miércoles, 10 de junio de 2009

Juego de espejos


Crítica que publiqué en prensa el pasado mes de mayo:

Salvo error, nos encontramos ante la tercera exposición individual que la galería Espacio Mínimo dedica a Manu Muniategiandikoetxea (Bergara, 1966). Tras Una situación extraordinaria en 2002 y Orain en 2005, llega esta Etxe Gorrian. Destaquemos, en primer lugar, la alternancia de lenguas en sus títulos, que difícilmente será casual: de hecho, en algunos casos los idiomas han llegado a combinarse dentro de una misma denominación, como ocurrió con la reciente Behar Gorria Primavera Azul (2008) en el Koldo Mitxelena Kulturunea de Donostia. Por otro lado, aunque la madurez del artista irrumpió hace ya tiempo, de manera precoz e inconfundible, ésta se impone en cada encuentro como una evidencia cada vez más deslumbrante.

Si bien es cierto que la obra del guipuzcoano posee entidad e implicaciones propias (pero ya entraremos en esto más adelante), una de sus principales virtudes consiste en la honestidad y transparencia con que reclama el legado de sus mayores. Oteiza, desde luego, pero no en menor medida, si nos basamos en una mirada superficial, Vladimir Tatlin, El Lissintzky o Alexander Rodchenko, y los constructivistas rusos y sus múltiples derivaciones en general. Del mismo modo, algo hay de los arquitectones de Vladislav Streminski, o de las imponentes, despojadas formas geométricas coloreadas de Georges Vantongerloo, en la obra de Muniategiandikoetxea. Y, quizá más aún, de los grupos Abstraction-Création o Züricher Konkreten, así como de la racionalidad geométrica del sueco Max Bill. La nada nueva ambición de aprehender el espacio a medida que éste es construido, la fascinación por la aparente lógica de los volúmenes geométricos y su interacción, y finalmente el deseo de hacer que las formas puras hablen, expresen (“¡Está vivo!”, aullaba el doctor Frankenstein de su criatura), encuentran ahora en Muniategiandikoetxea un depositario por lo menos a la altura de su nada despreciable exigencia.

En este sentido, hay que decir que las esculturas presentes en Etxe Gorrian sintetizan y reflejan bien el espíritu de su creador. Se trata de seis piezas de pequeño formato, elaboradas en metal y madera, éstas últimas desnudas o provistas de discretas, estudiadas pinceladas de color (rojo, blanco, verde), junto con dos grandes esculturas que se apropian majestuosamente de los espacios más amplios de la galería. En este caso, el montaje se refuerza con una opción arriesgada, que consiste en contraponer las piezas con un cuadro que actúa como reflejo plano, o directamente con un espejo que enfrenta a la escultura consigo misma al tiempo que prolonga sus formas a modo de trompe l’oeil. Ambos juegos de espejos, desde luego barrocos, algo teatrales pero sumamente efectivos, tampoco suponen una novedad en el artista y sirven para incidir en la capacidad para manipular el espacio con el fin de obtener percepciones únicas, obligando al espectador a replantearse sus referencias mientras asiste a este diálogo entre la escultura y la pintura, el volumen y el plano, la realidad tangible y su reflejo multiplicado.

Otro cuadro, en el que el color rojo domina la composición y que por tanto remite y proporciona sentido al título mismo de la exposición, domina la zona cercana a la entrada en la planta superior de la galería. “Soy Manu. Soy pintor”, afirma Muniategiandikoetxea de sí mismo, dando a entender que estas dos circunstancias son las únicas certezas que lo alumbran. Todo lo demás, incluyendo su estatus como escultor, pertenecería al ámbito de la incertidumbre, si nos atenemos a una interpretación literal de sus palabras. Dejando aparte la vidriosa cuestión de la identidad del creador, debemos quizá deducir que es en la pintura el único ámbito donde el artista se encuentra dentro de su medio natural: sin embargo, cuesta creerlo contemplando aquí su dominio de los espacios y los volúmenes, los apasionantes diálogos que establece entre ellos con perfecta apariencia de sencillez (que, como sabemos, es uno de los efectos más difíciles de lograr). Otra interpretación más reconfortante de esta afirmación sería que en realidad Muniategiandikoetxea posee una concepción pictórica de sus esculturas, y que sus criterios y metodología a la hora de enfrentarse a una disciplina u otra no difieren en lo esencial. Poco importa, finalmente: en uno u otro caso, lo innegable es que la obra de Manu Muniategiandikoetxea está dotada de auténtica ambición y de un rigor que resultaría imposible no admirar.

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