminé vinculando. La primera de ellas tuvo lugar cuando leí, en la sección de críticas de las películas emitidas por las televisiones en el día, una elogiosa reseña sobre “Ni uno menos”, planísima cinta de Zhang Yimou, en la que ésta era descrita como “un oasis en medio de la mediocridad del cine de los 90”. Poco después, sin haberme dado tiempo para reponerme de la experiencia, entraba en la Filmoteca Española para ver “Cuento de invierno” (1992) de Eric Rohmer. La yuxtaposición de ambos hechos irradia una ironía descomunal: qué curioso, que la mejor película que he visto en una sala en lo que llevamos de año fuera producida precisamente en los años 90.
“Cuento de invierno” es una joya, una auténtica maravilla artística, además de un ejemplo perfecto de aquello que escribía hace unos días, relativo a que en mi opinión la calidad de una película no reside tanto en lo que se cuenta como en el modo en que esto nos es contado. El argumento de esta película podría constituir el material perfecto para una fotonovela o una historia de Corín Tellado; sin embargo, en las delicadas pero maliciosas manos de Rohmer se convierte en una sublime historia sobre el amor como hecho religioso, sobre la capacidad de la fe para resucitar a los muertos, además de en el retrato de una fanática irredenta, una integrista del amor. La auténtica excepcionalidad de la cinta consistía en que, mientras ésta duraba, yo creía las descabelladas tesis sostenidas por su protagonista (interpretada por Charlotte Véry), del mismo modo que “La palabra” de Dreyer me hace creer en Dios y en los milagros… al menos durante dos horas.
En cuanto a la afirmación leída en El País, sólo puedo decir que me río a carcajada limpia. Su autor parece olvidar que la de los 90 fue una década que se abrió con “Atame!” y se cerró con “Todo sobre mi madre” de Almodóvar, y que entre medias se engendraron películas como “Tres colores: Rojo” y “La doble vida de Verónica”, de Kieslowski; “La reina Margot”, de Chéreau; “El sol del membrillo”, de Erice; “Europa” y “Rompiendo las olas”, de Lars Von Trier; “Muerte entre las flores”, “Barton Fink” y “Fargo”; de los Coen; “Van Gogh”, de Pialat; “A través de los olivos” y “El sabor de las cerezas”, de Kiarostami; “La boda de mi mejor amigo”, de Hogan; “Sin perdón”, “Un mundo perfecto” y “Medianoche en el jardín del bien y del mal”, de Eastwood; “Happy together” y “Chungking Express”, de Wong Kar-wai; “El valle Abraham”, “Viaje al principio del mundo” y “La divina comedia”, de Oliveira”; “Mi Idaho privado”, de Gus Van Sant; “La bella mentirosa”, de Rivette; “Principio y fin”, de Ripstein; “Los juncos salvajes”, “Los ladrones” y “Mi estación preferida”, de Téchiné; “Adiós a mi concubina”, de Chen Kaigé; “Todos dicen I love you”, “Maridos y mujeres” y “Balas sobre Broadway”, de Allen; “Caro diario”, de Moretti; “Reservoir Dogs” y “Pulp Fiction”, de Tarantino; “Howard’s End”, de Ivory; “Twin Peaks” (la serie), “Corazón Salvaje” y “Una historia verdadera”, de Lynch; “On connaît la chanson”, de Resnais; “Los amantes del Pont-Neuf”, de Carax; “Funny Games” y “Benny’s Video”, de Haneke; “Exotica”, de Egoyan; “Atrapado en el tiempo”, de Ramis; “Eyes Wide Shut”, de Kubrick; “Uno de los nuestros” y “Casino”, de Scorsese; “La ceremonia”, de Chabrol; “Eduardo Manostijeras”, de Burton; o “El maestro de marionetas”, de Hou Hsiao-Hsien. Seguro que me dejo varias. Y aún así me salen más de cinco grandes películas por año.
Francamente, ante esto no sé qué resulta más ofensivo, si que el crítico afirmara con toda tranquilidad que los 90 fueron un erial cinematográfico, o que eligiera para salvar de la quema precisamente “Ni uno menos” de Zhang Yimou.
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