lunes, 25 de enero de 2010

Nine: ¿por qué?


No puedo evitar preguntarme por el sentido de la existencia de “Nine”, de Rob Marshall. Es cierto que cabe hacerse esta pregunta ante cualquier mala película, pero en este caso la cuestión cae por su propio peso, como una saca de tramoya.

En 1963, Federico Fellini estrenó “Ocho y medio”, una de sus mejores películas, fantasía excesiva y visionaria en la que se enfrentaba con tanto egocentrismo como implacabilidad a sus angustias como creador y sus complicadas relaciones con las mujeres. El reparto lo lideraba Mastroianni haciendo del director, y a su alrededor pivotaban entre otras Anouk Aimée, Claudia Cardinale y una inolvidable Sandra Milo (que interpretaba un personaje basado en ella misma, como amante de Fellini en la vida real).

En los 80, a algún iluminado se le ocurrió llevar la historia a los escenarios de Broadway en forma de un musical que protagonizó el ya fallecido Raúl Juliá, y que después reestrenaría Antonio Banderas. Tiendo a pensar que el éxito de ambos montajes se basaba únicamente en las coreografías y la habilidad de sus repartos, ya que la partitura del musical, llamado “Nine”, es más bien mediocre, y las letras directamente infames.

Esta es la obra que se ha adaptado ahora al cine, cayendo aún algunos peldaños por debajo de su precedente teatral. Todo en él es tan horrible que cuesta creerlo: se mantienen las limitaciones del original (la historia está tan mal contada por las estúpidas letras de las canciones que es imposible sacar conclusiones sobre qué coño le pasa al protagonista, aparte de que está colgado de su madre y es por tanto infiel por naturaleza, y que se ha quedado sin ideas para sus películas), e incluso se consigue empeorarlas mediante la adición de una nueva canción llamada “Cinema Italiano”, a cargo de una esforzada Kate Hudson, que de verdad da vergüenza ajena.

Hay mucho decorado, mucha luz y mucho colorido, pero las coreografías (ni nada de lo que ocurre, en realidad) es imposible percibirlas por culpa de una planificación y montaje atroces, insufribles, ideados bajo la absurda premisa de “cambiad de plano cada segundo”. Casi todos, planos cortos, por cierto. Como concepto, admito que la idea de un musical rodado mediante planos cortos y en el que no se vea absolutamente nada tiene su originalidad y su interés, pero no creo que Bob Marshall haya venido al mundo con la intención de revolucionar el cine, así que me temo que todo es fruto de la ineptitud antes que de la voluntad experimental, y el espectador lo sufre en sus carnes.

Y ni siquiera el reparto llega a salvar la empresa. En primer lugar, Daniel Day-Lewis presenta una inesperada ausencia de carisma, pero además Marion Cotillard (correcta) y Nicole Kidman (regularcilla) están bastante sosas, mientras Judi Dench da pena en un número de relleno. Aún peor parada sale la pobre Sophia Loren, que parece fotografiada por alguien que la odia. Al menos, Penélope Cruz sí consigue dar un poco de gracia a su remedo de Sandra Milo, gracias a un acento italiano bastante logrado, un número en el que lo da todo y un par de escenas de picardía y llanto, dos de sus especialidades. Pero ésta es muy poca recompensa para el esfuerzo de ver una película que por momentos se hace (literalmente) invisible.

Por eso, lo más sensato sería hacer como si “Nine” no se hubiera rodado nunca. ¿Qué es lo que perderíamos? Total, lo mismo ya está contado, millones de veces mejor, en “Ocho y medio”...

viernes, 22 de enero de 2010

La cinta blanca


Michael Haneke es un director que me gusta y al que admiro. Reconozco su tremendismo, y también la agresiva forma de manipulación que aplica sobre el espectador en todas sus películas (un rasgo que raya el puro y simple abuso), pero a pesar de todo he adorado películas como “Benny’s video”, “Funny Games”; “La pianista” o “Caché” por la intensidad de su puesta en escena y la astucia de su técnica narrativa. Pese a todos los premios recibidos (Palma de Oro en el último Cannes, Premio de la Academia Europea de Cine, Globo de Oro, el Oscar en ciernes) no creo, sin embargo, que “La cinta blanca” esté a la altura de las anteriores.

