sábado, 16 de enero de 2010
Dos bares en Nueva York
Hace unos meses dedicaba una entrada a los bares, lugares que me han gustado desde que tengo uso de razón y que aún hoy (a pesar de que he dejado de beber alcohol) siguen interesándome. En un buen bar, bonito, íntimo y cómodo me siento como en mi casa. Aunque ya no consigo quedarme en ellos demasiado tiempo seguido (ya no es lo mismo, sin un dry martini o un vino en la mano), los bares de una ciudad son todavía una de la cosas que más me gusta descubrir cuando viajo.
Hace poco estuve en Nueva York, y allí conocí un puñado de locales bastante interesantes. De todos ellos, hubo dos que me fascinaron. No tienen nada que ver entre sí, pero ambos, a su manera, reúnen varias de las características que en mi opinión ha de tener un bar. Curiosamente, los dos pertenecen a sendos hoteles.
Primera parada: el King Cole Bar and Lounge, del hotel St Regis. Un lugar maravilloso, donde se tiene la impresión que nada malo puede sucerderle a uno: un poco como le ocurría a Holly Golightly en Tiffany's (me pregunto qué pensaría Miss Golightly del ambiente que reina actualmente en la famosa joyería de Manhattan, plagadita de turistas), pero disfrutando de una copa y del discreto sonido de un piano. Maderas oscuras, pequeñas mesas cuadradas, moqueta, y así. Y sobre la barra reina un enorme mural que representa una escena de la cancioncilla tradicional que da nombre al garito.
Segunda parada: el lounge del hotel Standard, edificio-emblema del barrio de moda en la ciudad, el Meatpacking District. Después de cenar (muy bien) en el grill del hotel, merece la pena subir hasta el último piso y adentrarse en un bar alucinante, que podría describir como una combinación entre los night-clubs de esmoquin blanco que aparecían en las películas del Hollywood de los años 40 (y en el inicio de "Indiana Jones y el Templo Maldito") y el mundo futurista-pop de Barbarella. Una experiencia que merece la pena, desde la chica de belleza extraterrestre que se le acerca a uno en la entrada dándole la bienvenida e indicándole el camino al guardarropa hasta las vistas sobre la ciudad que se disfrutan desde su vertiginosa altura.
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