Dado que el año pasado disfruté de menos días festivos de los que me correspondían, en el primer trimestre de este año me estoy permitiendo algunas licencias a costa de las vacaciones acumuladas. Como, por ejemplo, tomar como días libres el pasado jueves y viernes, para alargar el fin de semana hasta convertirlo en unas mini-vacaciones. Juro que las necesitaba.
Sobre todo, las he aprovechado en profundidad. Las tres capitales vascas y varias localidades francesas, me ha dado tiempo de visitar. Hagamos un rápido resumen: el miércoles llegué a Bilbao, donde visité a mi familia. La familia bien, gracias. El jueves fui a Vitoria, pues el artista Eduardo Sourrouille ofrecía una visita guiada por su exposición “Villa Edur” en el Museo Artium a una treintena de personas. Estupenda comida en la cafetería del museo, un paseo y unas compras por la tranquila (algunos la describirían más bien como “mortuoria”) capital alavesa, y después la visita, que resultó apasionante. Como soy muy inquisitivo hice bastantes preguntas que el artista respondió con diligencia (sospecho que también, a veces, con una vaga sensación de fastidio: “ya está otra vez este pesado”), por lo que quedé más que satisfecho. Lo cierto es que la visita resultó muy sugestiva para todo el mundo, a juzgar por el interés con que los asistentes seguían las explicaciones que se les ofrecían, y por cómo observaban las piezas expuestas. Un lujo, vamos. Por la noche, vuelta a Bilbao para unos aperitivos y una cena casera.
El viernes me impuse la obligación de resarcir a Eduardo de la avalancha de preguntas del día anterior, así que lo acompañé a San Sebastián, mientras que a su vez un sol esplendente nos acompañaba a ambos en el viaje. Sin la habitual grisura que se adueña del País Vasco en esta época del año, la ciudad relucía y era un placer pasear por ella, a pesar de que sus implacables horarios comerciales (los comercios cierran a la una del mediodía) nos imponían cierta premura. La visita a Auzmendi era obligada: salimos de la tienda con unas cuantas bolsas, tras haber aprovechado a conciencia las últimas rebajas de la temporada. En un momento dado, Eduardo hizo algo sumamente representativo de su carácter: al pasar frente a un contenedor de basura, sus ojos tropezaron con un gran bolso de mano de cuero marrón que alguien había tirado. Sin más aspavientos, hizo un hueco entre los zapatos italianos y las camisas de algodón egipcio que acababa de comprarse, y recogió el hallazgo como una adquisición más de la mañana de compras. Después consideró que en realidad la bolsa no le convencía demasiado, que estaba muy gastada y además lo que parecía cuero no era más que una imitación algo burda en polipiel, así que, como quien regresa a El Corte Inglés para devolver un artículo recién adquirido y recuperar su importe, la depositó en el siguiente contenedor que nos encontramos. Me alegra comprobar que mi capacidad de asombro y fascinación por todo lo que hace este hombre jamás llega a agotarse.
Después de una soberbia comida en el restaurante Okendo (calabacines rellenos, merluza en papillote y tarta de queso casera) nos pusimos rumbo a Biarritz, donde continuaron las compras (para mí, sólo los últimos Cahiers du Cinéma) y nos encontramos con Ignacio Goitia y Oscar Achútegui. ¡Francia, por fin! Como me ocurre siempre, cruzar la frontera me llenó de sosiego y optimismo de manera automática (ver mis entradas a este blog sobre Francia). Tras las compras, tomamos un aperitivo en el Hôtel du Palais, cuyo lujoso salón de té incluye vistas al mar: las olas saltaban ante nuestros ojos como si las contempláramos desde la escotilla de un transatlántico. A media tarde volvimos a los coches para poner rumbo a Salies-de-Béarn, donde Ignacio y Oscar nos recibían una vez más en su casa, una propiedad con jardín que cada vez alberga más lámparas, y más mesitas, y más candelabros, y más bandejas de porcelana, es decir, cada vez se parece más a sus propietarios. Tras la cena en un restaurante del pueblo, con estricto horario francés, nos retiramos prudentemente con la intención de madrugar el sábado y continuar con la actividad.