Hace poco leía en “Imágenes”, libro escrito por el gran Ingmar Bergman (modelo estilístico confesado y evidente de Haneke), un pasaje fascinante, en el que el genio sueco describía cómo en su infancia la perpetración de una falta era seguida por la aplicación -calculadamente postergada- del correspondiente castigo, que al mismo tiempo se temía y se deseaba, porque su advenimiento implicaba la liberación de la culpa. Tengo el convencimiento íntimo de que la lectura de este pasaje ha inspirado a Haneke el guión de su última película.

Michael Haneke cuenta su historia con una impresionante batería formal, que incluye la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Christian Berger, reminiscente del mencionado Bergman, pero también de Dreyer o Bresson, pero si el resultado empalidece al compararse con la filmografía anterior del propio Haneke, mejor no intentar la confrontación con el trabajo de estos maestros. Hay en “La cinta blanca” otros aspectos admirables (magníficas interpretaciones de todo el reparto, una perfecta dosificación del misterio y la violencia, algunos momentos de indiscutible fuerza dramática y capacidad de sugestión, una de las mejores ambientaciones vistas en los últimos tiempos), pero el conjunto me pareció que posee debilidades capitales, y por desgracia éstas revelan más que en otras ocasiones el ensañamiento sobre la psique del espectador inherente a Haneke.

Así, la tesis esgrimida, cómo una educación represiva e indiferente a la complejidad de la naturaleza humana alimenta al demonio que habita en nuestro interior, cómo la violencia se transmite de generación en generación de manera amplificada, cómo la sociedad patriarcal destruye a sus propios miembros y lleva el germen de la injusticia en su seno, cómo la religión y las diferencias de clase contribuyen a este proceso de degradación, se presenta de un modo demasiado literal, lo que acaba resultando burdo y fastidioso. Cada secuencia parece concebida y ejecutada con el único fin de abundar en esta idea poliédrica pero única, con lo que termina perdiéndose densidad dramática y capacidad de sugestión. Además, en la atmósfera pesa inevitablemente (Haneke lo sabe muy bien, y lo refuerza con toda clase de elementos subliminales) la losa del nazismo que irrumpiría poco después de los hechos ficticios que se describen en la película. Tampoco contribuye a aceptar con menos irritación la apuesta del director austriaco la desconcertante opción narrativa tomada, en virtud de la cual el maestro del pueblo es quien nos cuenta la historia, pero vemos a través de sus ojos múltiples escenas en las que él no estaba presente, y de las que de ninguna manera pudo tener conocimiento, mientras que otras, justo aquéllas cuya visión aniquilaría el misterio, obviamente se nos hurtan. Haneke, lo siento mucho, hace trampas como narrador, y en mi opinión esto termina por desvirtuar su propuesta.

De todas maneras, ni que decir tiene que “La cinta blanca” es mejor que casi todo lo que se estrena, así que sería raro que, si necesitáis ir al cine a toda costa, encontrarais una opción mejor. Por todas de las virtudes descritas, y por algunas otras que cada uno seguramente encontrará en ella, considero que es una película que debe verse.

jueves, 21 de enero de 2010

Guerra de sexos!


Leo con bastante curiosidad una noticia ( http://www.elmundo.es/elmundo/2010/01/20/comunicacion/1264019591.html ) según la cual una institución llamada Observatorio de la Imagen de las Mujeres, de cuya existencia no tenía noticia, ha recogido en un informe varias protestas relativas al tratamiento de lo femenino en el programa “Escenas de matrimonio”. Al parecer, en ese gran show televisivo del siglo XXI las mujeres aparecen como “seres complejos e incomprensibles, con lo que hacen imposible la vida de sus maridos o parejas, reproduciendo anacrónicos y denigrantes estereotipos sobre las relaciones de pareja”. De todo esto, lo único que discuto es que el estereotipo en cuestión (que de denigrante en efecto tiene mucho) presente anacronismo alguno.

