martes, 6 de enero de 2009

La France (y II)

Jeanne Moreau: du vrai chic...


Por supuesto, mi amor por Francia va más allá de las visitas esporádicas, o incluso de los conocidos que allí nacieron o viven. Está, por ejemplo, el cine francés, que como conjunto constituye sin duda mi cinematografía preferida. Desde luego que en ella abundan los bodrios, los sonrojantes productos supuestamente comerciales y la pretenciosidad, como en cualquier otra, pero también contiene una insólita proporción de grandes creadores por habitante. Entre mis directores favoritos de todos los tiempos se cuentan Bresson, Renoir, Truffaut, Vigo, Cocteau, Becker, Eustache, Demy o Pialat, por citar algunos ya fallecidos. De los que siguen vivitos, coleando y en activo, me encantan Jacques Rivette, André Téchiné, Patrice Chéreau o Claude Chabrol, autores en mi opinión de algunas de las mejores películas de finales del siglo XX y principios del XXI. También he apreciado mucho algunas películas de Léos Carax (sobre todo), Olivier Assayas y Jacques Audiard. No he visto nada de Arnaud Desplechin, y lo lamento, pues intuyo que podría interesarme mucho. La nouvelle vague, tan llena de detractores últimamente, me parece uno de los mejores inventos de la cultura reciente, a tenor de sus resultados artísticos. El caso específico de Godard, sin embargo, me genera sentimientos ambivalentes: en ocasiones no lo soporto, aunque globalmente admire su trabajo. Por último, no hay que olvidar que algunos grandes directores de otros países han hecho grandes cosas trabajando en Francia y/o con capital francés: Buñuel, Kieslowski, Polanski, Zulawski, Oliveira o Iosseliani son algunos ejemplos.

Eso por no hablar de sus actores y actrices, de sus estrellas. Sin la vulgaridad de las españolas, pero sin tanto artificio como las americanas, infinitamente más sensuales y distintivas que todas ellas, las estrellas francesas nunca dejan de producirme arrobo y admiración. Mezclando todas las épocas y sexos, están Jeanne Moreau (la más grande de todas: habrá que hablar largo y tendido sobre ella en otro momento), Jean-Paul Belmondo, Catherine Deneuve, Arletty, Jean-Louis Barrault, Danielle Darrieux, Jean Gabin, Juliette Binoche, Gérard Philipe, Anouk Aimée, Jean-Luis Trintignant, Delphine Seyrig, Alain Delon, Simone Signoret, Michel Piccoli, Stéphane Audran, Gérard Depardieu (y su hijo, el recientemente fallecido, maravilloso Guillaume), Isabelle Huppert, Fanny Ardant. ¡Qué ramillete, cuánta clase, atractivo y talento! No se puede dejar de nombrar a Daniel Auteuil, de estilo un poco demasiado Actor’s studio, pero indiscutiblemente dotado. A Emmanuelle Béart la he apreciado mucho, hasta que lo que se ha hecho en la cara ha adquirido magnitudes inasumibles. Isabelle Adjani me parece una categoría aparte: sencillamente, no entiendo su registro. De todos modos, en “La Reine Margot” -obra maestra- resultaba adecuadamente marciana y bigger tan life. Entre los más jóvenes, es difícil encontrar en todo el cine mundial más magnetismo y sex-appeal que el que condensan Benoît Magimel, Louis Garrel (¡tan joven, y con tanto estilo!), Romain Duris, Eva Green o Audrey Tautou. Marion Cotillard, a pesar de su Cruz-y-rayesco y oscarizado trabajo en aquel biopic de Edith Piaf, es una buena actriz y una cálida presencia.

En cuanto a la literatura, aparte de Marcel Proust, que supuso para mí una auténtica relevación, una conmoción que me abrió las puertas de un nuevo mundo, debo agradecer a escritores como Stendhal, Balzac, Flaubert, Zola, Colette o Camus algunos de los momentos más intensos y emocionantes que he vivido como lector. En la música, reservo sendos pedestales para las voces y la personalidad de Jacques Brel (belga de sabor más galo que los gitanes), Gainsbourg, Barbara, Ferré, Piaf, Trenet, Brassens, Françoise Hardy o Juliette Gréco. Y en las artes plásticas, Géricault, Corot o Monet, aparte de todos los surrealistas, son algunos de mis favoritos.

Los franceses suelen conceder a la cultura y al pensamiento una posición relevante, a veces rayando el esnobismo. Por decirlo de algún modo, si uno escoge a un español al azar y le pregunta si ha leído a Cervantes, obtendrá como respuesta un sincero “no”, mientras que si a su equivalente francés le preguntaran si ha leído a Proust lo más probable es que su respuesta sea un “bien sûr!” tan vehemente como falso. Entre las dos posibilidades, prefiero la segunda, que al menos demuestra cierta conciencia de que entre lo que uno debería tener se incluye el conocimiento de los grandes autores en la propia lengua. Pero, además, por mucho que se hable de chovinismo, Francia destaca por su curiosidad y respeto hacia aquello que ocurre fuera de sus fronteras, por su deseo de enriquecer con ello su propia cultura. He hablado antes de los muchos directores de cine extranjeros que han realizado parte de su obra en Francia: excepto los Estados Unidos, no creo que haya un solo país que se haya beneficiado tanto del talento foráneo, y que haya sido tan entusiasta a la hora de acogerlo. No es el cine el único ámbito en el que esto ha ocurrido, y para darse cuenta de ello sólo hay que pensar en las décadas en que París fue un hervidero de artistas procedentes de todo el mundo. El fenómeno llega también a la literatura, el sancta sanctorum de la cultura de un país: el irlandés Samuel Beckett escribió la mayor y más importante parte de su obra en francés, y más recientemente el norteamericano Jonathan Littell ganó el premio Goncourt con su novela “Les Bienveillantes”, en el mismo idioma. No conozco muchos casos similares en otras lenguas. Los franceses saben caminar sobre el alambre más fino mejor que cualquier funambulista: adoran la cultura extranjera sin descuidar la propia, saben disfrutar de la vida sin perder de vista el objetivo de la eficiencia, poseen una soberbia gastronomía en la que las grasas animales ocupan una posición fundamental, pero presentan unas bajísimas tasas de obesidad y enfermedad coronaria. Como resultado de todo ello, tengo a Francia por el máximo exponente de la civilización, al menos tal y como yo la entiendo.
Pensaréis que exagero, que ni siquiera al mayor fanático se le puede pasar por alto que todo tiene sus pros y sus contras, y tendréis razón. No descarto que Francia, sus habitantes, su literatura, su tradición artística, su gastronomía y su cine estén plagados de defectos estructurales, aunque yo sea incapaz de encontrarlos. Lo mismo le ocurre a mucha gente cuando se enamora, lo que nunca ha sido mi caso, pues hasta ahora he sido en cada momento bastante lúcido acerca de los defectos de la persona amada. En fin, puede que al fin y al cabo todo esto no sea más que una vulgar traslación de emociones.

A Francia le dedico mi único espacio para la irracionalidad: considero que hay destinatarios peores.

No hay comentarios: