viernes, 9 de octubre de 2009

Una Bernarda que ni fu ni fa


El otro día fui a ver un montaje (uno más) de “La casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca, en el Matadero de Madrid. Dirige Lluís Pasqual. En el reparto, Núria Espert como Bernarda y Rosa María Sardà como la Poncia. Como es bien sabido, Espert dirigió hace tropecientos años en Londres una versión de la obra protagonizada por Glenda Jackson y Joan Plowright, llevándose por ello todos los premios habidos y por haber: se la supone, por tanto, una experta en la materia. A Pasqual también, porque lleva décadas poniendo en escena a Lorca, sobre lo que ha cimentado la mayor parte de su prestigio como director teatral. Yo en cambio no soy ningún experto, pero “La casa de Bernarda Alba” era mi obra teatral favorita en la infancia y adolescencia: en aquella época habría podido recitar de memoria un acto entero, de habérmelo pedido alguien.

Es cierto que tal amor por una pieza teatral puede predisponer al desagrado ante la versión que de ella realice otra persona. Bajo esta hipótesis, todo lo que yo diga a continuación estaría dictado por el prejuicio y la cerrazón más agria. Pero la aproximación de Pasqual la encontré, sencillamente, equivocada. Del hecho de que el encierro de las protagonistas no se remarque en absoluto, y sobre todo de que Bernarda se haya convertido en una vieja cansada y miope arrasada por la tragedia doméstica antes que en el habitual monstruo inhumano y castrador, deduje que lo que se pretendía era humanizar al personaje. En efecto, Espert lo interpretaba con pretensiones naturalistas, y sin gota de la violencia dominadora que se desprende del texto lorquiano. Su Bernarda es, más que amarga, una amargada. Como resultado de todo esto, el clímax (el enfrentamiento de Adela contra la autoridad arrastrada por el empuje de su propia naturaleza) se presenta sin ninguna fuerza, y todo lo que sucede a continuación, que resulta previsible porque para ello nos ha preparado el propio Lorca, da bastante igual. En mi opinión, el argumento de la obra se ha quedado a estas alturas un poco antiguo, como ocurre por ejemplo con la mayor parte de Tennessee Williams: por ello, centrarse en él con una visión realista en lugar de aferrarse a sus posibilidades míticas, y sobre todo a la poesía de sus diálogos, no me parece una buena idea. La gran tragedia abstracta se convierte en un pequeño drama concreto, y se pierde mucho en el camino. Por otra parte, la principal virtud de la obra, que es su maravilloso lenguaje, poético y popular, compuesto por unas imágenes que ponen los pelos de punta a cualquiera con una mínima sensibilidad, se diluye un poco en el registro que adopta Espert y que tratan de seguir el resto de las actrices (las hijas, por ejemplo, están bastante mal, a excepción de una chica llamada Marta Marco, que interpreta a Magdalena). Rosa María Sardá sí parece más ajustada en su papel, pero tampoco aporta a éste nada en particular. La escenografía, iluminación y vestuario me parecieron correctos: no transmitían en absoluto la sensación de encierro y asfixia con que suele vestirse el texto lorquiano pero, como decía antes, imagino que esto era deliberado. Por lo demás, nada destacable.

El público, impelido a amortizar el precio de su entrada, se puso en pie y aplaudió a rabiar al terminar la obra, como si le hubiera encantado. A ver quién se atrevía a hacer lo contrario cuando Espert y Sardà se besaban y abrazaban efusivamente en escena, mientras dirigían al patio de butacas sus amenazadoras miradas de halcones.

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