jueves, 1 de octubre de 2009
Ang Lee no entiende a los hippies
Hasta hace poco, no me habían gustado las películas de Ang Lee, un director que sin embargo ha disfrutado de un sorprendente éxito en el reparto de taquilla y premios (dos Leones de Oro en Venecia, dos Osos de Oro en Berlín, varios Oscars y distinciones en Cannes y otros festivales). Desde “El banquete de bodas” hasta “Hulk”, todo lo suyo que había visto me parecía formalmente plano, convencional y sin vida. Mi opinión sobre su cine la pusieron en crisis “Brokeback Mountain” y sobre todo “Deseo, peligro”, dos logrados trabajos que tampoco eran el colmo de la creatividad, pero en los que la pulcra puesta en escena lograba generar algo de emoción y aliento. Después de éstas, que son de muy largo sus mejores cintas, vuelve con “Destino: Woodstock”, ambientada durante la preparación y ejecución del famoso concierto multitudinario celebrado en 1969. Resumen de los hechos reales que componen el argumento: un joven judío y gay, cuyos padres poseen un cutre motel en la zona rural del estado de Nueva York, ofrece sus dominios para un gran concierto cuya dimensión irá creciendo progresivamente hasta transformarse en el mítico acontecimiento que todos conocemos. En paralelo, el chico y su familia, al entablar contacto con el mundo hippy, afrontan las grandezas y miserias de su propia naturaleza.
Claramente, la última película de Lee se sitúa por debajo de sus dos anteriores esfuerzos. Porque la aceptable pulcritud de su trabajo como director, funcional y correcto, no basta para redimir lo banal de la anécdota que se cuenta y convertirla en algo que merezca sustancialmente la pena ser contemplado. En general, no encuentro ningún inconveniente en que se me narre algo trivial desde un punto de vista igualmente epidérmico, a condición de que la forma en que se haga posea interés en sí misma. Y, claro, no es el caso, porque el talento de Ang Lee no llega tan lejos. El desfile de personajes y situaciones transcurre así de manera rutinaria y sin despertar más que un interés moderado en el mejor de los casos, mientras el evidente conservadurismo del director juega en su contra cuando ha de retratar a un grupo humano al que no comprende en absoluto. Muy en especial al entrar en escena un travesti con el que, incómodo, Lee no sabe muy bien qué hacer: el resultado es que el personaje interpretado por Liev Schreiber es el travesti menos travesti de la historia del cine, como el Platero de Juan Ramón Jiménez era, según Buñuel y Dalí, “el burro menos burro”.
A favor de la película, sin embargo, hay que destacar el tratamiento del personaje de la madre (adecuadamente exagerado por Imelda Staunton), un ser horrible al que afortunadamente no se redime, pero que se contempla con una vaga indulgencia. Y un par de secuencias estupendas (el aterrizaje de un helicóptero, un plano-secuencia en el que el protagonista llega al concierto sobre una moto policial) que aparecen como extraños ovnis en el cielo gris formalmente imperante.
En el fondo, hay que agradecer a Lee lo superficial de su aproximación al movimiento hippy. La última vez que se puso filosófico para retratar los deseos de trasgresión y libertad de una comunidad nos encajó “La tormenta de hielo”, una de las películas más reaccionarias y antipáticas del cine reciente.
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