jueves, 14 de enero de 2010

Un cónsul poco honorario


Recién llegado de un viaje, veo la primera película del año. “El cónsul de Sodoma”, de Sigfrid Monleón, biopic del poeta español Jaime Gil de Biedma, resulta ser una experiencia tan marciana que pulveriza todo resquicio de jet lag. Una rara virtud, al fin y al cabo.

Los primeros minutos de la cinta, que transcurren entre los altos y los bajos fondos de Manila en los años 60 del pasado siglo, resultan alarmantes: diálogos de parvulario, interpretaciones acartonadas y, rematándolo todo, una fotografía rarísima, con hiperiluminación, grano y tonos miel, que recordaba a algunos olvidables (y, de hecho, olvidados) ejemplos de la cinematografía catalana de finales de los años 70. Después, durante algo así como tres cuartos de hora más, la alarma pasa a convertirse en espanto: en varias ocasiones consideré que lo que estaba viendo era una pura y simple infamia. Y no por la decisión de centrar el eje de la anécdota narrativa en la voraz sexualidad del poeta, o por el retrato –en todo caso, no especialmente duro- que se bosqueja de gente como Juan Marsé, Carlos Barral o Colita (en realidad no hay apenas visión sobre los totems de la gauche divine: a pesar de que ocupan bastante espacio en el metraje de la película, uno tiene la impresión de que pasaban por ahí), sino sencillamente por lo espantosamente mal que está hecho todo. Si al cabo de un rato el discutible look visual de la película acaba tolerándose, no puede decirse lo mismo de las interpretaciones (todos los actores están fatal, incluidos un ridículo Jordi Mollá y una insuficiente Bimba Bosé), ni del guión, que contiene algunas de las líneas de diálogo más sonrojantes a este lado de José Luis Garci. Casi todo es tan horrible que aquello que no lo es destaca como diamantes en un estercolero: la maravillosa selección musical, por ejemplo, o la utilización en la banda sonora de los poemas de Gil de Biedma, que posee un elevado voltaje emocional, sobre todo en la secuencia del encuentro con el cadáver del padre. Gracias a esto, “la píldora que os dan” (que diría Mary Poppins) pasa bastante mejor, y uno termina incluso cogiendo cierto cariño a la cinta y a su director, que al menos intenta echar mano de ciertos recursos estilísticos de puesta en escena: otra cosa es que el intento casi siempre le salga fatal. Por lo demás, las folladas (muy mal puestas en escena y rodadas), unos cuantos penes en erección y una amplia muestra de chaperos no justifican en absoluto el mini escándalo que se ha creado.

Mi adorado Juan Marsé ha puesto verde la cinta en unas declaraciones públicas recientes, lo que ha sido aprovechado por el productor, Andrés Vicente Gómez, para afirmar a su vez que lo que a Marsé le pica es que en ella se revela que el escritor barcelonés trabajaba en una joyería antes de alcanzar la gloria, y que se casó (¡horror!) con la criada de una marquesa. No he escuchado una majadería más improbable en toda mi vida: mucho me extrañaría que a estas alturas a Marsé le preocupe que se divulguen unas cuestiones tan banales sobre su vida. Por otro lado, como explicaba antes, el retrato que se dibuja del autor de “Últimas tardes con Teresa”, y de la génesis de esta obra maestra literaria (en la que, al parecer, la intervención de Gil de Biedma fue decisiva), resulta de una imperdonable irrelevancia. Una vez más, el pobre Marsé ha sido maltratado por el cine, aunque por fortuna aquí sólo intervenía en calidad de personaje secundario.

Dos momentos a rescatar en la grotesca globalidad de esta “El cónsul de Sodoma”: uno, un breve plano en el que el poeta aparece montando en moto con su amante gitano (esta última es, por cierto, la única interpretación decente de la cinta); otro, el final, que misteriosamente parece estar diciendo algo al espectador: justo lo que no se ha hecho en las casi dos horas anteriores.

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