lunes, 25 de enero de 2010

Nine: ¿por qué?


No puedo evitar preguntarme por el sentido de la existencia de “Nine”, de Rob Marshall. Es cierto que cabe hacerse esta pregunta ante cualquier mala película, pero en este caso la cuestión cae por su propio peso, como una saca de tramoya.

En 1963, Federico Fellini estrenó “Ocho y medio”, una de sus mejores películas, fantasía excesiva y visionaria en la que se enfrentaba con tanto egocentrismo como implacabilidad a sus angustias como creador y sus complicadas relaciones con las mujeres. El reparto lo lideraba Mastroianni haciendo del director, y a su alrededor pivotaban entre otras Anouk Aimée, Claudia Cardinale y una inolvidable Sandra Milo (que interpretaba un personaje basado en ella misma, como amante de Fellini en la vida real).

En los 80, a algún iluminado se le ocurrió llevar la historia a los escenarios de Broadway en forma de un musical que protagonizó el ya fallecido Raúl Juliá, y que después reestrenaría Antonio Banderas. Tiendo a pensar que el éxito de ambos montajes se basaba únicamente en las coreografías y la habilidad de sus repartos, ya que la partitura del musical, llamado “Nine”, es más bien mediocre, y las letras directamente infames.

Esta es la obra que se ha adaptado ahora al cine, cayendo aún algunos peldaños por debajo de su precedente teatral. Todo en él es tan horrible que cuesta creerlo: se mantienen las limitaciones del original (la historia está tan mal contada por las estúpidas letras de las canciones que es imposible sacar conclusiones sobre qué coño le pasa al protagonista, aparte de que está colgado de su madre y es por tanto infiel por naturaleza, y que se ha quedado sin ideas para sus películas), e incluso se consigue empeorarlas mediante la adición de una nueva canción llamada “Cinema Italiano”, a cargo de una esforzada Kate Hudson, que de verdad da vergüenza ajena.

Hay mucho decorado, mucha luz y mucho colorido, pero las coreografías (ni nada de lo que ocurre, en realidad) es imposible percibirlas por culpa de una planificación y montaje atroces, insufribles, ideados bajo la absurda premisa de “cambiad de plano cada segundo”. Casi todos, planos cortos, por cierto. Como concepto, admito que la idea de un musical rodado mediante planos cortos y en el que no se vea absolutamente nada tiene su originalidad y su interés, pero no creo que Bob Marshall haya venido al mundo con la intención de revolucionar el cine, así que me temo que todo es fruto de la ineptitud antes que de la voluntad experimental, y el espectador lo sufre en sus carnes.

Y ni siquiera el reparto llega a salvar la empresa. En primer lugar, Daniel Day-Lewis presenta una inesperada ausencia de carisma, pero además Marion Cotillard (correcta) y Nicole Kidman (regularcilla) están bastante sosas, mientras Judi Dench da pena en un número de relleno. Aún peor parada sale la pobre Sophia Loren, que parece fotografiada por alguien que la odia. Al menos, Penélope Cruz sí consigue dar un poco de gracia a su remedo de Sandra Milo, gracias a un acento italiano bastante logrado, un número en el que lo da todo y un par de escenas de picardía y llanto, dos de sus especialidades. Pero ésta es muy poca recompensa para el esfuerzo de ver una película que por momentos se hace (literalmente) invisible.

Por eso, lo más sensato sería hacer como si “Nine” no se hubiera rodado nunca. ¿Qué es lo que perderíamos? Total, lo mismo ya está contado, millones de veces mejor, en “Ocho y medio”...

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