He pasado unos días muy divertidos y bastante agotadores en París. Debía estar allí para asistir a un par de reuniones de trabajo, aunque también he aprovechado la ocasión para visitar amigos y hacer vida social. Todo muy enriquecedor y muy agradable, a lo que contribuyó el fantástico tiempo reinante casi tanto como las personas con las que me encontré en la capital francesa.
Entre los momentos cumbre de la visita, destaca la inauguración de la última exposición de Ignacio Goitia en la Galerie 13 de Jeannette Mariani (36,Rue du Mont Thabor), que recomiendo vivamente. Enorme éxito social (acudió todo pichichi) y artístico (los nuevos dibujos y cuadros de Goitia son de lo mejor de su producción), amigos, sangría y cena en un restaurante asiático bastante especial llamado Dave. De todos modos, espero volver sobre este tema en un futuro texto de este blog.
La noche anterior se produjo otro gran momento, cuando un amigo (muy generoso) celebraba su cumpleaños invitándonos a cenar en el restaurante Anahí (en Rue Volta), un lugar al que hay que volver sin falta cada vez que uno viaja a París. No sólo porque la comida es excelente -no muy variada, pero de calidad inmejorable, y basada en la cocina de varios países latinoamericanos- y el comedor muy bonito y original -una antigua carnicería, muy tenuemente iluminada, con una fachada exterior que parece al borde del derrumbamiento-, sino por el espectáculo que durante y después de la comida uno puede encontrarse allí… o en el que puede terminar participando. Entre los clientes de Anahí uno puede encontrarse a las personas más diversas. Esta vez teníamos en la mesa de al lado, cenando con un amigo de aspecto insulso, a una señora inglesa que acaparaba varios de los códigos de la burguesía más tradicional: dos hileras de perlas en el cuello, tailleur azul marino con ribetes blancos, bolso acolchado de Chanel, melena pródiga en mechas rubias, acento inconfundiblemente high-class. Pues bien, aquella la dama burguesa, que parecía una versión británica de mi tía Lola, resultó no ser otra que la rockera y actriz Marianne Faithfull (me di cuenta en cuanto pude escuchar su inconfundible voz), con la que terminamos compartiendo unos cigarritos en la puerta del restaurante. En un momento dado, emergió de algún sitio indefinido el gran director teatral y cinematográfico Patrice Chéreau (responsable de una de mis películas favoritas de los últimos tiempos, “La Reine Margot”, a la que ya me referí en un texto anterior), que había dirigido a Faithfull en “Intimacy” -otra espléndida película-, y los dos se saludaron con un beso en los labios extrañamente civilizado.
Pero, aunque todo esto resultó bastante inolvidable, el verdadero gran momento del viaje había tenido lugar un día antes del encuentro con la señorona ex-rockera. El marco de lo que voy a contar era el jardín de un castillo de la región del Loira donde tenía lugar una larga y espectacular fiesta campestre a la que habíamos sido invitados por la dueña del inmueble, una mujer muy simpática cuya familia al parecer habita allí desde hace innumerables generaciones. Sobre lo sumamente bien organizada que estuvo la fiesta, su perfecta combinación de desenvoltura, magia y prodigalidad no tiene mucho sentido que me extienda: mencionaré en todo caso que sólo los franceses saben hacer estas cosas tan bien. Entre los invitados había muchos amigos de la organizadora, pero tampoco faltó el numeroso personal que vive y trabaja en alguno de los edificios que componen el castillo. En un momento dado, me encontré hablando precisamente con una de las personas que trabajan para la anfitriona. No entendí muy bien cuál era exactamente su cometido: sólo sé que lleva desempeñándolo desde que su empleadora era niña, y que durante las tres últimas décadas no se ha separado de ella. El lejano día en que fueron presentados por primera vez, la niña aristócrata y su aristócrata hermanito ejecutaron una reverencia ante la nueva sirvienta, lo que llenó a esta última de gozo, hasta el punto de que en aquel instante tomó la firme decisión de permanecer junto a aquella familia durante el resto de su existencia. “Y desde entonces” me aseguraba la buena mujer, componiendo una expresión de éxtasis beatífico quizá algo sobreactuada, pero que estoy convencido de que en esencia no era falsa, “mi vida ha sido un sueño". "Un vrai rêve!”, insistió después con cierta ferocidad fanática en los ojos, como si no me viera muy convencido (en realidad, yo estaba perplejo y fascinado).
Tuve entonces el convencimiento de haber asistido a algo en verdad memorable. Y no pude evitar el pensamiento de que, si Karl Marx hubiera podido sospechar que aquella escena post-lucha de clases iba a tener lugar sobre la faz de la Tierra un siglo y medio después de haber escrito “El Capital” con la inamovible certeza de que aquello iba a cambiar el mundo, posiblemente lo habría dado todo por perdido, trocando sus ambiciones de último profeta de la humanidad por una fatal adicción a los antidepresivos.
2 comentarios:
Soy fan de Ignacio Goitia y de la dama burgalesa ex rockera.
El rock y Burgos son una combinación explosiva, Rafa...
Publicar un comentario