Aunque resulte algo banal y tópico decirlo, no veo mucho la televisión: en fin, ya profundizaré sobre esto en una próxima entrada. Lo que ahora quería contar es que el pasado domingo por la noche, al volver a casa tras dar por concluido el fin de semana, me encontré en Telemadrid con un pase de “Érase una vez en América”, película dirigida en 1984 por el director italiano Sergio Leone -recordado autor de unos spaghetti westerns que particularmente nunca me han interesado en absoluto- y contra mi costumbre me quedé a verla. Más contra mi costumbre aún, me mantuve frente al televisor hasta altas horas de la madrugada, cuando al día siguiente debía levantarme a las 7 de la mañana.
“Erase una vez…” era una película sobre gansgters judíos (no italianos, como habría cabido esperar del director) en Nueva York, que abarca unas cuatro décadas de historia comenzando en los años 20 del pasado siglo. Fue una de las referencias de mi infancia, vista por primera vez un viernes por la noche en Televisión Española: sus imágenes hicieron en mí bastante mella, algo a lo que no era ajena la chocante orgía de violencia y sexo de los primeros rollos. Rara vez he vuelto a sentirme tan turbado: precisaré que yo no debía de tener entonces más de doce años.
Hoy en día, se trata de una de las pocas películas (sólo se me ocurre Mulholland Drive de David Lynch como candidata a entrar en la misma categoría) de las que no sé muy bien qué pensar. ¿Me parece una obra maestra, o la encuentro horrible? ¿Es el mal gusto encarnado, o un exquisito poema visual y narrativo? Imposible decidirme. Desde el primer al último fotograma, a lo largo de unas cuatro horas, transita sin descanso en la delgadísima línea que separa lo sublime de lo ridículo. Qué coño, lo que hace es caminar con una pierna a cada lado de esta línea, de manera que todo en ella es al mismo tiempo maravilloso y grotesco. Por momentos uno tiene la sensación de que podría haberla dirigido Murnau, o bien José Luis Garci. Coincidiréis conmigo en que algo así sólo puede constituir una rareza absoluta.
Cada plano es un triple salto mortal sin red. Conviven en todos ellos el sensacionalismo más ofensivo y una prodigiosa hipersensibilidad: en cualquier caso, el conjunto sólo puede definirse como radical. La propia banda sonora de Ennio Morricone es de una belleza decadente, tan pomposa como refinada, el trash melódico más emocionante jamás compuesto. Robert de Niro, el protagonista, parece un alucinado de principio a fin. La fotografía de Tonino Delli Colli ofrece colores saturados y soberbios ecos pictóricos. La cámara se mueve a menudo, rozando la histeria, enganchada a una hiperactiva steadycam que traza recorridos ampulosos y virtuosistas. Hay un plano totalmente gratuito pero deslumbrante, que comienza del modo más simple, con Jennifer Conelly caminando por la calle, y que va abriéndose más y más, hasta no mostrar otra cosa que el bullicio de las calles de Nueva York, coreografiado del modo más original y efectivo que cabe imaginar. En general, las escenas de masas cortan el aliento, mientras que las más intimistas casi hacen llorar por su intensidad emocional descaradamente folletinesca.
En fin, una vez finalizada la redacción de este texto, acabo al fin de decidirme. Adoro “Érase una vez en América”, porque en los aburridos tiempos que corren no cabe más remedio que adorar el producto de un riesgo tan asombroso como el que asumió en su momento Sergio Leone.
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