Durante la semana pasada, el cine del Círculo de Bellas Artes dedicó al director italiano Federico Fellini un mini-ciclo bastante decente, imagino que para conmemorar los 15 años de su fallecimiento. Entre las películas seleccionadas, algunas de las más conocidas: “La dolce vita”, “Amarcord”, “8 ½”. Precisamente fue ésta última la que acudí a ver el sábado pasado, por ser de todas las programadas la que recordaba con menos precisión. Formalmente abrumadora, con un magnetismo de la imagen que posiblemente nadie haya logrado igualar después, la película me pareció la obra de un visionario, de un genio indiscutible. También llegó a cargarme, de tal manera que a partir de cierto punto tuve la sensación de que mis ojos no podían seguir procesando las secuencias, como cuando asisto a una exposición demasiado larga de un gran artista plástico, y las últimas salas sencillamente sólo consigo transitarlas, empachado y sin receptividad alguna para las últimas obras maestras que se me ofrecen.
Como a casi todos los grandes directores, descubrí a Fellini siendo adolescente, en uno de esos ciclos en versión original que programaba La 2 de madrugada. En su momento no me produjo un impacto particular (que sí recibí, por ejemplo, con Bergman o Fassbinder), aunque me gustaron mucho “Giulietta de los espíritus” y “Roma”. “La dolce vita”, a menudo señalada como su mejor película, me decepcionó ligeramente, no sabría decir por qué.
Visto hoy, el cine de Fellini sigue produciéndome admiración (¿cómo no admirar a alguien tan inmoderadamente imaginativo, y con semejante capacidad para dar forma perceptible a lo prodigioso?), pero también sigue frustrándome un poco. Algo me impide participar plenamente de sus propuestas: quizá se trate simplemente de que sus neurosis y las mías son demasiado distintas.
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