Al día siguiente, desayuno con croissants y chaussons aux pommes cortesía de Ignacio. El desayuno es por fuerza uno de los mejores momentos del día en Francia, siempre que uno se deje llevar por las impresionantes especialidades de la bollería nacional. La mañana del sábado estaba bañada en una luz rosada, pálida e irreal, completamente distinta del intenso resplandor dorado que caracteriza las horas siguientes al amanecer en Madrid. Mientras viajábamos en coche hacia Pau (con escala en las naves de Emaús: a mi madre le dará algo al saber que pasé un buen par de horas rodeado de ropa de segunda o tercera mano, muebles desvencijados, pequeños electrodomésticos usados y otros depósitos de ácaros) tenía la impresión de atravesar algo así como la ensoñación resultante de una fumada de opio. Estoy seguro de que bizqueaba, y todo.
Pau es una ciudad pequeña, moderadamente mona y realmente sin gran interés, aunque resulta agradable para una visita breve. Tras las fotos de rigor ante el castillo de Enrique IV de Navarra, comimos en un pequeño restaurante: ensalada, faux-filet con tallarines, y crème brulée. Después tomamos café e infusiones en un excéntrico local cuya terraza estaba formada por unas cuantas sillas plegables de playa y mesas bajas de plástico repintadas, y con un interior forrado de papel pintado con motivos vegetales, tipo Diana Vreeland. Un paseo, más compras y regreso a Salies de Béarn, esta vez para cenar, en casa, un riquísimo bacalao al horno con patatas que cocinaron Ignacio y Oscar. Como los dos se atribuían la ejecución del plato, lo prudente es decir que el mérito correspondía a ambos. La tertulia posterior estuvo amenizada por las canciones de Barbara, de la que Ignacio es fan rendido. Su concierto en Pantin, celebrado en 1981, me generó un pequeño malestar que persistió mucho después que el DVD hubiera sido guardado nuevamente en su caja. Entre las aclamaciones y los aullidos de un público en éxtasis, la cantante mostraba al interpretar sus temas una hiperemotividad algo teatral que contrastaba con su voz cada vez más ronca, marcada por la fase inicial de su decadencia. Ignacio aprecia una particular belleza en este ejercicio. Estoy seguro de que tal belleza existe, pero a mí me causa desazón y me pone definitivamente nervioso.
El domingo dimos un paseo por los alrededores del pueblo, tipo campiña inglesa, y después nos metimos entre pecho y espalda una descomunal alubiada, a la que no le faltaba la morcilla de rigor: francesa, eso sí. Breve siesta, preparar maletas, cerrar la casa y volver a la carretera, de nuevo rumbo a Biarritz. Allí estaba pasando el fin de semana nuestro amigo Dominique, de Burdeos. Nos recibió en su casa con una merienda de té y pastelillos variados, entre los que destacaba posiblemente la mejor tarta de chocolate (densa, untuosa, de vivísimo sabor a cacao) que he probado nunca, y el dulce típico bordelés, el cannelé, crujiente en su capa exterior y jugoso por dentro. Tras despedirnos de Domi, regresamos a Bilbao con un tiempo de perros. Antes de iniciar la vuelta a Madrid, la intensa lluvia dio por terminado el fin de semana.
Sol, arte, compras, Francia, merluza, bacalao, alubias rojas, croissants, cannelés, buena música, buenas conversaciones, buenas lecturas, la mejor compañía del mundo. Imposible imaginar un fin de semana mejor. Me basta como motivación vital pensar que otros similares podrían llegar en un futuro.
3 comentarios:
Una entrada esplendente. ¿Y para cuándo un artículo sobre Diana Vreeland? Sería también esplendente.
Tú sí que eres esplendente, Rafa. Diana puede aparecer en mi blog cualquier día de éstos. En youtube tiene piezas bastante jugosas...
Diana era todo un personaje, más esplendente que tú y yo juntos. Sería muy interesante saber más de ella. En la Casa del Libro de Madrid sólo encontré una obra suya en inglés pero a un precio disparatado. Muy apetecible vuestro fin de semana. Y que sepas que he enviado a varias personas humanas a Artium. Buenos y esplendentes días.
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