A continuación relataré una breve anécdota que encuentro bastante ilustrativa sobre el caso. Estas pasadas navidades, la vuelta al hogar incluyó una cena con mis viejos amigos del colegio. Yo fui uno de los pocos que asistieron al evento sin pareja. Primer dato digno de análisis sociológico-cultural: de un modo espontáneo, todas las mujeres se sentaron juntas, en un extremo de la mesa. En el otro extremo se situaron los hombres. Había por tanto un escrupuloso reparto por sexos, que a la vista resultaba de lo más chocante. Pronto averigüé el motivo de la segregación, que constituye la segunda y definitiva curiosidad del caso: todos los casados o ennoviados que me rodeaban, todos sin excepción (e incluso algunos que no lo estaban ya), terminaron aferrándose al monotema de lo terriblemente complicadas, rencorosas, exigentes y arbitrarias que son las mujeres. Siempre se acuerdan de todo lo malo que ha hecho uno, y están dispuestas a echarlo en cara en cualquier momento. Es imposible satisfacerlas, porque siempre exigen más, en todos los órdenes. Su pensamiento es completamente arcano e impenetrable. Son incapaces de mantener la calma, de tomar decisiones con serenidad y raciocinio. Y todo así.

Deduje de esto que, de algún modo, mis amigos vivían su relación de pareja como una condena ineludible, fenómeno cuyo motivo se me escapa por completo. Cuando planteé la pregunta de, dado que tenían semejante concepto de las mujeres, cómo es que seguían empeñados en mantenerlas como parejas (¿quién les obliga a ello?), no obtuve ninguna respuesta satisfactoria. Supongo que la alternativa de hacerse todos gays -o célibes- así, por las buenas, les debe de resultar aún más insoportable que el convencimiento de que van a pasar el resto de sus días atados a una harpía desquiciada, un monstruo de naturaleza perversa. Mientras tanto, yo miraba de reojo a sus novias y mujeres, que charlaban animadamente con una apariencia de perfecto candor: quizá estuvieran conspirando sobre cómo seguir desconcertando y maltratando a los pobres machos de la tierra, o quizá (esto me parece más probable) se quejaban de lo incomprensibles e inmaduros que son los miembros del género masculino.

Parece, por tanto, que la guerra de sexos sigue instalada en nuestra sociedad. Y, como en toda guerra, los estereotipos acerca del adversario funcionan a pleno rendimiento: o sea, que de anacronismo nada, monada. Si no, que se lo digan a Lars Von Trier: cuánto lamento no haber recomendado a mis amigos escolares un paseo por el cine para enfrentarse a su “Anticristo”…

miércoles, 20 de enero de 2010

Otro biopic


La moda de los biopics sigue pisando fuerte. Después del desastre acometido recientemente sobre el personaje del poeta Jaime Gil de Biedma, le toca el turno nada menos que a Serge Gainsbourg, otro maldito.

La película “Gainsbourg, vie héroïque”, de Joann Sfar, acaba de estrenarse en Francia con críticas no tan malas como era de esperar: claro que las películas que se hicieron recientemente sobre Edith Piaf y Coco Chanel, pese a ser sendos truños, tampoco fueron mal tratadas por la prensa, e incluso lograron un puñado de premios para sus autores e intérpretes.

Por mi parte, por el momento poco puedo decir de la película, salvo que me apetece verla y que la temo, ambas cosas comprensibles en un fan reconocido del músico que da nombre a la operación. El reparto de la cinta resulta bastante convencional, aunque en él no faltan las curiosidades, a saber:

a) Eric Elmosnino, el protagonista, posee el dudoso honor de ser aún más feo que el personaje real al que interpreta, que ya lo era bastante, las cosas como son (casi siempre se opta por la operación inversa: elegir un actor guapo y triunfador y afearlo con vistas a cubrirlo de premios).

b) Laetitia Casta hace de Brigitte Bardot, lo que constituye sin duda la idea más convencional y aburrida de todas. Mejor habría sido contratar a una actriz de verdad, una que otorgara algo de energía al personaje. Los vídeos promocionales en circulación refuerzan claramente esta opinión.

c) Jane Birkin (con la que Gainsbourg engendró a su hija Charlotte, la musa del Anticristo) está interpretada por Lucy Gordon, bellísima actriz británica vista antes en películas como “Las muñecas rusas”, y que por desgracia se suicidó hace unos meses, poco después de finalizar el rodaje. Una buena decisión de casting, y una lástima que no vaya a traducirse en una nueva estrella europea.

d) Anna Mouglalis se mete en la piel de Juliette Gréco. No parece mala idea. La post-adolescente Sara Forestier, en cambio, parece una opción insuficiente para interpretar a la naïf France Gall, a la que Gainsbourg hizo cantar lo mucho que le gustaba chupetear pirulíes.

En fin, hasta que llegue la película a nuestras carteleras (si llega), es posible ver unos cuantos vídeos promocionales en youtube.

sábado, 16 de enero de 2010

Dos bares en Nueva York


Hace unos meses dedicaba una entrada a los bares, lugares que me han gustado desde que tengo uso de razón y que aún hoy (a pesar de que he dejado de beber alcohol) siguen interesándome. En un buen bar, bonito, íntimo y cómodo me siento como en mi casa. Aunque ya no consigo quedarme en ellos demasiado tiempo seguido (ya no es lo mismo, sin un dry martini o un vino en la mano), los bares de una ciudad son todavía una de la cosas que más me gusta descubrir cuando viajo.

Hace poco estuve en Nueva York, y allí conocí un puñado de locales bastante interesantes. De todos ellos, hubo dos que me fascinaron. No tienen nada que ver entre sí, pero ambos, a su manera, reúnen varias de las características que en mi opinión ha de tener un bar. Curiosamente, los dos pertenecen a sendos hoteles.

Primera parada: el King Cole Bar and Lounge, del hotel St Regis. Un lugar maravilloso, donde se tiene la impresión que nada malo puede sucerderle a uno: un poco como le ocurría a Holly Golightly en Tiffany's (me pregunto qué pensaría Miss Golightly del ambiente que reina actualmente en la famosa joyería de Manhattan, plagadita de turistas), pero disfrutando de una copa y del discreto sonido de un piano. Maderas oscuras, pequeñas mesas cuadradas, moqueta, y así. Y sobre la barra reina un enorme mural que representa una escena de la cancioncilla tradicional que da nombre al garito.

Segunda parada: el lounge del hotel Standard, edificio-emblema del barrio de moda en la ciudad, el Meatpacking District. Después de cenar (muy bien) en el grill del hotel, merece la pena subir hasta el último piso y adentrarse en un bar alucinante, que podría describir como una combinación entre los night-clubs de esmoquin blanco que aparecían en las películas del Hollywood de los años 40 (y en el inicio de "Indiana Jones y el Templo Maldito") y el mundo futurista-pop de Barbarella. Una experiencia que merece la pena, desde la chica de belleza extraterrestre que se le acerca a uno en la entrada dándole la bienvenida e indicándole el camino al guardarropa hasta las vistas sobre la ciudad que se disfrutan desde su vertiginosa altura.

viernes, 15 de enero de 2010

El valor de los objetos


Crítica publicada el mes pasado:

Se presenta en Bastero Kulturgunea una exposición dedicada al cántabro José Luis Vicario, artista que corona así una intensa temporada en la que ha mostrado varias facetas de su compleja personalidad creativa.

El valor de los objetos

José Luis Vicario (Torrelavega, 1966) es un artista inquieto y de amplio alcance; casi todo puede esperarse de él, excepto la previsibilidad. Dedicado sobre todo a la escultura desde que se licenció en la facultad de Bellas Artes de Bilbo, ha aplicado su creatividad a otros ámbitos como el dibujo, el videoarte e incluso la escenografía teatral. Sin embargo, es posiblemente su obra escultórica la que se muestra capaz de recoger en mayor medida la esencia de una vigorosa personalidad, y la que por tanto posee un superior poder sugestivo.

En los últimos meses, han sido varias las oportunidades que se nos han presentado para comprobar esta realidad. Primero con “Tripas y guirnaldas”, en el bilbaíno Espacio Marzana, donde se desplegaba con astucia y habilidad todo un acervo de contrastes (duro / blando, tierra / aire, pesado / ligero, orgánico / inorgánico, y así sucesivamente) logrado mediante los mínimos elementos razonablemente posibles. Sobre los intestinos esculpidos en mármol, férreamente sujetos al suelo y compactos como maletines médicos, se alzaban unas leves guirnaldas “tristes” (en palabras del propio autor) que cuestionaban la utilidad intrínseca del elemento ornamental mientras se sugerían turbadoras asociaciones mediante los bocados equinos que las sujetaban. Poco después, en el Museo de Bellas Artes de Santander, “Soporte del foramontano” profundizaba en las ideas expuestas en Marzana, quizá aún con mayor transparencia por lo que respecta a las contradicciones más íntimas del propio artista (lo rural frente a lo cosmopolita, lo tradicional frente a lo moderno). Ambas exposiciones, como en la tercera que ahora nos ocupa, documentan además, y por encima de cualquier otra cosa, la irresistible propensión de Vicario hacia los objetos.

Esta “Requetevisión blanda” se erige sobre la voluntad de mostrar los resultados obtenidos por Vicario a lo largo de su carrera al tratar materiales textiles de diversa naturaleza. Alguna de las piezas incluidas se remonta a su etapa como estudiante universitario, pero tampoco faltan otras mucho más recientes. Hay ejercicios de estilo de cierto ingenio, y también obras de una resonancia y una rotundidad indiscutibles, definitivas. Y todas ellas tienen en común, efectivamente, el haber sido confeccionadas, en todo o en parte, mediante el uso de materia blanda. Bajo un ánimo no muy distinto del que guiaría a un modisto de alta costura, Vicario moldea los tejidos y juega con texturas, formas, cortes y caídas para ejecutar sus propuestas. Estas recorren un amplio itinerario, desde un cuadro compuesto por paños higiénicos de felpa unidos por cremalleras hasta una “Nieve portátil” que es una red de tiras de raso capaz de expandirse y replegarse a voluntad de su creador. Por su parte, un pequeño “Círculo de Ionesco” fijado a la pared cede en sus extremos al peso de unas hembrillas metálicas, como si fueran las dos aletas de un pez raya, explorando la posibilidad de que un círculo pueda no ser, al fin y al cabo, realmente circular.

Es precisamente esta modesta pieza juvenil la que encapsula de un modo más puro algunas de las claves de Vicario, y también muchas de sus virtudes. Desde sus inicios, el cántabro se ha caracterizado por poner en cuestión la esencia que a nuestros ojos poseen las cosas. Desprovisto de su “circularidad”, un círculo puede sin embargo seguir siendo un círculo, y poseer valor (sea éste el que sea) como tal. Lo mismo ocurría con algunas de las mejores piezas vistas en las exposiciones anteriores de Vicario, unas cestas de pesadísimo, inmanejable mármol travertino o unos cubiertos-remos-aperos de labranza cuyo carácter mestizo imposibilitaba para todo empleo utilitario, lo que por otro lado no hacía sino resaltar su absoluta vigencia como objetos, vigencia reivindicaba en todo el trabajo de su autor. El desvelamiento de esta paradoja constituye uno de los principales logros de toda la obra del artista y esto, por sí solo, debería bastar para justificarla. Para Vicario, las cosas valen por lo que son, no por aquello para lo que sirven. Hay algo de brutalmente sincero y conmovedor en este homenaje al objeto, en este generoso despliegue fetichista en el que acaba convirtiéndose toda exposición de José Luis Vicario. Lo cierto es que otros elementos también presentes (el conceptual y el narrativo, o las ocasionales sugerencias minimalistas) terminan palideciendo ante este hallazgo mayor.

Todas las piezas presentes estos días en Andoain participan de este mismo espíritu: entre ellas, una “Columna Salomana” de raso color cereza que pende majestuosamente del techo, o “La portería de Abel”, una solemne red en la que se han atado decenas de cintas de colores a modo de votos, y que originalmente sirvió como elemento escenográfico para una obra teatral.

Otra de las virtudes destacables de la exposición es la perfecta identificación obtenida entre todas estas piezas y el espacio que las acoge. La gran sala del centro Bastero es un fantástico dominio con una fuerte personalidad propia, y precisamente por eso no siempre resulta hospitalaria frente a unas obras de arte que corren el riesgo nada improbable de verse eclipsadas. Con “Requetevisión blanda” no podríamos encontrarnos más lejos de dicho escenario, de modo que las sinergias entre contenido y continente han sido explotadas con sabiduría admirable.

jueves, 14 de enero de 2010

Un cónsul poco honorario


Recién llegado de un viaje, veo la primera película del año. “El cónsul de Sodoma”, de Sigfrid Monleón, biopic del poeta español Jaime Gil de Biedma, resulta ser una experiencia tan marciana que pulveriza todo resquicio de jet lag. Una rara virtud, al fin y al cabo.

Los primeros minutos de la cinta, que transcurren entre los altos y los bajos fondos de Manila en los años 60 del pasado siglo, resultan alarmantes: diálogos de parvulario, interpretaciones acartonadas y, rematándolo todo, una fotografía rarísima, con hiperiluminación, grano y tonos miel, que recordaba a algunos olvidables (y, de hecho, olvidados) ejemplos de la cinematografía catalana de finales de los años 70. Después, durante algo así como tres cuartos de hora más, la alarma pasa a convertirse en espanto: en varias ocasiones consideré que lo que estaba viendo era una pura y simple infamia. Y no por la decisión de centrar el eje de la anécdota narrativa en la voraz sexualidad del poeta, o por el retrato –en todo caso, no especialmente duro- que se bosqueja de gente como Juan Marsé, Carlos Barral o Colita (en realidad no hay apenas visión sobre los totems de la gauche divine: a pesar de que ocupan bastante espacio en el metraje de la película, uno tiene la impresión de que pasaban por ahí), sino sencillamente por lo espantosamente mal que está hecho todo. Si al cabo de un rato el discutible look visual de la película acaba tolerándose, no puede decirse lo mismo de las interpretaciones (todos los actores están fatal, incluidos un ridículo Jordi Mollá y una insuficiente Bimba Bosé), ni del guión, que contiene algunas de las líneas de diálogo más sonrojantes a este lado de José Luis Garci. Casi todo es tan horrible que aquello que no lo es destaca como diamantes en un estercolero: la maravillosa selección musical, por ejemplo, o la utilización en la banda sonora de los poemas de Gil de Biedma, que posee un elevado voltaje emocional, sobre todo en la secuencia del encuentro con el cadáver del padre. Gracias a esto, “la píldora que os dan” (que diría Mary Poppins) pasa bastante mejor, y uno termina incluso cogiendo cierto cariño a la cinta y a su director, que al menos intenta echar mano de ciertos recursos estilísticos de puesta en escena: otra cosa es que el intento casi siempre le salga fatal. Por lo demás, las folladas (muy mal puestas en escena y rodadas), unos cuantos penes en erección y una amplia muestra de chaperos no justifican en absoluto el mini escándalo que se ha creado.

Mi adorado Juan Marsé ha puesto verde la cinta en unas declaraciones públicas recientes, lo que ha sido aprovechado por el productor, Andrés Vicente Gómez, para afirmar a su vez que lo que a Marsé le pica es que en ella se revela que el escritor barcelonés trabajaba en una joyería antes de alcanzar la gloria, y que se casó (¡horror!) con la criada de una marquesa. No he escuchado una majadería más improbable en toda mi vida: mucho me extrañaría que a estas alturas a Marsé le preocupe que se divulguen unas cuestiones tan banales sobre su vida. Por otro lado, como explicaba antes, el retrato que se dibuja del autor de “Últimas tardes con Teresa”, y de la génesis de esta obra maestra literaria (en la que, al parecer, la intervención de Gil de Biedma fue decisiva), resulta de una imperdonable irrelevancia. Una vez más, el pobre Marsé ha sido maltratado por el cine, aunque por fortuna aquí sólo intervenía en calidad de personaje secundario.

Dos momentos a rescatar en la grotesca globalidad de esta “El cónsul de Sodoma”: uno, un breve plano en el que el poeta aparece montando en moto con su amante gitano (esta última es, por cierto, la única interpretación decente de la cinta); otro, el final, que misteriosamente parece estar diciendo algo al espectador: justo lo que no se ha hecho en las casi dos horas anteriores.

domingo, 3 de enero de 2010

Mano dura con los actores


No sé a qué se debe, pero cada vez que visito una ciudad francesa una de las primeras cosas que hago es entrar en una librería y salir con un par de libros de cine. En mi último viaje a Burdeos, uno de los botines que conseguí fue “Pialat, la rage au coeur”, escrito por un tal Pascal Mérigeau, sobre la obra del director Maurice Pialat, al que ya me referí en una entrada anterior. Por si hubiera alguien que esté pensando en comprárselo, lo aviso desde ya: el libro es una birria. No analiza gran cosa sobre las claves formales y temáticas del personalísimo director francés, y a cambio se dedica a describir diversas anécdotas de la preparación y el rodaje de cada una de sus cintas empleando un espantoso estilo periodístico, como de suplemento dominical, que si ya en un reportaje de cuatro páginas me irritaría, para todo un libro encuentro sencillamente abominable.

Como decía, las anécdotas son lo más jugoso (en realidad, casi lo único) del contenido del libro. Están fatal contadas, pero no les falta interés. Sobre todo, las referidas a la relación entre Pialat y sus actores, y a la dudosa metodología empleada por el primero para obtener lo mejor de los segundos. Algún ejemplo: durante el rodaje de “Loulou”, y con el fin de dar algo de “vidilla” al sector actoral, que no se pensaran que aquello era coser y cantar, Pialat le dijo a la cara a Isabelle Huppert (que ya entonces era una diva, a punto de embarcarse en un rodaje con Michael Cimino) que su trabajo era pésimo, y que poco menos que estaba hundiendo la película. Más: en “À nous amours”, le contó a la madura actriz Evelyne Ker que su hijo en la ficción, que además se ocupaba del casting de la película, había hecho todo lo posible para que a ella no le dieran el papel. Como consecuencia de esto, la psique ya de por sí delicada de la pobre mujer fue alterándose a lo largo del rodaje hasta que, en la filmación de una escena de enfrentamiento entre madre e hijo, a ella le dio un ataque de histeria y se puso a pegar al otro actor con toda la furia del mundo. El forcejeo terminó cuando Ker se dio un golpe en la cabeza y comenzó a sangrar de la herida mientras la cámara seguía rodando. La escena fue incorporada tal cual en el montaje, y Pialat casi levitaba del gusto. Un tercer caso: la película que se rodaba era la misma, y también el joven actor que hacía de hijo. Cuando éste pretendió hacer uso de un día libre para visitar a unos amigos, Pialat lo persiguió por el set de rodaje amenazándolo de muerte (y con expulsarlo de la película, que debía de parecerle aún peor)… con una sierra en la mano. En plan “Viernes 13”, sí. ¡Y luego hay quien se permite decir que Almodóvar es despótico y manipulador con sus actores!

A todo esto, las cintas de Pialat, narrativamente embrolladas, convulsas, desgarradas y de un falso naturalismo, son de lo más hermoso que se ha rodado en las tres últimas décadas del pasado siglo. Y los trabajos de sus actores, a menudo no profesionales, nunca quedan por debajo de la excelencia. Creo que aún queda en el mercado un pack con alguna de las mejores obras de este director, que desde luego tiene mi nombre escrito.